Tiempo pasado. Lee ChildЧитать онлайн книгу.
implicaba que iba a tener tres años en el otoño, lo que implicaba que iba a tener dieciséis años al final de una tarde en septiembre de 1943. No quince. La anciana observadora de aves tenía razón.
—Hm —dijo Reacher.
Siguió leyendo. Su dirección estaba apuntada como un número y una calle en un lugar llamado Ryantown. Su casa era alquilada, por un total de cuarenta y tres dólares al mes. No tenían radio. No trabajaban en una granja. James tenía veintidós y Elizabeth veinte cuando se casaron. Ambos podían leer y escribir. Ninguno de los dos tenía ninguna afiliación tribal india.
Reacher hizo doble clic en la diminuta luz roja del semáforo en lo alto del documento, y la pantalla volvió al fondo azul con los dos sellos. Hizo doble clic en la segunda, y se abrió el censo de diez años después. Se deslizó hacia abajo por el documento, abriéndose paso a través de la mayor parte del alfabeto, una vez más rodando hasta quedar detenido entre los apellidos con Q. Los Quaid seguían ahí, y los Quail, y las dos familias Queen, pero los Quattlebaum se habían ido.
Los Reacher seguían ahí. James, Elizabeth y Stan, en ese abril treinta y seis, treinta y cuatro y doce años respectivamente. Aparentemente no había habido más hijos. Ningún hermano para Stan. James había cambiado su empleo a obrero en una cuadrilla de nivelación de una carretera del condado, y Elizabeth estaba directamente sin trabajo. Su dirección era la misma, pero el alquiler había bajado a treinta y seis dólares. Siete años de Depresión se habían cobrado su cuota, tanto para los trabajadores como para los propietarios. James y Elizabeth seguían en la categoría de alfabetizados, y Stan asistía al colegio todos los días. La casa había adquirido una radio.
Reacher anotó la dirección con el lápiz con punta en la hoja de arriba del anotador marcado, que después arrancó, y dobló, y guardó en el bolsillo de atrás del pantalón.
Mark aparcó el quad en el granero, y caminó hasta la casa. El teléfono sonó apenas cruzó la puerta. Lo cogió y dijo su nombre, y una voz le dijo: “Pasó por aquí un tipo, de apellido Reacher, consultando su historia familiar. Un tipo grandote, bastante rudo. No va a aceptar un no como respuesta. Por ahora miró cuatro censos distintos. Creo que está buscando una dirección vieja. Quizás es un pariente. Pensé que lo deberías saber”.
Mark colgó sin responder.
Once
Reacher volvió caminando a las oficinas de la municipalidad y llegó allí media hora antes de que cerraran. Subió al departamento de registros y tocó el timbre. Un minuto después entró Elizabeth Castle.
—Los encontré —dijo Reacher—. Vivían fuera de la ciudad, razón por la cual no aparecieron la primera vez.
—Ninguna orden de captura federal, pues.
—Resultó ser que fueron relativamente respetuosos de las leyes.
—¿Dónde vivían?
—En un lugar llamado Ryantown.
—No estoy segura de dónde queda eso.
—Qué pena, porque vine aquí especialmente para preguntarle.
—No estoy segura ni siquiera de haberlo escuchado nombrar.
—No puede estar lejos, porque su club de observadores de aves estaba aquí en la ciudad.
Ella sacó su teléfono, y le hizo algunas cosas, separando los dedos. Le enseñó. Era un mapa, expandido. Hizo un poco más lo de separar los dedos, y se volvieron visibles lugares más pequeños. Después movió la imagen ampliada, recorriendo los alrededores de Laconia, examinando el interior inmediato.
Ningún Ryantown.
—Intente más lejos —dijo él.
—¿Cuán lejos viajaría un niño para ir a un club de observadores de aves?
—Quizás tenía una bicicleta. Quizás Ryantown era aburrido. Los policías me dijeron que había toda clase de pequeños asentamientos, cada uno con algunas docenas de familias y no mucho más. Quizás era un lugar así.
—Así y todo tendría aves, sin duda. Quizás más que aquí, si era tranquilo.
—Los policías dijeron que había toda clase de molinos y fábricas. Quizás había mucho humo en el ambiente.
—Vale, espere —dijo ella.
Empezó de nuevo con el teléfono. Esta vez tecleando y tocando, no estirando los dedos. Quizás un motor de búsqueda, o un sitio de historia local.
—Sí —dijo ella—. Era un molino para procesar estaño y una fábrica de hojalata. Le pertenecía a un hombre llamado Marcus Ryan. Construyó alojamientos para los trabajadores y bautizó al lugar Ryantown. El molino finalmente cerró en los años 1950 y el pueblucho murió siendo un pueblucho. Todos se fueron y el nombre desapareció del mapa.
—¿Dónde estaba?
—Supuestamente al norte y al oeste de aquí —dijo ella. Trajo de vuelta el mapa al teléfono, y separó y pellizcó y movió los dedos.
—Más o menos aquí, posiblemente —dijo ella.
No había ningún nombre en el mapa. Solo un área gris y vacía, y una carretera.
—Aleje la imagen —dijo él.
Ella lo hizo, y el área gris se redujo a un puntito, al norte y al oeste de Laconia, quizás a unos trece kilómetros. Entre las diez y las once en la esfera de un reloj. Era uno de muchos puntitos similares. Como planetas ocupados alrededor de un sol, manteniéndose cerca por la gravedad o el magnetismo o alguna otra clase de atracción fuerte. Como había predicho la detective Brenda Amos, a efectos prácticos Ryantown había formado parte de Laconia, sin importar lo que dijera el servicio postal. La carretera que pasaba por ahí seguía hacia ningún lugar en particular. Simplemente serpenteaba al norte y al oeste, quince kilómetros o más, y después otros quince atravesando un bosque, y después seguía. Una carretera secundaria, como esa por la que habían ido con el tipo en el Subaru. Se lo podía imaginar.
—Supongo que no habrá autobús —dijo.
—Podría alquilar un coche —dijo ella—. Hay lugares aquí en la ciudad.
—No tengo carnet de conducir.
—No creo que un taxi quiera ir hasta allá.
Trece kilómetros, pensó.
—Voy a caminar —dijo él—. Pero no ahora. Sería de noche apenas llegue allí. Mañana, quizás. ¿Quiere cenar esta noche?
—¿Qué?
—Cenar —dijo él—. La tercera comida del día, la que generalmente se come al final de la tarde o primeras horas de la noche. Puede ser funcional, o social, o a veces las dos cosas.
—No puedo —dijo ella—. Esta noche salgo a cenar con Carter Carrington.
Shorty cargó la caja de cartón hasta la habitación y la apoyó en la cómoda frente a la pantalla de TV. Después se sentó con Patty, uno al lado del otro en las tumbonas, con el último sol de la tarde. Ella no hablaba. Estaba pensando. Lo hacía a menudo. Él conocía las señales. Supuso que estaba procesando la información que había recibido, examinándola, mirándola de un lado y del otro, hasta que estuviera satisfecha. Lo que sucedería pronto, pensó él. Sin duda. Él en realidad ya no veía mucho un problema. El tema del bastoncillo tuvo una explicación simple. Y había vuelto el teléfono. El mecánico iba a venir a primera hora de la mañana. Daño total, menos de doscientos dólares. Una lata seguro, pero no un desastre.
—No vayamos a la casa a cenar —dijo Patty—. Creo que estaba dando a entender que no quería que fuéramos.
—Dijo que estábamos invitados.
—Estaba siendo amable.
—Creo que lo decía en serio. Pero también lo estaba