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El vértigo horizontal. Juan VilloroЧитать онлайн книгу.

El vértigo horizontal - Juan Villoro


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del Grito nos fundimos en un tejido articulado por el agua de horchata; las pepitas atenazadas entre el índice y el pulgar; los hules que pretenden cubrirnos a modo de impermeable y se convierten en una segunda piel; el agrio olor de la multitud matizado por vapores ricos en cilantro y epazote; las exclamaciones de “¡No empujen!”, seguidas de las de “¡Mé-xi-co, Mé-xi-co!” (que sirven para empujar); la olla providente de los tamales y el silbido náutico de los camotes; las demasiadas chelas; el urgente uso de suelo que permite orinar a la intemperie; la inconfundible presión de un palito de elote en las costillas; el zumbante rehilete tricolor; el merolico que anuncia “Llévese su máscara de Trump”; el esplendor de la piratería (en el ojo del huracán humano, alguien vende pilas para cámaras digitales o minicalcetines para proteger el iPod); el gran bazar de la quincalla y la bisutería; los muchos objetos –todos provisionales– que nos permiten reconocernos como parte de la tribu.

      Al igual que las concentraciones celebratorias en el Ángel de la Independencia, la grey del 15 toma las calles, pero en este caso no llega animada por una insólita victoria deportiva o un esforzado empate (variante mexicana del triunfo). En la noche del Grito, la patria puede atravesar su peor momento o competir con Irak en índice de secuestros y periodistas asesinados sin que eso detenga las serpentinas. No celebramos el logro ni el mérito inaudito, sino la norma, ser como somos, o como semos, que no es lo mesmo.

      Los requisitos del 15 de septiembre son sentimentales; la remota promulgación de un derecho hace que nos suba la bilirrubina. Nadie revisa con rigor histórico lo que pasó en 1810 ni lo que habría sucedido si Hidalgo hubiera tomado la capital cuando pudo hacerlo o si se hubiera asociado a España en forma confederada como hubiera querido. El motivo original –los insurgentes de gran patilla– se borra ante las necesidades del presente, consagradas al relajo.

      Para participar en el convite no se requiere de otra seña de identidad que pronunciar siquitibum. No es necesario conocer la letra del himno ni estar enterado de quién fue el Pípila. En ese momento se es mexicano con la afrentosa naturalidad con que se agita una matraca o se porta un sombrero de un metro de diámetro. El linaje no depende del ius soli o el ius sanguinis, sino del derecho a echar montón, a ser uno con los muchos otros.

      Una figura esencial del desmadre mexicano es el colado. En la fiesta del Grito abundan los que no son de aquí, pero se naturalizan con buches de tequila y alaridos de triple impacto. ¿Importaría que un despistado gritara “¡E-cua-dor!” en medio del coro vernáculo? La verdad, no nos daríamos por enterados o volveríamos a escuchar “Mé-xi-co”, las tres sílabas que equivalen al bombo de la batería, la base sonora de la noche, el tam tam que se oye con el estómago, el latido tribal que se sobrepone al reguetón, la quebradita tex-mex, el ponchis ponchis, los ritmos híbridos incapaces de acallar la sangre devota que cita a Ramón López Velarde.

      Al fragor de las cornetas de plástico, los talismanes nos congregan mejor que los héroes. Aldama, Mina y Allende son menos significativos que el penacho azteca, la melena afro tricolor y el jorongo de chiles serranos. Noche del disfraz y la artesanía, del exvoto y el souvenir, el 15 de septiembre sigue el decurso del carnaval sin sus implicaciones religiosas o esotéricas. La gente se conoce y desconoce, se pinta las mejillas de verde, blanco y colorado, accede a arrebatos pánicos y llega a la catarsis de los fuegos de artificio sin otra causa oficial que la pasión republicana. ¿No es raro estar frenético en nombre de la ley? El mismo país que ignora la Constitución y refuta la normatividad convierte un principio jurídico, un acto de soberanía, en ocasión de gran pachanga.

      A diferencia de las muchas ceremonias nacionales que combinan el cristianismo con la sensualidad pagana, el Grito no pide el apoyo de los mitos. No incluye otro ritual que repetir los apellidos de los héroes. Lo demás es la juerga propiciada por lo que juzgamos nuestro, los recursos naturales que van del ponche a “El mariachi loco”.

      La intensidad sensorial de la madrugada trae los gestos unitarios del faje rápido y la manita de puerco, el pisotón y el albur, la caricia entibiada por el jarrito de atole, la espalda de junto que sirve para limpiarnos el agua que cayó del cielo y tal vez fuera de riñón.

      ¿Qué identidad cristaliza ahí? Las plazas se llenan de mexicanos tatuados, mexicanos torcidos, mexicanos rubios (algunos de ellos oxigenados), mexicanos con piercing, mexicanos pirata, mexicanos jodidos, mexicanos gallones, mexicanos alienígenas, mexicanos exprés, mexicanos de siempre, mexicanos de exportación, mexicanos típicos, mexicanos raros, mexicanos de calendario, mexicanos hartos de ser mexicanos, mexicanos de dibujos animados, mexicanos como no hay dos, los muchos modos que tenemos de configurar La Raza, la muchedumbre que sólo admite una estadística: “¡Somos un chingo y seremos más!”

      La Independencia, S. A. de C. V.

      Los países de América Latina que hace poco más de doscientos años decidieron correr su propia suerte son un teatro de las paradojas. Con ánimo bolivariano, los equipos de futbol de la región se unieron en la liga Libertadores. Sin embargo, de acuerdo con los tiempos que corren, el empeño recibió patrocinio de un banco español y fue rebautizado como la liga Santander Libertadores. Tal vez en el futuro otros proyectos apelarán de manera simultánea a la independencia y la dependencia. ¿Veremos el Museo de la Patria Corte Inglés?

      Que el futbol latinoamericano dependa de un banco español podría ser un detalle baladí. Por desgracia, es la metáfora perfecta de países que celebran su independencia y donde algunas de las empresas más rentables se llaman Repsol, Gas Natural, Endesa, Telefónica, Iberia, Caja Madrid o Mapfre. Los principales grupos editoriales que operan en la región son españoles y el principal periódico del idioma es español. La Torre Bicentenario, que estuvo a punto de erigirse en la Ciudad de México con apoyo de la compañía española Inditex, dueña de Zara y Massimo Dutti, hubiera aportado otra ironía al festejo. ¿Virtud de ellos o culpa nuestra?

      Mientras España se convertía en un próspero país de clase media, México mostraba una cara muy distinta. De acuerdo con los datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social de 2015 estamos en un país con 53.3 millones de pobres (45.4 por ciento de la población).

      Doscientos años después de la Colonia es más barato comprar en España un paquete turístico a la Riviera Maya que hacerlo en México, y una llamada telefónica de Madrid a la Ciudad de México cuesta lo mismo que el IVA de una llamada en sentido inverso. ¿Qué ha pasado?

      La ciudad se llena de guirnaldas tricolores, la gente coloca banderas en los balcones y el ánimo celebratorio no disminuye, pero sabemos que el país se encuentra hipotecado. Las calles del México independiente son escenarios donde prosperan uno, dos, tres Starbucks. ¿Llegaremos a la utopía que aparece en un episodio de Los Simpson donde toda una cuadra es ocupada por cafeterías Starbucks?

      El maíz, origen del hombre en las cosmogonías prehispánicas, es la planta nacional que ahora importamos de Estados Unidos, donde se utiliza para hacer etanol (quizá por eso Speedy Gonzales corre tanto) y donde viven los paisanos cuyas remesas mantienen a flote nuestra economía.

      ¿Qué tan independiente es un país donde el dinero circulante proviene en su mayoría del narcotráfico, el subsuelo, que tarde o temprano dejará de dar petróleo, y los migrantes? No sólo la autosuficiencia económica, sino también la soberanía parecen en entredicho.

      Las ciudades más “típicas” de México tienen un casco colonial español (Zacatecas, Oaxaca, Guanajuato o Morelia) y el nombre más común del país no es Ilhuicamina, sino Juan Hernández. Sin embargo, en las escuelas la Independencia se sigue enseñando como un extraño regreso a las raíces: éramos mexicanos puros, dejamos de serlo en la Conquista y volvimos a serlo cuando sonó la campana de Dolores.

      La visión patriotera del origen ha tenido una función ideológica para explicar nuestro fracaso: la NASA no está en México porque Pedro de Alvarado degolló a los astrónomos vernáculos. En el discurso oficial, la Conquista ha servido de pretexto para justificar un presente empantanado.

      Aceptar las mezclas de las que estamos hechos pertenece a la misma operación intelectual que criticar el colonialismo.


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