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Tiempo pasado. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Tiempo pasado - Lee Child


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lo mejor que pueden por nosotros. Supongo que podrían ser las dos cosas a la vez.

      —Sea como sea, comamos nosotros dos solos.

      —Por mí está bien. Estoy cansado de responder a sus preguntas. Es como un interrogatorio.

      —Ya te dije —dijo Patty—. Están siendo amables. Demostrar interés está considerado algo amable.

      Se pusieron de pie y entraron a la habitación. Dejaron la puerta bien abierta. Pasaron la caja de cartón a la cama. Patty cortó la cinta con la uña del pulgar. Shorty levantó las solapas. Adentro había una variedad de cosas, envueltas ajustada y meticulosamente. Había barritas de cereales y barritas energéticas y barritas de proteínas, y botellas de agua, y paquetes de albaricoques secos, y cajas rojas y diminutas de uvas. Todo estaba acomodado siguiendo un patrón específico que se repetía doce veces. Como doce comidas idénticas, todo prolijamente dispuesto. Cada una tenía una botella de agua, y después una porción igual de un doceavo del resto de las cosas.

      En la caja también había dos linternas, puestas en forma vertical, encajadas entre la comida.

      —Raro —dijo Patty.

      —Creo que este lugar es para senderistas —dijo Shorty—. Como en la foto que tomaron con la modelo. ¿Por qué otra razón la iban a vestir así? Apuesto a que reparten esto como cajas de almuerzo. O lo venden. Es el tipo de cosa que le gusta llevar a un senderista.

      —¿Sí?

      —Es compacto y muy energético. Fácil de guardar en un bolsillo. Más agua.

      —¿Para qué son las linternas?

      —Supongo que por si es tarde y todavía estás fuera y tienes que comer en la oscuridad.

      —Un farol sería mejor.

      —Quizás los senderistas prefieren las linternas. Estoy seguro de que reciben comentarios de los clientes. Creo que esto es parte de las provisiones que tienen guardadas.

      —Dijo ingredientes.

      —Probablemente es una dieta equilibrada. Probablemente muy saludable. Apuesto a que los senderistas se preocupan por esas cosas.

      —Dijo que juntaron unos ingredientes. Esto no lo juntaron. Viene empaquetado. Como tú dijiste, de un estante de su depósito.

      —Todavía podríamos ir a cenar a la casa.

      —Te dije, no quiero. No nos quieren ahí.

      —Entonces tenemos que comer esto.

      —¿Por qué hace declaraciones tan exageradas? Podría haber dicho que traía las mismas raciones de hierro que les vende a los senderistas para el almuerzo. A mí eso me habría gustado. No es que lo estemos pagando.

      —Exacto —dijo Shorty—. Son raros. Pero de alguna manera también atentos. O al revés.

      Reacher cenó solo en Laconia, en un pequeño restaurante grasiento sin manteles. No se quiso arriesgar a ir a uno más exclusivo, por si Carter Carrington y Elizabeth Castle elegían el mismo lugar. Se iban a sentir obligados al menos a acercarse y decir hola. No quería inmiscuirse en su velada. Después pasó una hora caminando por calles al azar, buscando un almacén con una ventana de apartamento arriba, que diera al este a lo largo de una calle. Encontró una posibilidad plausible. Estaba todo recto alejándose del centro de la ciudad. El apartamento era ahora el estudio de un abogado. La tienda ahora vendía pantalones y jerséis. Se quedó de pie dándole la espalda al escaparate. Miró a lo largo de la calle. Vio al este un buen trozo de cielo nocturno, y debajo la combadura del asfalto, de alcantarilla a alcantarilla, flanqueado por dos cordones y dos aceras, iluminado aquí y allá por postes de luz muy espaciados.

      Caminó en la misma dirección que había caminado el de veinte años. Se frenó a treinta metros. Más cerca de eso, sintió que la anciana no habría usado los prismáticos. Habría confiado en su propia vista. Se dio vuelta y miró hacia la ventana. Ahora él era los muchachos más pequeños. Se imaginó al grandullón frente a ellos, exigiendo, y después amenazando. Técnicamente no gran cosa. Para Reacher mismo, en todo caso. A los dieciséis había sido más grande que la mayoría de los de veinte años. Había sido más grande a los trece. La biología había sido buena con él. Era rápido, y despiadado. Se sabía todos los trucos. Había inventado algunos. Había crecido en el Cuerpo de Marines, no en Ryantown, New Hampshire. Y Stan en comparación había sido alguien de tamaño normal. Compacto, incluso, en algunos aspectos. Quizás uno ochenta y cinco con zapatos, quizás noventa kilos después de una cena de cuatro platos.

      Reacher miró hacia abajo los ladrillos en la acera, e imaginó ahí las pisadas de su padre, dando unos pasos hacia atrás, y después girando y corriendo.

      Patty y Shorty comieron afuera, bajo la ventana, en las tumbonas. Cogieron la comida número uno y la comida número dos, lo que dejaba diez en la caja, y bebieron como correspondía las botellas de agua. Después se puso frío y se fueron adentro. Pero Patty dijo:

      —Deja la puerta abierta.

      —¿Por qué? —dijo Shorty.

      —Necesito aire. Anoche me sentí como si me estuviera ahogando.

      —Abre la ventana.

      —No se abre.

      —La puerta se podría llegar a cerrar.

      —Cálzala con tu zapato.

      —Alguien podría llegar a entrar.

      —¿Como quién? —dijo Patty.

      —Alguien que pase caminando.

      —¿Por aquí?

      —O uno de ellos.

      —Me despertaría. Después te despertaría a ti.

      —¿Prometido?

      —Cuenta con eso.

      Shorty se sacó los zapatos, y ajustó uno entre la cara externa de la puerta y la jamba, y dobló el otro en una forma plegable, y lo puso contra la cara interna, para hacerles frente a suaves brisas nocturnas. Ingeniería de productor de patatas, lo sabía, pero tenía aspecto de que iba a funcionar.

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