Prim. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.
días le incitaba al estudio y le ofrecía libros para que se fuese preparando a cualquier carrera, mientras disponían los padres si le dejaban o no en Madrid, le decía: «Déjame en paz; no quiero libros ni carreras… A ninguna siento inclinación. Quiero quedarme libre: salvaje he sido hasta hoy, y salvaje he de ser siempre. Mis libros serán la acción. No siento ningún deseo de conocer, sino de hacer». Si no lo dijo en esta forma, en otra parecida y más ruda fue.
Aguardando la resolución de los padres de Iberito, Maltrana le abandonó como cosa perdida. No le veía más que a las horas de comer, y esto no siempre; hablaban poco. Algunas noches le redujo a ir al café de marras; otras, Santiago iba solo al de una trinca de aragoneses, donde le presentó un conocido suyo teniente, llamado Estercuel, a quien se encontró en la calle. Este le puso en relación con diversos puntos, entre ellos un don Víctor Ibrahim, capellán de tropa, el cual, con desordenado estilo y acento ceceoso defendió el catolicismo democrático, la devoción a la Virgen, el himno de Riego y la Constitución del año 12. Apenas le entraban a Iberito por una oreja las declamaciones del clérigo andaluz, ya le salían por la otra. No así lo que dijo Estercuel, que hablaba con sentido y daba a entender vagamente sus opiniones avanzadas.
Una tarde, el cura y el teniente invitaron a Ibero a que de paseo les acompañase a Leganés, donde ambos tenían su residencia militar, y el aburrido joven aceptó gozoso, por espaciar su ánimo y alargar la cuerda que a Madrid le sujetaba. Allá se fueron los tres, y allá merendaron. Al volverse a Madrid solo, ávido de movimiento, se metió por las lindes del campo; recorrió largo trecho en soledad placentera, y cuando entraba en el camino real por el Alto Carabanchel encontró un grupo de militares, del cual se destacó un joven corriendo hacia Iberito con los brazos abiertos. Era Silvestre Quirós, sargento de Infantería, riojano alavés, natural de El Ciego. Su madre había sido cocinera por luengos años en la casa de Ibero, y en ella permaneció hasta su muerte, en jubilación decorosa. ¡Con qué alegría se vieron, y con qué emoción celebraron encontrarse juntos tan lejos de su patria! Silvestre tenía diez años más que Santiago. Hablábale más como amigo que como criado, o con la familiaridad respetuosa de los servidores que llevaron a sus amitos en brazos, a cuestas y a la pela, y les enseñaron a dar los primeros pasos. Allí fue el preguntar Silvestre por toda la familia y hasta por los animales de la casa, caballos, mulas, perros y gatos. De todo le informó Ibero, y como no tuvo más remedio que referirle su escapada y viaje libre a Madrid, hízolo con sinceridad y algún atenuante discreto para que Silvestre no le riñera. Frunció el ceño el militar; pero Santiago expuso razones de un orden espiritual que hasta cierto punto justificaban sus actos. ¡Y qué rara coincidencia resultó de estas explicaciones! También Quirós había sufrido el delirio de Prim y de América; también fue su sueño dorado ir en la expedición, y la imposibilidad de conseguirlo le había dejado con una murria de mil demonios… En fin, como la noche se venía encima y Silvestre tenía que seguir a Leganés sin demora, despidiéronse con la resolución de verse al día siguiente en el mismo sitio para charlar largo y tendido.
Ya con aquel encuentro tenía Iberito la compañía más de su gusto, porque Silvestre, su amigo de más confianza, le comprendía mejor que nadie, le hablaba de empresas militares más soñadas que verdaderas, y coincidía con él en pensamientos audaces, jamás a su parecer ideados de otro alguno. A la cita de los Carabancheles acudió presuroso, encontrando a Silvestre al pie de un gran árbol hablando con dos paisanos, que al ver a Iberito quedaron mudos, como si lo que allí se trataba no debiera oírlo ningún cristiano. Apartose el joven discretamente; los desconocidos secretearon con Quirós algunas palabras o cláusulas breves al modo de consigna, y camino abajo se fueron, despidiéndose con esta concisa frase tres veces pronunciada: «Allá, mañana». Allá parecía ser Madrid.
Dijo Silvestre a su señorito y amigo que al día siguiente podrían verse en Madrid. Indicó como punto de cita la iglesia de San Sebastián, y como hora, las seis de la tarde. Sospechó Ibero que su amigo andaba en algún misterioso enredo político-militar; pero esta idea no le retrajo de la amistad del sargento, antes bien le empujó más hacia él, por querencia del misterio romántico. Juntáronse dos días más en los Carabancheles, y aunque Ibero trató de explorar a su amigo, este no quiso clarearse. Por fin, una tarde entraron los dos a refrescar en un tabernucho situado en las primeras casas de Leganés. Arrimáronse a una mesa, donde estaba bebiendo cerveza uno de los dos individuos que Iberito había visto días antes en reservada conversación con su amigo; pidieron de beber, y mientras discutían con el otro si había de ser cerveza o vino, entró de súbito un sargento seguido de cuatro números de la guardia de prevención. Sin darles tiempo ni a las primeras exclamaciones de sorpresa, el sargento dijo: «Sargento Quirós, de orden del coronel, venga usted preso… y también estos dos pájaros…». Lívidos Silvestre y el desconocido, sereno y altivo Iberito, los tres mudos, siguieron al que les privaba de libertad.
En aquel punto acabaron los datos y conocimientos que la Historia pudo reunir en su primer legajo para la vida y hechos del audaz Iberito. La persona de Este se pierde desde aquel suceso, como el hilo de agua que corriendo se desliza sobre un suelo de arena. Lenta evolución de la vida y del tiempo fue menester para que resurgiera de nuevo en la superficie, como verán los que sigan leyendo.
Capítulo VI
Sábese, y si no se sabe se supone, que don Tadeo Baranal notar la ausencia de Santiaguito, despachó un propio su seguimiento, y pensando que el fugitivo no habría ido muy lejos, se abstuvo de notificar el caso a los padres, pues nada conducía darles tal disgusto si, como era presumible, el muchacho parecía pronto. Equivocose de medio a medio el buen cura, y su principal error fue mandar al criado, no en la dirección de San Millán de la Cogulla, sino en la de Santo Domingo de la Calzada, itinerario que seguían casi siempre en sus cacerías. El perseguidor debía prolongar su ojeo hasta Belorado, donde vivían dos chicas muy guapas, las de Corporales, que en Nájera pasaban el verano, y que por todas las trazas eran muy del gusto de Santiaguito. Volvió desconsolado el propio a los dos días, y antes de que diera parte al amo de la inutilidad de su exploración, don Tadeo, rabioso contra sí mismo, le dijo: «¡Pero, hombre, si estaba yo en la hora boba cuando te mandé a Belorado!… ¡No acordarme de que las niñas de Corporales están ahora en Herramélluri! Vete allá, cógeme de una oreja a ese pillo y tráelo amarrado si fuese menester». Nuevo fracaso del propio, y mayor tribulación de don Tadeo, que, sin perjuicio de seguir explorando hacia Carneros y Soria, dio parte a los primos de Samaniego cinco días después de haber tomado soleta el niño tonti-loco.
La consternación de Santiago Ibero fue grande. Hallábase su esposa en La Guardia, pasando unos días con su hermana Demetria, que volvía de Royan y Burdeos, vendimiados ya los ricos viñedos que Calpena poseía en la Gironda. Las dos hermanas gozaban de verse juntas después de larga ausencia. No quiso, pues, Ibero informar a Gracia de la barrabasada de Santiaguito. ¿A qué aguar su felicidad con esta noticia, si el chico había de parecer pronto? A este fin, escribió a varios amigos suyos, uno de Zaragoza, otro de Madrid, para que buscasen al prófugo. Punzante corazonada le decía que a Madrid había ido Santiago, movido de su alocada imaginación. El amigo que en la Corte recibió el encargo de Ibero y poderes para buscar al fugitivo y apresarle con todo el rigor de su segundo padre, era el teniente coronel don Jesús Clavería, compañero inseparable de Ibero en las fatigas de la guerra, su fraternal amigo en la paz. Desgraciado en su matrimonio, Clavería obtuvo pocas ventajas en su carrera, por no disimular sus inclinaciones harto vivas al Progreso y la Democracia. Era un temperamento generoso, sincero, rectilíneo; miraba más a sus ideales patrióticos que a su personal provecho. Desde el 56 cayó en desgracia, viéndose obligado a pedir el cuartel. O’Donnell le tenía por sospechoso, y le molestó durante algún tiempo con vigilancias humillantes. A pesar de esto y favorecido por su conducta correctísima, vivía en Madrid bien quisto de todo el mundo; sus relaciones con personas de este y el otro partido eran muy cordiales; frecuentaba el Casino por no tener afectos en su vivienda solitaria, y era un ocioso simpático, uno de estos madrileños castizos que adornan todos los paseos y ocupan lugar preferente en el movible museo de caras conocidas.
La primera diligencia de Clavería al recibir el encargo,