Las rumbas de Joan de Sagarra. Enrique Vila-MatasЧитать онлайн книгу.
precisamente la raíz de los escritos de Sagarra, y que sus mejores escritos son aquellos donde esa emoción “gemebunda o riente” (mejor aún, desesperada o sarcástica) se expresa con más fuerza y sin tapujos. Y que los otros artículos son solo derivaciones, variaciones, hijos, a veces, solo del oficio, o simples expedientes para salir del paso, y cobrar unas pesetas. Son aquellos artículos en que opone su verdadero amor a Catalunya, a la Catalunya de “charanga y pandereta”: “barretina y flabiol” y todo lo que cuelga, propia de los amantes que, de novios, respetan la pureza y regalan una rosa, y que, de esposos, se hacen monótonos y egoístas, cretinos de la cama y estúpidos de calle. O aquellos otros en que se carcajea de la trivial cultura de hoy en día, o de la aparente seriedad de los rebeldes que hablan de un lombardiano mundo mejor sin saber qué cosa es lo mejor (ni vivir saben), o de los ciento y un fenómenos de orden social, moral y político que admiten (son muy pocos, y raramente) la crítica y la juerga.
Pero seguramente la mejor manera de definir el fondo y forma, la dicotomía de objetividad y subjetividad, la perspectiva y objetivo de sus artículos, sería recordando aquel lema que hace dos años, en una discusión agitada, él mismo pronunció. “Yo respondo –gritaba– al caos con el caos”. Y, en efecto, él no es un escritor que racionalice el contorno para entenderlo y poder actuar; él es un hombre permeable a las incitaciones de la realidad, físicas o mentales, que realiza en sí mismo la multiplicidad que le rodea, y así, Sagarra está atento a todo lo que ocurre, como un Manolo Vázquez Moltalbán, y, en consonancia con los disfraces caóticos del mundo neocapitalista y fachandoso, se disfraza de cualquier cosa, no importa cuál y sin prejuicios, como un Terenci, un Trías o un Gimferrer. A Sagarra le van que ni pintadas ex profeso aquellas exactísimas palabras de Thomas Mann en su Muerte en Venecia: “Para que cualquier creación espiritual ejerza rápidamente una influencia amplia y profunda, es preciso que exista un secreto parentesco, y hasta una identidad, entre el destino personal y el destino general de su generación”. Ese secreto parentesco es anterior al estudio y al conocimiento; es una cuestión de sensibilidad o de sentimentalidad; algo en lo que se vive: no se aprende, irrenunciable y espontáneo.
Poco importa, en ese caso, que Sagarra no quiera casarse con nadie ni hacer grupo con nadie. Su independencia displicente no le separa ni le aleja de los otros. Eso es tan solo cosa de su carácter que muy gráficamente definía Ángel Casas cuando me dijo que Sagarra “ataca con un puño y con el otro se defiende”. Lo cierto es que él, a pesar de ser un individuo, con su pelo rojizo, su piel blanca y coloreada por el tequila y el whisky, su cicatriz en la cara, su intemperancia bohemia, su terquedad y vanagloria, su abulia y su memoria prodigiosa, su inteligencia penetrante y sus conocimientos especializados, su rabia y su ternura, su desprecio por todo y su interés por todo, a pesar de eso y de cien cosas más, desagradables o atractivas, Sagarra es uno de los hombres más representativos de este momento que pudo ser magnífico y brillante y se ha quedado en la caricatura.
Pero, más allá y por debajo de su modernidad, repito una vez más que hay en él una vuelta al dolor sin historia y sin remedio, al malestar radicalmente experimentado y asumido, que encuentra en todo excusas para exaltarse y expresarse. Aunque muy raramente en tono de tragedia. Es demasiado inteligente y orgulloso para eso: él sabe que el dolor y el sufrimiento personal, si no van acompañados de la risa, hacen reír; y él no quiere que nadie se le ría, y se ríe primero. Y es entonces cuando la risa del lector se desvía y resuena en él todo. Es una risa triturada, revuelta, condimentada con el malestar: cultura.
Josep Maria Carandell
1. Baldufa, en catalán, peonza. Sagarra defiende aquí lo que se mueve y baila, contra lo estático que cita a continuación, como la guardiola
2. Hucha.
En recuerdo de lady Brett –yo la quise, muchachos, y la quiero...– y de los trescientos veintitrés martinis que nos bebimos en el bar del Ritz, plaza Vendôme. En el primer aniversario de su estúpida muerte.
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