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Las rumbas de Joan de Sagarra - Enrique  Vila-Matas


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      Las rumbas de Joan de Sagarra

      Las rumbas de Joan de Sagarra

      Edición del 50.º aniversario

      Con nueva introducción del autor y homenajes

      de José Martí Gómez, Enrique Vila-Matas,

      Miquel Molina y Begoña Gómez Urzaiz

      Introducción

      La publicación de Las rumbas fue una pura casualidad. Acababa de aparecer un libro, Infame turba, en el que un mejicano, Federico Campbell, entrevistaba en Barcelona a una veintena de escritores, y yo le propuse a Salvador Pániker, propietario de Editorial Kairós, hacer otro tanto con un grupo de amigos, más o menos relacionados con aquella gauche divine que yo bauticé en su día. A Pániker no le desagradó la idea: me dio 25.000 pesetas de anticipo y me puse a trabajar. Hasta que una noche, al salir de casa de Albert Boadella, en la calle Girona, el coche que conducía el fotógrafo Joan Vila se dio de narices con un taxi. Total, que me llevaron a urgencias del Clínic donde me dieron una treintena de puntos en el rostro. Estuve de baja un par de semanas y, a decir verdad, perdí mi interés por el libro de las entrevistas. Y así fue como, para devolverle a Pániker aquel dinero que me había adelantado, nacieron Las rumbas de Joan de Sagarra.

      El librito apareció el mes de junio de 1971, y a Pániker no se le ocurrió otra cosa que ir a presentarlo a Madrid –cuando en una de las rumbas su autor se mea, literalmente, en un ejemplar del ABC que califica a la lengua de los catalanes de dialecto–, con bombo y platillo, es decir, con Luis Carandell (Celtiberia show) y Jaume Perich (Autopista) de presentadores.

      En el mes de octubre recibí una carta de la Editorial Kairós en la que se me comunicaba que de los tres mil ejemplares que se habían editado se habían vendido, en un solo mes, mil de ellos, con lo que mi deuda con el editor quedaba saldada. En cuanto al resto, se me hacía saber que, amén de la “fallida de Enlace”, la distribuidora, a los ejemplares se les caían las páginas. Es decir, que los habían editado con los pies y habían decidido no ponerlos a la venta.

      ¿Por qué reeditarlo? Lo del cincuentenario de su publicación, a decir verdad, no deja de ser una bonita excusa. Si he decidido hacerlo es porque más de un joven –y no tan joven– periodista ha oído hablar de él con simpatía y me ha manifestado su curiosidad por poderlo leer. También ha influido en ello el interés demostrado por mi amigo y colega Sergio Vila-Sanjuán y Libros de Vanguardia. Así como el hecho de poder dedicarle un ejemplar a mi nieta Mercedes (yo solo conservo un ejemplar, el que pertenecía a mi madre que, previsora, se lo hizo encuadernar). Pero la verdadera razón de su resurrección, de su publicación, es otra. Tras cerca de sesenta años de escribir miles de artículos, he decidido que ya va siendo hora de retirarme, y no se me ha ocurrido mejor manera de despedirme de mis queridos lectores que reeditar aquellas rumbas en las que, con el paso de los años, cada vez me reconozco más.

      Y, por último, permítanme una pequeña aclaración sobre la dedicatoria de Las rumbas. En 1971, el librito fue dedicado a lady Brett: “En recuerdo de lady Brett –yo la quise, muchachos, y la quiero…– y de los trescientos veintitrés martinis que nos bebimos en el bar del Ritz, plaza Vendôme”. Esa lady Brett no es otra que el personaje de la novela de Hemingway The sun also rises que interpretaba Ava Gardner en la versión cinematográfica de dicha novela (1957), dirigida por Henry King. Lo que no se abstuvo, faltaría más, de informarnos el cinéfilo de Terenci Moix en una extensa y cariñosa crónica que dedicó a Las rumbas en el semanario Destino. El amigo Terenci ya me veía cepillándome dry martinis en el Ritz con lady Brett o Ava Gardner, tanto monta, omitiendo, ay, la última frase de la dedicatoria: “En el primer aniversario de su estúpida muerte”.

      La lady Brett de la dedicatoria era una moza a la que mi compinche Javier Coma –otro cinéfilo, fiel lector de Hemingway– y un servidor habíamos conocido una tarde en el Jamboree de la plaza Reial. Fue Javier quien la bautizó como lady Brett. ¿Porque le recordaba a Ava Gardner? Vete a saber. Aquella lady Brett resultó ser una estudiante de primero de aparejadores que, mira por donde, era vecina mía: vivía a comienzos del paseo de la Bonanova, a un centenar de metros de la casa de mis padres. Cuando yo publiqué mis rumbas, lady Brett hacía un año que había muerto, de la manera más estúpida, en un accidente de automóvil en Eivissa. Como dije en la dedicatoria, yo la quise y la sigo queriendo. La quise mucho y no miento al decir que compartimos aquellos trescientos veintitrés martinis, dry martinis, uno más o menos, en el bar del Ritz, en París. Y muchas cosas más. Cuando publiqué mis rumbas, por razones que no vienen al caso, me fue imposible escribir en aquella dedicatoria su nombre y apellidos. Hoy, cincuenta años después, sí puedo hacerlo. La lady Brett de Las rumbas era Dolores Majem Jordi, más conocida por Tata Majem. En cierto modo, ella está, sigue estando en mis rumbas, como la tortuga del Ateneu o la lady Brett de aquella película que, hace un montón de años, volvimos a ver, juntos, en la cinemateca de la Rue d’Ulm, en París.

      Joan de Sagarra

      Barcelona, enero de 2021

      Las rumbas de Joan de Sagarra

      Prólogo de Josep Maria Carandell

      Joan de Sagarra,

      Copito de Lautréamont

      “Pero llegará un día, tú lo sabes, Gabo, en que el albino romperá los barrotes de su jaula y se perderá por la ciudad en busca de lo que es suyo. Y se merendará a los tranquilos, tranquilísimos, caponatenses que jamás se asustaron ante la mirada equívoca del albino, del poeta. Nuestro Lautréamont enjaulado”.

      Hay en él, en Sagarra, una vuelta al dolor animal, al dolor sin historia y sin remedio, al malestar radicalmente experimentado y asumido, como prueba y ejemplo contundentes de un tiempo, o de un país, o de una vida, o de la humanidad, o del mundo; algo horrible que debe ser vivido y apurado si no se quiere entrar en el sistema higiénico que fabrica felicidades falsas y en cadena.

      Joan de Sagarra se siente tan asqueado de sí mismo, de todos y de todo, que no sabe qué hacer para librarse del dolor que le aqueja. Abraza a veces este sufrimiento en una lucha cuerpo a cuerpo de amor y odio, en la que se consume totalmente; en una lucha en solitario, amarga, con golpes, brincos, gritos, escapadas y vueltas, que recuerda, solo recuerda, los exhaustivos juegos del cachorro. Es el Sagarra más profundo, afín a Lautréamont, a Copito, a Malcom Lowry, a Baudelaire, a Artaud, a todos los malditos.

      Otras veces, en cambio, mima su inquietud en largas horas suaves, con poemas muy íntimos y una música vieja y sentimental de fondo. Pasan entonces a su lado los ríos del recuerdo, sosegados y grandes, le inundan los mil poros de su piel irritable, le embarcan hacia atrás, a acogedores paraísos, y entonces, anegado, mira con ojos lleno de cariño.

      Pero un rato más tarde salta de nuevo, incapaz de amansarse, y desasosegado ataca con las uñas de Swift, de Larra o de El Be Negre, ahora a los otros, lúcido o ciego, acertado o injusto, poco importa, con argumentos que apenas dulcifican sus ganas de pelea. Entonces él quisiera no tener ni un amigo, ni un compromiso, ni una responsabilidad, para no verse obligado a detenerse ante nada y ante nadie, porque sabe o intuye que en esas ocasiones los miramientos no son más que una falsificación. Y porque se conoce y conoce esos momentos en que rompe barrotes y salta de la jaula para un banquete de destrucción total, mantiene a raya a todo el mundo en las horas de paz de cada día. Les mantiene distantes, con un saludo frío, torcida la mirada, despreciativo, indiferente, áspero, con extraños signos que los demás no entienden o entienden mal, que son en realidad avisos y advertencias para que estén todos en guardia y preparados ante sus inesperados ataques, o ante los asaltos más bestiales y ciegos todavía de otras fuerzas más altas y menos advertidas.

      A veces quiere huir: del tiempo, del país, de sí mismo, de los otros. Sale a la calle, da un grito, toma un taxi. En el trayecto habla excitado sobre el inminente viaje. Se baja en la estación y solo entonces es ingenuo como un niño, con la guardia baja. Va a volver al París donde nació, al París de las maravillas de Alicia: lo cree con la misma intensidad con que cree en la rabia de los otros momentos. Cualquiera podría decirle entonces que se engaña, que no es posible marcharse, regresar. Es muy fácil decirlo, que se engaña. Y él hace lo único que puede hacer: no escucha; sabe que es un momento


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