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Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez DíazЧитать онлайн книгу.

Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz


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uno podía sumergirse en medio de ellos sin riesgo» (48). Es cierto que, en estos pasajes, los indios figuran solo como comparsas; no obstante, sus pocas intervenciones permiten suponer que muchas de las calamidades sufridas por expediciones como la de Ursúa fueron aún peores debido a la actitud poco receptiva de los europeos con respecto a los pueblos nativos y sus saberes tradicionales.

      Los sufrimientos y el hambre soportados por el camino, el pavor experimentado ante las amenazas acechantes en la espesura y la magnitud de la desilusión provocada por el fracaso tienen, sin embargo, mayor peso en el imaginario que la indiferencia de los españoles frente a la selva, que las imprudencias y los errores cometidos por desconocimiento. Incidentes como los que he citado tendrían un alcance meramente anecdótico (las narrativas de la selva están repletas de episodios parecidos) si no fuera porque, articulados en el marco de la búsqueda de El Dorado, iluminan a contraluz el tipo de experiencia en cuyo seno cristalizan las representaciones sobre la selva. A este respecto, el capítulo titulado «El humo de los omaguas» resulta de especial interés, pues enfoca dichas representaciones en un momento clave de su gestación, cuando Aguirre y los demás sobrevivientes se acercan a la desembocadura del río y cuando, por lo tanto, el mundo selvático ya no va a ser más una presencia abrumadora sino un cúmulo de recuerdos que empieza su proceso de sedimentación en la memoria. Aunque la salida al Atlántico está próxima, los viajeros tienen la sensación de estar atrapados:

      Los dos bergantines parecen detenidos y apresados en un légamo letal. Ya no avanzan. Ya no podrán salir nunca más del inmenso río. Los más han caído enfermos y tienen una visión delirante de la naturaleza y de los misteriosos seres que la pueblan. Un contacto frío con la piel en la sombra es una serpiente, o un ciempiés gigante o cualquier otro de aquellos extraños insectos monstruosos. Un zumbido en el aire puede ser el de la cerbatana mortal que el indio dispara desde la maleza, o simplemente el vahído de la fiebre que empieza a arder inextinguible a todo lo largo de la sangre. […] Es como si sobre todos aquellos hombres hubiese caído el imperio de un maleficio. (98-99)

      Resulta instructivo ver cómo esta novela, a la vez que plantea la cuestión de la autonomía hispanoamericana con respecto a la dominación española, reitera de forma acrítica la visión eurocéntrica de la selva heredada de la Colonia. Consideremos el siguiente pasaje:

      De la lejanía llegan los ruidos insólitos de la selva, tal como si una compañía de músicos enloquecidos tocara en bárbaro desorden sus instrumentos y desataran una melodía irracional y tenebrosa. Se funden en un mismo caudal sonoro: el aullido de los vientos, el retumbo de los truenos remotos, el crujido de las ramas secas quebradas por pasos invisibles, la caída terrible de los inmensos árboles, el rumor constante del gran río, el estruendo del torrente al desprenderse por un estrecho precipicio, el croar de bajo profundo de los sapos gigantes, los silbidos y cantos de mil pájaros diversos, la gritería escandalosa de los papagayos, el chillido de los monos que suplican cual mendigos y lloran cual plañideras, el alarido de un tapir muriendo entre las garras de un puma, el bramido de los caimanes en celo, el llamado de las bocinas de calabaza que los indios hacen resonar en las guazábaras como botutos bélicos, el intenso clamor de los mauaris y yuruparis sagrados, y el repique de los tambores tundulis que se oyen a muchas leguas de distancia. (1979: 159-160)

      Este párrafo, insuperable a su modo, puede prestar excelentes servicios como antología de lugares comunes. Los sonidos de la selva llegan «de la lejanía» y su fragor es «bárbaro», «tenebroso», «irracional», cual si se tratara de una melodía nunca antes oída, interpretada por «músicos enloquecidos». En el seno de la espesura reina la confusión; no en vano allí retumban al unísono «aullidos», «rumores», «bramidos», «silbidos», «bocinas», «alaridos», «estruendos», «repiques de tambor», «clamores», etcétera. La adjetivación utilizada por el narrador enfatiza que la selva es un territorio de radical otredad, debido a su aura de misterio


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