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Grandes Esperanzas. Charles DickensЧитать онлайн книгу.

Grandes Esperanzas - Charles Dickens


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llena de gente que contemplaba el espectáculo con la mayor atención, y en cuanto a los poderosos jueces, uno de ellos con la cabeza empolvada, se reclinaban en sus asientos con los brazos cruzados, tomaban café, dormitaban y escribían o leían los periódicos. En las paredes había algunos retratos negros y brillantes que, con mi poco gusto artístico, me parecieron que eran una composición de tortas de almendras y de tafetán. En un rincón firmaron y testimoniaron mis papeles, y así quedé hecho aprendiz. Mientras tanto, el señor Pumblechook me tuvo tomado como si ya estuviera en camino al cadalso y en aquel momento se hubieran llenado todas las formalidades preliminares.

      En cuanto salimos y me vi libre de los muchachos que se habían entusiasmado con la esperanza de verme torturado públicamente y que parecieron sufrir gran desencanto al notar que mis amigos salían conmigo, volvimos a casa del señor Pumblechook. Allí, mi hermana se puso tan excitada a causa de las veinticinco guineas, que nada le pareció mejor que celebrar una comida en el Oso Azul con aquella ganga, y que el señor Pumblechook, en su carruaje, fuera a buscar a los Hubble y al señor Wopsle.

      Así se convino, y yo pasé el día más desagradable y triste de mi vida. En efecto, a los ojos de todos, yo no era más que una persona que les amargaba la fiesta. Y, para empeorar las cosas, cada vez que no tenían que hacer nada mejor, me preguntaban por qué no me divertía. En tales casos, no tenía más remedio que asegurarles que me divertía mucho, aunque Dios sabe que no era cierto.

      Sin embargo, ellos se esforzaron en pasar bien el día, y lo lograron bastante. El sinvergüenza de Pumblechook, exaltado al papel de autor de la fiesta, ocupó la cabecera de la mesa, y cuando se dirigía a los demás para hablarles de que yo había sido puesto a las órdenes de Joe y de que, según las reglas establecidas, sería condenado a prisión en caso de que jugara a los naipes, bebiera licores fuertes, me acostara a hora avanzada, fuera con malas compañías, o bien me entregara a otros excesos que, a juzgar por las fórmulas estampadas en mis documentos, podían considerarse ya como inevitables, en tales casos me obligaba a sentarme en una silla a su lado, con objeto de ilustrar sus observaciones.

      Los demás recuerdos de aquel gran festival son que no me quisieron dejar que me durmiera, sino que, en cuanto veían que inclinaba la cabeza, me despertaban ordenándome que me divirtiera. Además, a hora avanzada de la velada, el señor Wopsle nos recitó la oda de Collins y arrojó con tal fuerza al suelo la espada teñida en sangre, que acudió inmediatamente el camarero diciendo:

      —Los huéspedes que hay en la habitación de abajo les envían sus saludos y les ruegan que no hagan tanto ruido.

      Cuando tomamos el camino de regreso, estaban todos tan contentos que empezaron a cantar a coro. El señor Wopsle tomó a su cargo el acompañamiento, asegurando con voz tremenda y fuerte, en contestación a la pregunta que el tenor le hacía en la canción, que él era un hombre en cuya cabeza flotaban al viento los mechones blancos y que, entre todos los demás, él era el peregrino más débil y fatigado. Finalmente, recuerdo que cuando me metí a mi cama me sentía muy desgraciado y convencido de que nunca me gustaría el oficio de Joe. Antes me habría gustado, pero ahora ya no.

      Capítulo XIV

      Es algo muy desagradable sentirse avergonzado del propio hogar. Quizá en esto haya una negra ingratitud y el castigo puede ser retributivo y muy merecido, pero estoy en situación de atestiguar que, como decía, este sentimiento es muy desagradable.

      Jamás mi casa fue un lugar ameno para mí a causa del carácter de mi hermana. Pero Joe santificaba el hogar, y yo creía en él. Llegué a tener la ilusión de que la mejor sala y la más elegante era la nuestra; que la puerta principal era como un portal misterioso del Templo del Estado, cuya solemne apertura se celebraba con un sacrificio de aves de corral asadas; que la cocina era una estancia amplia, aunque no magnífica; que la fragua era el camino resplandeciente que conducía a la virilidad y a la independencia. Pero en un solo año, todo esto cambió. Todo me parecía ordinario y basto, y no me habría gustado que la señorita Havisham o Estella hubieran visto mi casa.

      Poca importancia tiene para mí ni para nadie la parte de culpa que en mi desagradable estado de ánimo pudieran tener la señorita Havisham o mi hermana. El caso es que se operó ese cambio en mí y que era una cosa ya irremediable. Bueno o malo, excusable o no, el cambio se había realizado.

      Una vez me pareció que, cuando, por fin, me arremangara la camisa y fuera a la fragua como aprendiz de Joe, podría sentirme distinguido y feliz, pero la realidad me demostró que tan sólo pude sentirme lleno de polvo de carbón y que me oprimía tan gran peso moral, que a su lado el mismo yunque parecía una pluma. En mi vida posterior, como seguramente habrá ocurrido en otras vidas, hubo ocasiones en que me pareció como si una espesa cortina hubiera caído para ocultarme todo el interés y encanto de la vida, para dejarme tan sólo entregado al pesado trabajo y a las penas de cualquier clase. Y jamás sentí tan claramente la impresión de que había caído aquella pesada cortina ante mí como cuando empecé a ejercer de aprendiz al lado de Joe.

      Recuerdo que en un periodo avanzado de mi aprendizaje solía permanecer cerca del cementerio en las tardes del domingo, al oscurecer, comparando mis propias esperanzas con el espectáculo de los marjales, por los que soplaban los vientos, y estableciendo cierto parecido con ellos al pensar en lo desprovistos de accidentes que estaban mi vida y aquellos terrenos, y de qué manera ambos se hallaban rodeados por la oscura niebla, y en que los dos iban a parar al mar. En mi primer día de aprendizaje me sentí tan desgraciado como más adelante, pero me satisface saber que, mientras duró aquél, nunca dirigí una queja a Joe. Ésta es la única cosa de que me siento halagado.

      A pesar de que mi conducta comprende lo que voy a añadir, el mérito de lo que me ocurrió fue de Joe, no mío. No porque yo fuera fiel, sino porque lo fue Joe; por eso no hui y no acabé siendo soldado o marinero. No porque tuviera un vigoroso sentido de la virtud y del trabajo, sino porque lo tenía Joe; por eso trabajé con celo tolerable a pesar de mi repugnancia. Es imposible llegar a comprender cuánta es la influencia de un hombre estricto cumplidor de su deber y de honrado y afable corazón, pero es posible conocer la influencia que ejerce en una persona que está a su lado, y yo sé perfectamente que cualquier cosa buena que hubiera en mi aprendizaje procedía de Joe, no de mí.

      ¿Quién puede decir cuáles eran mis aspiraciones? ¿Cómo podía decirlas yo, si no las conocía siquiera? Lo que temía era que, en alguna hora desdichada, cuando yo estuviera más sucio y peor vestido, al levantar los ojos viera a Estella mirando a través de una de las ventanas de la fragua. Me atormentaba el miedo de que, más pronto o más tarde, ella me viera con el rostro y las manos ennegrecidos, realizando la parte más ingrata de mi trabajo, y que entonces se alegrara de verme de aquel modo y me manifestara su desprecio. Con frecuencia, al oscurecer, cuando tiraba de la cadena del fuelle y cantábamos a coro Old Clem, recordaba cómo solíamos cantarlo en casa de la señorita Havisham; entonces me parecía ver en el fuego el rostro de Estella con el cabello flotando al viento y los burlones ojos fijos en mí. En tales ocasiones miraba aquellos rectángulos a través de los cuales se veía la negra noche, es decir, las ventanas de la fragua, y me parecía que ella retiraba en aquel momento el rostro y me imaginaba que, por fin, me había descubierto.

      Después de eso, cuando íbamos a cenar, y la casa y la comida debían haberme parecido más agradables que nunca, entonces era cuando me avergonzaba más de mi hogar en mi ánimo tan mal dispuesto.

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