Grace y el duque. Sarah MacLeanЧитать онлайн книгу.
sé que sí. —Grace bajó la mano hacia el pañuelo de su cintura, sus dedos enredados en la tela. Sonó un golpe en la puerta que interrumpió su promesa—. La venganza es mía. —Miró a Bestia—. Soy capaz de luchar contra vosotros dos para que así sea, y no os gustará el resultado.
Silencio de nuevo, mientras los dos hombres más temidos de Londres asimilaban sus palabras. Diablo fue el primero en mostrarse de acuerdo. Un golpecito de su bastón. Un rápido movimiento de cabeza.
—Como no… —Whit gruñó desde el fondo de su garganta.
—Que sí —le prometió.
El golpe de la puerta se repitió, más fuerte y más rápido.
—Adelante —gritó, y apenas acabó de decirlo la puerta se abrió para revelar a otra de sus lugartenientes, Veronique.
Mientras que Grace llevaba las finanzas y gestionaba el negocio más allá de las paredes del 72 de Shelton Street y Zeva se encargaba del funcionamiento interno y de las necesidades de la clientela, Veronique se ocupaba de la seguridad. En esos momentos, la mujer negra estaba de centinela en la puerta, con el abrigo abierto que mostraba su camisa de lino, los pantalones ajustados y unas botas altas de cuero por encima de la rodilla iguales que las que llevaba Grace. Lo que no coincidía era la pistola atada a un muslo, a la altura perfecta para poder desenfundarla sin vacilar.
«Todavía está enfundada».
Aunque no era eso lo más importante.
—Dahlia… —Los ojos oscuros buscaron los de Grace con un propósito urgente.
—¿Dónde está? —Grace no vaciló.
La mirada de Veronique se dirigió a Diablo y a Whit, y luego volvió a ella.
«¿Qué había hecho Ewan?».
—Ha arrancado las bisagras de la puerta.
Bestia maldijo moviéndose por la habitación, y Diablo se puso tenso como un arco.
—¿Dónde está? —repitió Grace interponiéndose en el camino de su hermano e ignorando el torrente de emociones que acompañaban a la pregunta.
—¿Se ha ido? —Bestia miró a la otra mujer.
Algo parecido a una afrenta apareció en el rostro de Veronique.
—No. Lo hemos derribado. —Se encontró con los ojos de Grace—. Está consciente.
Experimentó otra emoción que no quiso analizar.
—Apuesto a que le ha encantado —dijo Diablo con una risotada.
Veronique dirigió una amplia sonrisa a los Bastardos Bareknuckle.
—Se ha llevado una buena tunda, eso se nos da muy bien —respondió ella con su acento caribeño.
—No tengo ninguna duda —dijo Diablo. Los guardias del 72 de Shelton Street eran los mejores luchadores del Garden, y todos lo sabían.
Sin embargo, no era momento de dejarse llevar por el orgullo.
—Pregunta por Grace. —El nombre sonaba extraño en los labios de Veronique; nunca se había pronunciado delante de ella y, sin embargo, la otra mujer sabía a quién se refería.
Y ahí estaba: el pasado venía a ajustar cuentas.
—Te ha visto. —Bestia la miró.
Pensó en negarlo. Después de todo, la habitación estaba a oscuras. Era imposible que él la hubiera visto de verdad. Y aun así…
—Un segundo.
«Lo he tocado».
«No debería haberlo hecho, pero no he podido evitarlo».
—Me sorprende que lo hayan derribado, entonces —respondió Bestia.
—¿Por qué?
—Porque acabas de darle un motivo por el que luchar.
No le pidió que se lo aclarara. Se sentía demasiado inquieta por lo que quería decir.
—¿Qué hacemos con él, Dahlia? —Veronique rompió el silencio.
No dudó, el nombre le recordó su objetivo. El de la vida que había construido en las dos décadas transcurridas desde que lo dejó. El del dominio sobre el que reinaba.
—Si está lo bastante fuerte como para arrancar la puerta del marco, está lo bastante fuerte como para luchar.
—Así es, ha plantado cara en la pelea con los muchachos.
Gracie asintió. Cruzó la habitación hacia su cámara privada y se desanudó el pañuelo de la cintura.
—Entonces, que me plante cara a mí también. Esta noche se acaba todo.
Las palabras de Diablo la siguieron:
—Casi siento pena por ese malnacido. No verá de dónde le llueven los golpes.
—Casi… —Fue la respuesta de Whit.
Capítulo 5
Estaba viva.
Incluso allí, de rodillas, con las manos atadas a la espalda, cegado por el saco con el que le habían cubierto la cabeza cuando lo habían sometido, con los músculos tensos por el forcejeo que le había hecho caer a escasos metros de la puerta donde la había visto, estaba consumiéndose por ese único pensamiento.
Estaba viva y había huido de él.
No lo habían dejado inconsciente en la refriega; lo habían tirado al suelo y luego lo habían arrastrado, atado y con los ojos vendados, hacia una habitación lo bastante grande como para que hubiera eco; en algún lugar, en la distancia, se oía un susurro ininteligible. Las personas que lo habían llevado allí habían reforzado sus ataduras y, en cuanto estuvieron seguros de que era imposible que lograra escapar, se habían marchado. Mientras esperaba, notó que los tablones del suelo bajo sus rodillas estaban encerados y que eso le facilitaba el movimiento, así que se dejó las muñecas en carne viva luchando contra las cuerdas, que se negaban a ceder. Había esperado allí mientras los segundos se convertían en minutos, en un cuarto de hora. En media hora.
Contar el tiempo era una habilidad que había perfeccionado de niño, encerrado en la oscuridad, esperando volver a ver la luz. Esperando que ella volviera. Y por eso contar los minutos le parecía tan natural como respirar, aunque lo atormentara la idea de que esta vez no la esperaba.
Tal vez estaba dándole tiempo para huir.
Y, aun así, el temor de que hubiera huido se vio eclipsado por el alivio absoluto de que estuviera viva. ¿Cuántas veces le habían dicho sus hermanos que estaba muerta? ¿Cuántas veces había estado en la oscuridad —en Covent Garden, en Mayfair, en los Docklands— y había oído sus mentiras? Sus hermanos, que habían escapado de su casa de la infancia con Grace a su cargo, ¿cuántas veces habían mentido?
«Huyó al norte», le dijeron. «Se convirtió en una criada. Perdimos el contacto. Y luego…».
¿Cuántas veces había sentido la tentación de creer sus palabras?
Cientos. Miles. Con todo su ser desde el primer momento en que Diablo le contó aquella mentira.
Y luego, cuando finalmente les había creído, se volvió loco de dolor. No quería otra cosa que castigarlos con sus propias manos, aplastarlos con sus botas, con su poder. Hasta el punto de que había prendido fuego a los muelles de Londres, dispuesto a verlos arder como castigo por lo que le habían arrebatado.
La única persona a la que había amado.
No se había ido.
Estaba viva.
Esa idea, y la paz que la acompañó, llegó a lo más profundo de su alma. Durante años, había anhelado encontrarla. Saber