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Grandes Esperanzas. Charles DickensЧитать онлайн книгу.

Grandes Esperanzas - Charles Dickens


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oye el choque de las armas de fuego y también las órdenes de “¡Preparen! ¡Apunten! ¡Rodéale, muchacho!”. Y siente cómo le ponen encima las manos, aunque todo eso no exista. Por eso anoche creí ver varios pelotones que me perseguían y oí el acompasado ruido de sus pasos. Pero no vi uno, sino un centenar. Y en cuanto a cañonazos... Vi estremecerse la niebla ante el cañón, hasta que fue de día. Pero ese hombre... —añadió después de las palabras que acababa de pronunciar en voz alta, olvidando mi presencia—. ¿Has notado algo en ese hombre?

      —Tenía la cara llena de contusiones —dije, recordando que apenas estaba seguro de ello.

      —¿No aquí? —exclamó el hombre golpeándose la mejilla izquierda con la palma de la mano.

      —Sí, aquí.

      —¿Dónde está? —preguntó guardándose en el pecho los restos de la comida—. Dime por dónde fue. Lo alcanzaré como si fuera un perro de caza. ¡Maldito sea este hierro que llevo en la pierna! Dame la lima, muchacho.

      Indiqué la dirección por donde la niebla había envuelto al otro, y él miró hacia allí por un instante. Pero como un loco se inclinó sobre la hierba húmeda para limar su hierro y sin hacer caso de mí ni tampoco de su propia pierna, en la que había una antigua escoriación que en aquel momento sangraba; sin embargo, trataba su pierna con tanta rudeza como si no tuviera más sensibilidad que la propia lima. De nuevo volví a sentir miedo de él al ver cómo trabajaba con aquella apresurada furia, y también temí estar fuera de mi casa por más tiempo. Le dije que tenía que marcharme, pero él pareció no oírme, de manera que creí preferible alejarme silenciosamente. La última vez que lo vi tenía la cabeza inclinada sobre la rodilla y se ocupaba con el mayor ahínco en romper su hierro, murmurando impacientes imprecaciones dirigidas a éste y a la pierna. Más adelante me detuve a escuchar entre la niebla, y todavía pude oír el roce de la lima que seguía trabajando.

      Capítulo IV

      Estaba plenamente convencido de que al llegar a mi casa encontraría en la cocina a un agente de policía esperándome para prenderme. Pero no solamente no había allí ningún agente, sino que tampoco se había descubierto mi robo. La señora Joe estaba muy ocupada en disponer la casa para la festividad del día, y Joe había sido puesto en el escalón de entrada de la cocina, lejos del recogedor del polvo, instrumento al cual le llevaba siempre su destino, más pronto o más tarde, cuando mi hermana limpiaba vigorosamente los suelos de la casa.

      —¿Y dónde demonios has estado? —exclamó la señora Joe al verme y a modo de salutación de Navidad, cuando mi conciencia y yo aparecimos en la puerta.

      Contesté que había ido a oír los cánticos de Navidad.

      —Muy bien —observó la señora Joe—. Peor podrías haber hecho. Yo pensé que no había duda alguna acerca de ello.

      —Tal vez si no fuera esposa de un herrero y, lo que es lo mismo, una esclava que nunca se puede quitar el delantal, habría ido también a oír los cánticos —dijo la señora Joe—. Me gustan mucho, pero ésta es, precisamente, la mejor razón para que nunca pueda ir a oírlos.

      Joe, quien se había aventurado a entrar a la cocina tras de mí, cuando el recogedor del polvo se retiró ante nosotros, se pasó el dorso de la mano por la nariz con aire de conciliación, en tanto que la señora Joe lo miraba, y en cuanto los ojos de ésta se dirigieron a otro lado, él cruzó secretamente los dos índices y me los enseñó como indicación de que la señora Joe estaba de mal humor. Tal estado era tan normal en ella, que tanto Joe como yo nos pasábamos semanas enteras haciéndonos cruces, señal convenida para dicho objeto, como si fuéramos verdaderos cruzados.

      Tuvimos una comida magnífica, consistente en pierna de cerdo en adobo, adornada con verdura, y un par de gallos asados y rellenos. El día anterior, por la mañana, mi hermana hizo un hermoso pastel de carne picada, razón por la cual no había echado de menos el resto que yo me llevé, y el pudín estaba ya dispuesto en el molde. Tales preparativos fueron la causa de que, sin ceremonia alguna, nos acortaran nuestra ración en el desayuno, porque mi hermana dijo que no estaba dispuesta a atiborrarnos ni a ensuciar platos, con el trabajo que tenía por delante.

      Por eso nos sirvió nuestras rebanadas de pan como si fuéramos dos mil hombres de tropa en una marcha forzada, en vez de un hombre y un chiquillo en casa; y tomamos algunos tragos de leche y de agua, aunque con muy mala cara, de un jarrito que había en el aparador. Mientras tanto, la señora Joe puso cortinas limpias y blancas, clavó un volante de flores en la chimenea para reemplazar el viejo y quitó las fundas de todos los objetos de la sala, que jamás estaban descubiertos, a excepción de aquel día, pues se pasaban el año ocultos en sus forros, los cuales no se limitaban a las sillas, sino que se extendían a los demás objetos, que solían estar cubiertos de papel de plata, incluso los cuatro perritos de lanas blancos que había sobre la chimenea, todos con la nariz negra y una cesta de flores en la boca, formando parejas. La señora Joe era un ama de casa muy limpia, pero tenía el arte exquisito de hacer su limpieza más desagradable y más incómoda que la propia suciedad. La limpieza es lo que está más cerca de la divinidad, y mucha gente hace lo mismo respecto de su religión.

      Como mi hermana tenía mucho trabajo, se hacía representar para ir a la iglesia, es decir, que en su lugar íbamos Joe y yo. En su traje de trabajo, Joe tenía completo aspecto de herrero, pero con el de día de fiestas parecía más bien un espantajo en traje de ceremonias. Nada de lo que entonces llevaba le caía bien o parecía pertenecerle, y todo le rozaba y le molestaba en gran manera. En aquel día de fiesta salió de su habitación cuando ya repicaban alegremente las campanas, pero su aspecto era el de un desgraciado penitente en traje dominguero. En cuanto a mí, creo que mi hermana tenía la idea general de que era un joven criminal, a quien un policía comadrón recogió el día de mi nacimiento para entregarme a ella, a fin de que me castigaran de acuerdo con la ultrajada majestad de la ley. Siempre me trataron como si yo hubiera porfiado para nacer a pesar de los dictados de la razón, de la religión y de la moralidad y contra los argumentos que me hubieran presentado, para disuadirme, mis mejores amigos. E, incluso, cuando me llevaron al sastre para que me hiciera un traje nuevo, sin duda recibió orden de hacerlo de acuerdo con el modelo de algún reformatorio y, desde luego, de manera que no me permitiera el libre uso de mis miembros.

      Así, pues, cuando Joe y yo íbamos a la iglesia, éramos un espectáculo conmovedor para las personas compasivas. Y, sin embargo, todos mis sufrimientos exteriores no eran nada para los que sentía en mi interior. Los terrores que me asaltaron cada vez que la señora Joe se acercaba a la despensa o salía de la estancia no podían compararse más que con los remordimientos que sentía mi conciencia por lo que habían hecho mis manos. Con el peso de mi pecaminoso secreto, me pregunté si la Iglesia sería lo bastante poderosa para protegerme de la venganza de aquel joven terrible si divulgase lo que sabía. Ya me imaginaba el momento en que se leyeran los edictos y el clérigo dijera: “Ahora te toca declarar a ti”. Entonces había llegado la ocasión de levantarme y solicitar una conferencia secreta en la sacristía. Estoy muy lejos de tener la seguridad de que nuestra pequeña congregación no hubiera sentido asombro al ver que apelaba a tan extrema medida, pero tal vez me valdría el hecho de que era el día de Navidad, no un domingo cualquiera.

      El señor Wopsle, sacristán de la iglesia, tenía que comer con nosotros, y el señor Hubble, el carretero, así como la señora Hubble y también el tío Pumblechook (que lo era de Joe, pero la señora Joe se lo apropiaba), que era un rico tratante en granos, de un pueblo cercano, y que guiaba su propio carruaje. Se había señalado la una y media de la tarde para la hora de la comida. Cuando Joe y yo llegamos a casa, encontramos la mesa puesta, a la señora Joe mudada y la comida preparada, así como la puerta principal abierta —algo que no ocurría en ningún otro día— a fin de que entraran los invitados; todo ello estaba preparado con la mayor esplendidez. Por otra parte, ni una palabra acerca del robo.

      Pasó el tiempo sin que trajera ningún consuelo para mis sentimientos, y llegaron los invitados. El señor


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