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Grandes Esperanzas. Charles DickensЧитать онлайн книгу.

Grandes Esperanzas - Charles Dickens


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aparecían repentinamente, mirándome con asombrados ojos, y por el vapor que exhalaban sus narices parecían exclamar: “¡Eh, ladronzuelo!”. Un buey negro con una mancha blanca en el cuello, que a mi temerosa conciencia le pareció que tenía cierto aspecto clerical, me miró con tanta obstinación en sus ojos y movió su maciza cabeza de un modo tan acusador cuando yo lo rodeaba, que no pude menos que murmurar: “No he tenido más remedio, señor. No lo he robado para mí”. Entonces él dobló la cabeza, resopló despidiendo una columna de humo por la nariz y se desvaneció dando una coz con las patas traseras y agitando el rabo.

      Ya estaba cerca del río, mas a pesar de que fui muy aprisa, no podía calentarme los pies. A ellos parecía haberse agarrado la humedad, como se había agarrado el hierro a la pierna del hombre a cuyo encuentro iba. Conocía perfectamente el camino que conducía a la Batería, porque estuve allí un domingo con Joe, y éste, sentado en un cañón antiguo, me dijo que cuando yo fuera su aprendiz y estuviera a sus órdenes, iríamos allí a cazar alondras. Sin embargo, y a causa de la confusión originada por la niebla, me hallé de pronto demasiado a la derecha y, por consiguiente, tuve que retroceder a lo largo de la orilla del río, pasando por encima de las piedras sueltas que había sobre el fango y por las estacas que contenían la marea. Avanzando por ahí, tan de prisa como me fue posible, acababa de cruzar una zanja que, según sabía, estaba muy cerca de la Batería, y precisamente cuando subía por el montículo inmediato a la zanja vi a mi hombre sentado. Estaba vuelto de espaldas, con los brazos doblados, y cabeceaba a causa del sueño.

      Imaginé que se pondría contento si me aparecía ante él llevándole el desayuno de un modo inesperado, y así me acerqué sin hacer ruido y le toqué el hombro.

      Instantáneamente dio un salto, y entonces vi que no era aquel mismo hombre, sino otro. Sin embargo, también iba vestido de gris y tenía un hierro en la pierna; cojeaba del mismo modo, tenía la voz ronca y estaba muerto de frío; en una palabra, se parecía mucho al otro, a excepción de que no tenía el mismo rostro y de que llevaba un sombrero de alas anchas, plano y muy metido en la cabeza. Observé en un momento todos estos detalles, porque no me dio tiempo para más. Profirió una blasfemia y me dio un golpe, pero estaba tan débil, que apenas me tocó y, en cambio, le hizo tambalear.

      Luego echó a correr por entre la niebla, tropezando dos veces, y por fin le perdí de vista.

      “Éste será el joven”, pensé —mientras se detenía mi corazón al identificarlo. Y también habría sentido dolor en el hígado si hubiera sabido dónde lo tenía.

      Poco después llegué a la Batería, y allí encontré a mi conocido, abrazándose a sí mismo y cojeando de un lado a otro, como si en toda la noche no hubiera dejado de hacer ambas cosas. Me esperaba. Indudablemente, tenía mucho frío. Yo casi temía que se cayera ante mí y se quedara helado. Sus ojos expresaban tal hambre que, cuando le entregué la lima y él la dejó sobre la hierba, se me ocurrió que habría sido capaz de comérsela si no hubiera visto lo que le llevaba. Aquella vez no me hizo dar ninguna voltereta para apoderarse de lo que tenía, sino que me permitió continuar de pie mientras abría el fardo y vaciaba mis bolsillos.

      —¿Qué hay en esa botella, muchacho? —me preguntó.

      —Aguardiente —contesté.

      Él, mientras tanto, tragaba de un modo curioso la carne picada; más como quien quisiera guardar algo con mucha prisa y no como quien come, pero dejó la carne para tomar un trago de licor. Mientras tanto se estremecía con tal violencia que a duras penas podía conservar el cuello de la botella entre los dientes, de modo que se vio obligado a sujetarla con ellos.

      —Me parece que usted tiene fiebre. —Creo lo mismo, muchacho —contestó.

      —Este sitio es muy malo —advertí—. Se habrá usted echado en el marjal, que es muy malsano. También da reuma.

      —Pues antes de morirme —dijo—, desayunaré. Y seguiría comiendo aunque luego tuvieran que ahorcarme en esta horca. No me importan los temblores que tengo, te lo aseguro.

      Y, al mismo tiempo, se tragaba la carne picada, roía el hueso y se comía el pan, el queso y el pastel de cerdo, todo a la vez. No por eso dejaba de mirar con la mayor desconfianza alrededor de nosotros, y a veces se interrumpía, dejando también de mascar, a fin de escuchar. Cualquier sonido, verdadero o imaginado, cualquier ruido en el río, o la respiración de un animal sobre el marjal, lo sobresaltaba, y entonces me decía:

      —¿No me engañas? ¿No has traído a nadie contigo? —No, señor, no.

      —¿Ni has dicho a nadie que te siguiera?

      —No.

      —Está bien —dijo—. Te creo. Serías una verdadera fiera si, a tu edad, ayudaras a cazar a un desgraciado como yo.

      En su garganta sonó algo como si dentro tuviera una maquinaria que se dispusiera a dar la hora. Y con la destrozada manga de su traje se limpió los ojos.

      Compadecido por su situación y observándolo mientras, gradualmente, volvía a aplicarse al pastel de cerdo, me atreví a decirle:

      —No sabe usted cuánto me contenta que le guste lo que le he traído. —¿Qué dices?

      —Que estoy muy satisfecho de que le guste.

      —Gracias, muchacho; me gusta.

      Muchas veces había contemplado mientras comía a un gran perro que teníamos, y ahora observaba la mayor semejanza entre el modo de comer del animal y el de aquel hombre. Éste tomaba grandes y repentinos bocados, exactamente del mismo modo que el perro. Se tragaba cada bocado demasiado pronto y demasiado aprisa; y luego miraba de lado, como si temiera que de cualquier dirección pudiera llegar alguien para disputarle lo que estaba comiendo. Estaba demasiado asustado como para saborear tranquilamente el pastel, y creí que si alguien se presentara a disputarle la comida, sería capaz de acometerlo a mordiscos. En todo eso se portaba igual que el perro.

      —Me temo que no quedará nada para él —dije con timidez y después de un silencio durante el cual estuve indeciso acerca de la conveniencia de hacer aquella observación—. No me es posible sacar más del lugar de donde he tomado esto.

      La certeza de este hecho fue la que me dio valor bastante para hacer la indicación.

      —¿Dejarle nada? Y ¿quién es él? —preguntó mi amigo, interrumpiéndose en la masticación del pastel.

      —El joven. Ese de quien me habló usted. El que estaba escondido.

      —¡Ah, ya! —replicó con bronca risa—. ¿Él? Sí, sí. Él no necesita comida.

      —Pues a mí me pareció que le habría gustado mucho comer —dije.

      Mi compañero dejó de hacerlo y me miró con la mayor atención y sorpresa. —¿Que te pareció...? ¿Cuándo?

      —Hace un momento.

      —¿Dónde?

      —Ahí —dije señalando el lugar—. Precisamente ahí lo encontré medio dormido, y me pareció que era usted.

      Me tomó por el cuello de la ropa y me miró de tal manera que llegué a temer que de nuevo se propusiera cortarme la cabeza.

      —Iba vestido como usted, aunque llevaba sombrero —añadí, temblando—. Y... y... —temía no acertar a explicarlo con la suficiente delicadeza—. Y con... con la misma razón para necesitar una lima. ¿No oyó usted los cañonazos ayer por la noche?

      —¿Dispararon cañonazos? —me preguntó.

      —Supuse que lo sabía usted —repliqué—, porque los oímos desde mi casa, que está bastante más lejos y además teníamos las ventanas cerradas.

      —Ya comprendo —dijo—. Cuando un hombre está solo en estas llanuras, con la cabeza débil y el estómago desocupado, muriéndose de frío y de necesidad, no


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