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Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez DíazЧитать онлайн книгу.

Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz


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sin que, en la mayoría de los casos, hubiera la menor base real para tal identificación. En otras ocasiones, se dio una coincidencia real entre un mito indígena y una leyenda europea». Y hubo también casos «en los que la certeza en la existencia de determinado objetivo mítico en el continente americano se dio como resultado… de invenciones y mentiras que contaban los propios guías y cautivos indígenas por motivos muy diversos» (2008: 198-199).

      Capítulo 3

      Crítica de la empresa conquistadora y de sus mitos movilizadores en dos novelas de William Ospina

      Por la misma época en que Uslar Pietri escribía su novela sobre la expedición de Ursúa, dos autores destacados, el venezolano Enrique Bernardo Núñez y el cubano Alejo Carpentier, se preguntaban por el sentido profundo de El Dorado. En una serie de crónicas de 1943 publicadas bajo el título de «Orinoco: capítulo para una historia de este río», Núñez repasa documentos históricos relativos a las expediciones de sir Walter Raleigh a la Guayana y constata el dinamismo de la leyenda: la ciudad de oro se desvanece una y otra vez en la distancia, burlando los esfuerzos de sus obstinados buscadores. En opinión de Núñez, la persistencia de esta situación resulta enigmática. ¿Se trata simplemente del oro o hay algo más, surgido de un malentendido entre los europeos y los nativos? Las flotas sucumbían a las tempestades, la fiebre y las flechas diezmaban las expediciones, y al cabo «los caciques señalaban siempre en dirección de las más impenetrables montañas. El hombre blanco introdujo en el Nuevo Mundo la superstición del oro. Y acaso en las ciudades de El Dorado hay algo más que oro. Acaso sus tesoros son de otra naturaleza, fuera del alcance de nuestros groseros sentidos» (1947: 127). Allí donde los europeos creían vislumbrar el resplandor del precioso metal, los caciques quizá hacían referencia al resplandor de algo distinto, algo difícil de traducir, algo que solo podía percibirse a condición de considerar el horizonte desde una perspectiva diferente.

      En las reflexiones de Carpentier durante su viaje a la selva venezolana, consignadas en varias crónicas de 1948 agrupadas bajo el título de Visión de América, se plantea una idea similar, aunque no en el contexto del choque entre europeos y nativos, sino tres siglos después, en el encuentro de un colono mestizo con la selva. La cuarta crónica cuenta la historia del explorador venezolano Lucas Fernández Peña, que llega a la Gran Sabana en 1924 y funda en la selva el poblado de Santa Elena de Uairén. Fernández Peña, después de haber hallado yacimientos de oro y diamantes, deja pasar la ocasión de enriquecerse porque, según Carpentier, ha comprendido «la inutilidad del oro para todo individuo que no aspira a regresar hacia una civilización que no solo inventa la bomba atómica, sino que halla, además, justificaciones metafísicas a su empleo» (1999: 50). La aventura de este insólito buscador de El Dorado que desdeña el oro culmina con el descubrimiento del verdadero sentido de su búsqueda: «La Utopía tangible en obras, sensible de recuerdos, de una vida lograda, de un destino impar, de una existencia afirmada en hechos, de un desprecio total por las deleznables facilidades». Fernández Peña prefiere por ello internarse de tiempo en tiempo en el riñón de la selva y dedicarse a ver lo que otros no han visto, a explorar las maravillas que encierra esa región a la que llegara un día atraído por la leyenda. Carpentier cierra la crónica contrastando el caso de Fernández Peña con el de los buscadores renacentistas de la piedra filosofal: «“Solo serán dignos de hallar el secreto de la transmutación de los metales, aquellos que no saquen provecho del oro obtenido”, reza una de las leyes fundamentales de la alquimia —ley oculta que es, probablemente, el verdadero gran secreto de El Dorado» (53).

      El replanteo del tema de El Dorado, tal como lo proponen Núñez y Carpentier, abre una vía para reexaminar la herencia de la conquista y la colonia. La pregunta por el eventual sentido de El Dorado entre las poblaciones amerindias es inquietante en la medida en que su planteamiento remueve la espesa capa de olvido que recubre la mayor catástrofe histórica desencadenada por la conquista y la colonización del continente: la desintegración lenta pero sistemática de las culturas autóctonas. Esta dimensión clave del asunto, que con todo es la menos visible, no es desarrollada en las crónicas de Núñez y solo está insinuada en las de Carpentier, pese a la denuncia que el primero hace de la «superstición del oro» de los europeos y a la noción carpenteriana de la selva como refugio donde sería posible escapar de la civilización occidental decadente, cuyas hazañas incluyen la invención y el uso de armas atómicas. Ello no es óbice para que, dando un paso más allá y ahondando en las consecuencias implícitas en las tesis de Núñez y de Carpentier, a El Dorado mítico que los europeos no encontraron le opongamos un Dorado real que los europeos habrían encontrado sin darse cuenta, pero el cual no podían o no sabían ver —aunque lo tenían ante sus ojos— y cuyo testimonio ignoraron porque no podían o no sabían traducirlo. Si la imagen que deslumbraba a los conquistadores reflejaba lo más valioso de la selva, ¿qué podía significar eso para las tribus selváticas? ¿El oro, o más bien los bosques, los ríos, los suelos? O, quizá, ¿sus propios, únicos, insustituibles mundos de la vida, inscritos en el vasto territorio que se extiende de los Andes hasta el Atlántico? La persistencia de los españoles en apoyarse en datos aportados por las tribus que hallaban a su paso fue sin duda una muestra de sentido común (¿quién, después de todo, podía conocer mejor que los nativos las riquezas existentes en la espesura?), pero su mezcla con el impulso fabuloso en busca del oro dio lugar a una nefasta ceguera que exacerbó el malentendido instaurado entre los participantes en aquel choque de visiones del mundo.

      En los años cuarenta, cuando Núñez y Carpentier escribieron sus crónicas, la antropología amazónica apenas daba sus primeros pasos, y el deterioro de la selva tropical no era todavía la cuestión apremiante que empezó a ser dos décadas después. El foco de atención de Núñez por aquel entonces era político; lo que pretendía demostrar era que, en la disputa entre Venezuela e Inglaterra por el control de la Guayana a fines del siglo xix e inicios del xx, el interés de los ingleses por ese territorio se alimentaba aún, además de otros factores geoestratégicos, de la idea de que allí estaba El Dorado. La postura de Carpentier era más compleja; en Visión de América, la revalorización de los grupos aborígenes y la exaltación de la geografía americana coexistían con la reiteración de los imaginarios coloniales. Carpentier escribía por ejemplo que el río Caroní mantenía, desde la época de la conquista, «una rabiosa independencia —más que independencia, virginidad feroz, de amazona indomeñable» (1999: 26), y que el tiempo de la Gran Sabana seguía siendo «el tiempo de la tierra en los días del Génesis» (41). Tales descripciones reafirman la percepción de la selva como territorio al margen de la historia y rubrican el tópico eurocéntrico que le da su nombre a la región. Aunque Carpentier es consciente de los riesgos que implica el empleo de un lenguaje tan cargado de resonancias coloniales, el entusiasmo que le suscita el espectáculo de la selva no encuentra todavía en estas crónicas un contrapeso crítico suficiente: «Y no se me diga que hablar de la virginidad de América es lugar común de una nueva retórica americanista. Ahora me encuentro ante un género de paisaje «que veo por vez primera», que nunca me fue anunciado por paisajes de Alpes o de Pirineos; un género de paisaje […] del que no existe todavía una descripción verdadera en libro alguno» (32-33). Esta insistencia en el carácter prístino de la selva —en contraste con Europa— se ve compensada en parte por el reconocimiento del protagonismo de los nativos en la modelación y la representación de su entorno ambiental. Así, la Gran Sabana es también «el mundo primero del Popol Vuh» (24), y el culto que los taurepanes y los karamakotos de esa zona rinden a la memoria de sus ancestros caribes desmiente las imágenes de una selva intemporal, aún no tocada por la mano del hombre:

      Se sabía que aquella peña de perfil vagamente humano había sida erigida por los caribes; se sabía que aquel salto de agua se debía a su industria, y también este paso entre dos ríos, y también los dibujos hechos sobre las piedras que hablan. Porque los Grandes Caribes habían sido capaces de abrir túneles en la masa de los cerros, de arreglar los bosques a su antojo, de meter las corrientes en pasos subterráneos. (46)


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