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El vértigo horizontal. Juan VilloroЧитать онлайн книгу.

El vértigo horizontal - Juan Villoro


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enfrentar lo ajeno. Este ejercicio puede llevar a una simplificación, a decantar en exceso e idealizar una condición que es compleja y aun contradictoria. No hay un mexicano unívoco, idéntico a los otros, como podrían serlo los granos del maíz transgénico. En consecuencia, Paz matizó su enfoque en Posdata: “El mexicano no es una esencia sino una historia”. Abierto al tiempo, se somete a nuevas realidades. En La jaula de la melancolía, Roger Bartra remató el tema de la identidad vista como algo inmodificable. Somos mixtos y no siempre lo somos del mismo modo.

      En su obra de teatro Dirección Gritadero, el dramaturgo francés Guy Foissy propone la creación de un espacio donde la gente se desahogue con alaridos. No estaría mal que tuviéramos un gritadero urbano donde verter inconformidades. Nadie nos escucharía, pero serviría de terapia. Por ahora, disponemos de una fecha incontrovertible para unirnos en el desfogue y transfigurar los deseos incumplidos en jolgorio y hedonismo. El 15 de septiembre no ha perdido brío ni lo perderá. Es un entusiasmo que no requiere de más evidencia para ocurrir que el calendario.

      Ese día, en las plazas de la ciudad, nos fundimos en un colectivo sin rostros individuales. Asimilados a la grey, todos somos como los héroes fantasmales que me cautivaban en la infancia: los Ausentes Necesarios.

      A la mañana siguiente, compramos mole en Walmart y pagamos con tarjeta BBVA.

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      LUGARES: LA ZOTEHUELA

      La Ciudad de México está secretamente determinada por un espacio un tanto al margen de las casas, una suerte de traspatio o azotea intermedia, un remanso entre un piso y otro: la definitiva zotehuela.

      Normalmente, ahí está el calentador de agua. En otros tiempos estuvo el bóiler, alimentado de aserrín. Suele incluir un fregadero, a veces un tanque de gas, algunos triques, acaso una mascota demasiado molesta para que viva en las habitaciones. No llega a ser la azotea principal, donde el agua murmura en los tinacos.

      En sus muchas periferias, Chilangópolis desemboca en unidades habitacionales y casitas de “interés social” coronadas por un depósito de agua. Es posible que el complejo de culpa de haber secado el lago nos haya llevado a aceptar la anodina arquitectura precaria en serie cuyo sello distintivo es el tinaco. Ni siquiera hemos sido capaces de mejorar ese depósito: no hay tinacos de autor. Ajenos al diseño, protagonizan una arquitectura que renunció a las aventuras de la forma.

      La zotehuela es demasiado chica para contener tinacos. Esto confirma su carácter recoleto. Su equivalente en las iglesias es el camarín de la Virgen o el confesionario. Un lugar aparte, propicio para las plegarias o las confidencias rápidas.

      Bastión de la soledad, también lo es de encuentros furtivos, especialmente entre mujeres que lavan la ropa mientras cantan, fuman un cigarro sin que las vea el marido, conversan con la comadre de “sus cosas”, hablan de las cuestiones urgentes, personales, tal vez terribles, que sólo se dicen en una zona franca, un poco separada de la casa, pero que aún le pertenece.

      La zotehuela ha sido enclave del desahogo en una sociedad machista. La palabra lavadero se ha convertido en sinónimo de chisme. La expresión alude al emblemático lugar donde las mujeres pueden estar entre ellas sin que eso resulte sospechoso, pues le están quitando manchas a las camisetas de los hombres. Acaso la zotehuela sea el único sitio donde la mujer de mandil y manos mojadas logra ser sincera hasta la rabia y dice todo de sí misma.

      Ningún genio de la psicología inventó ese espacio. La zotehuela es un descanso de la geometría, una pausa que no se pudo llenar de otra manera. Fueron las mujeres quienes la dotaron de sentido en una sociedad que las imaginaba subalternas. ¿Cómo atreverse a decir lo propio en la mesa donde la cabecera está destinada al “dueño de la casa”?

      El cine mexicano ha explotado bien ese espacio al aire libre. Cuando la madre necesita hablar con su primogénita sin que la oigan los varones, el guionista la coloca en la zotehuela: “Tengo que decirte algo, mija” (la expresión mija, pronunciada más veces en la pantalla que en la realidad, garantiza melodrama).

      Por pertenecer en esencia al orbe femenino, la zotehuela se presta para la inesperada irrupción del pretendiente o el marido celoso. Si el hombre aparece ahí es porque, por primera vez en mucho tiempo, tiene algo que decir.

      La zotehuela es fea: un espacio ajeno a la decoración donde nadie pone un espejo. Ahí se abandonan cosas que no pudieron ser guardadas en otro sitio y no importa que se oxiden. No tienen buena vista porque dan a otras zotehuelas, a una barda o la parte trasera de un inmueble.

      Y, sin embargo, en ese sitio cantan las mujeres. Durante tres años viví bajo los lavaderos de una vecindad. A veces, abría la ventana y escuchaba misterios como éstos:

      “Me agarró una tristeza bien sabrosa: no sabes lo bonito que lloré anoche”.

      “No me importa que Julián me quiera: me importa que me diga cómo me quiere. Pero no puede, nomás no puede”.

      “Soy bien presumida, mana: si no estoy entendiendo ya no trato de entender”.

      “Me picó una avispa y se me hinchó el brazo así de grande. El otro también se me hinchó, yo creo que por pura simpatía”.

      “Cuando lavo la ropa, como que lavo mi orgullo”.

      Anoté estas frases en un cuaderno que se me perdió y recuperé años más tarde. Los involuntarios aforismos de las zotehuelas transmiten la sabiduría de las mujeres con las manos enrojecidas de tanto lavar.

      Si la ciudad resiste es por los rumores que ahí circulan, los desahogos, los murmullos, las conjeturas que alivian la tensión; historias destinadas a desaparecer como el agua en la coladera, cosas que se dicen para limpiar el alma como se limpia una camisa.

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      VIVIR EN LA CIUDAD: EL OLVIDO

      A los diez o doce años expandí mi conocimiento de las calles. La invitación al viaje llegó en la forma de un camión repartidor de leche.

      La colonia Del Valle amanecía con botellas blancas al pie de las puertas. El repartidor las dejaba ahí, según los pedidos de cada familia. Las entregas se dividían en grupos, como camadas de cachorros. Las de tapa metálica morada contenían leche entera; las de tapa roja, leche desnatada.

      En aquel tiempo con pocas disyuntivas comerciales no existían las variedades sin lactosa, ni las slim o low-fat. Las botellas eran de vidrio y debían regresarse. Entraban a la casa en calidad de préstamo, lo cual reforzaba los pactos de confianza en esa época en que los ladrones aparecían poco, o al menos no se interesaban en la leche.

      Los repartidores pasaban dos veces por la misma casa. Dejaban las botellas llenas antes del desayuno, sin llamar a la puerta; luego iniciaban una ronda demorada para recoger cascos vacíos.

      No sé si este sistema fuera práctico, pero a él se debía la auténtica reputación de los lecheros. Era fácil ponerse de parte de ellos en una comunidad lactante que entonces tenía menos alergias que ahora. Llevar de puerta en puerta una canastilla con botellas tintineantes resultaba popular; sin embargo, el prestigio decisivo de aquella profesión era erótico.

      Cuando un niño no se parecía a su padre, la gente decía en tono de tranquila naturalidad: “Es hijo del lechero”. Nadie tenía más posibilidades de entrar en una casa a deshoras.

      La segunda ronda de los lecheros fomentaba su leyenda lúbrica. La familia ya había desayunado; el padre estaba en su trabajo y los niños en la escuela. Era el momento de recoger botellas vacías y hacer cuentas con la señora de la casa.

      De acuerdo con el mito, los lecheros tenían un código de honor que les impedía rechazar


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