Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez DíazЧитать онлайн книгу.
indios en momentos de peligro, y todavía antes había bebido la leche en los pezones de una india de La Española, y había escuchado los relatos de Amaney en nuestra casa de Santo Domingo: yo no podía ver a los indios como a bestias sin alma» (143). Merced a estos elementos atenuantes, el texto se distancia de la leyenda negra y sugiere que los conquistadores no fueron peores que otros ejércitos invasores que ha conocido el mundo antes y después, que entre ellos también existían la abnegación y el sentido de la justicia hacia los pueblos vencidos, y que en este, como en otros desastres históricos, parte de la tragedia radica en la pasividad de quienes habrían podido oponerse a la injusticia.
Por otra parte, el narrador se interesa menos en denunciar las acciones de Pizarro que en tratar de entender las razones de su crueldad. Y la principal de ellas es el desfase entre lo que Pizarro se imagina y lo que efectivamente ocurre —un tipo de desfase frecuente en aquella época—. Recordemos que, desde Colón, los europeos solían llegar América decididos a encontrar lo que necesitaban o deseaban encontrar. «América “tenía” que ser», escribe Aínsa, «lo que se esperaba de ella. Poco importaba la realidad, tanto se creía en el proyecto» (1998: 40). La busca de la canela se enmarca en esa tónica general. La imagen de una región llena de árboles de canela no era una fantasía personal de Pizarro, sino —al igual que El Dorado— un espejismo histórico, fomentado por al menos tres factores: por el proyecto original de Colón, que esperaba abrir una nueva ruta hacia las islas de las especias; por las poblaciones nativas, que propagaron leyendas acerca de la existencia de riquezas fabulosas en comarcas remotas; y por la codicia de los conquistadores, que interpretaban tales leyendas en función de sus ambiciones.13 En concordancia con ello, después de haber sometido el imperio inca y a pesar de la inmensa fortuna acumulada en esa empresa, Francisco Pizarro nombra a su hermano Gonzalo gobernador de Quito con la idea de hallar nuevos tesoros. Gonzalo Pizarro emprende la marcha hacia la selva movido por una ilusión que parecía respaldada por los datos disponibles y que, según Aguilar, era compartida por todos los soldados: «Cuando corrió la voz de que lo que nos esperaba tras las montañas no era un pequeño bosque sino todo un país de caneleros, el delirio dominó a los soldados. Todos creyeron, todos creímos a ciegas en el País de la Canela, porque alguien había contado que ese país existía y centenares de hombres necesitábamos que existiera» (2008: 76). Esos antecedentes explican la frustración que inunda a Pizarro al final de la marcha: «El País de la Canela había existido tanto en su imaginación, que tenía que existir también en el mundo» (130). Pizarro se resiste a aceptar que la expedición haya estado basada en un malentendido y les imputa el fracaso a los indios. La voluntad implacable del conquistador, viéndose burlada, termina descargando su furia vengativa sobre los más débiles.
Pero el sentido de la violencia ejercida por Pizarro no se agota en un pasajero estallido de ira. Si bien el objeto inmediato de la búsqueda de Pizarro es la canela, la actitud despótica del conquistador durante la expedición deja vislumbrar dos tendencias de amplio alcance implícitas en la conquista de América. La primera consiste en asumir que la naturaleza es ante todo una fuente para la extracción de recursos; la segunda, en juzgar que los pobladores de las regiones colonizadas no tienen valor en sí mismos sino solo como fuerza de trabajo. Vista desde este ángulo, la conquista es el periodo histórico en el que, como resultado del arribo de los europeos a América y de su triunfo sobre las poblaciones amerindias, comienza a germinar la forma de ver el mundo típica de los tiempos modernos. «El “Conquistador” es», dice Dussel, «el primer hombre moderno activo, práctico, que impone su “individualidad” violenta a otras personas, al Otro» (1994: 40); los éxitos de Hernán Cortés en México y de Francisco Pizarro en el Perú son la mejor muestra de ello. El modo en que Ospina describe el furor de Gonzalo Pizarro al fracasar en su busca de la canela indica, a su turno, que la imposición violenta de la que son víctimas los nativos se hace extensiva a la naturaleza circundante. Según Aguilar, Pizarro quería «quitarse el calor como si fuera un traje», quería «que la selva entera tuviera un solo tipo de árbol», incluso «parecía querer vengarse de la selva por no producir los árboles como a él le gustaban» (2008: 130-131). En este voluntarismo exacerbado se trasluce la desmesura de una visión depredadora dispuesta a llegar hasta los últimos rincones del mundo en su búsqueda de recursos, e incluso a doblegar los ritmos naturales para adaptarlos en función de las necesidades y deseos humanos.14 La búsqueda de la canela es uno de los síntomas del apetito creciente de la civilización europea por toda clase de productos y materias primas de lejana procedencia: «Más valioso que cuanto se produce en su mundo cristiano ha terminado siendo para Europa todo lo exótico: sedas tejidas con capullos de oruga […] y también las porcelanas, las perlas y las piedras brillantes […] y esas especias aromadas que enloquecieron al mundo» (74). La expedición de Pizarro es así un instrumento de las fuerzas que cambian el rumbo de Occidente en una época en la que, con las exploraciones geográficas transoceánicas y con los albores de la acumulación capitalista, se abren las puertas de la modernidad globalizadora. Su caso ilustra cómo el impulso emancipatorio de la modernidad se cimienta, desde su momento histórico de emergencia, en la explotación paralela de la naturaleza —supuestamente inculta— y de las poblaciones no europeas —supuestamente bárbaras—.
El sueño de un bosque formado por muchos árboles idénticos es significativo en el contexto amazónico, donde aún se recuerdan los fracasos de Henry Ford en su intento de fundar grandes plantaciones caucheras en los márgenes del Tapajós. El desarrollo de la agricultura a gran escala ha mostrado que, en la zona tropical del planeta, los cultivos de un único tipo de árbol usualmente solo prosperan lejos de su región de origen.15 La principal razón por la cual el boom cauchero finalizó en la segunda década del siglo xx fue justamente la superioridad de las plantaciones que los británicos establecieron en el sudeste asiático, en las que cientos de árboles de caucho crecían juntos en hileras bien ordenadas, como las que hubiese querido encontrar Pizarro, multiplicando la productividad por contraste con las explotaciones amazónicas, cuya dispersión dificultaba la recolección del caucho y obligaba a los siringueros a recorrer grandes distancias para encontrar nuevos árboles disponibles. No es arbitrario, por ende, interpretar la actitud de Pizarro en El país de la canela como una prefiguración de impulsos que, a partir de la revolución industrial, son encauzados mediante la planificación y el control estadístico de la producción —un ejercicio de racionalización que, empero, acaba contribuyendo al advenimiento de la crisis ecológica global—.
El contraste entre la naturaleza domesticada europea a la que están habituados los invasores y la proliferación anárquica que les sale al encuentro en la selva suramericana aparece ahora a una nueva luz: como el fruto de la proyección que los recién llegados —y más adelante los criollos y mestizos— hacen de sus propios deseos y temores sobre una realidad desconocida. Al principio, la selva es un lugar mítico y paradisíaco, en el que yacen ocultas las riquezas anheladas. Pero luego, cuando se recorre el terreno y se constata que, lejos de corresponder a las expectativas, contiene obstáculos difíciles de superar, la valoración se invierte y la selva es percibida como cárcel, laberinto, infierno, caos. Mientras el lugar imaginario almacena pasivamente el objeto de la búsqueda, los lugares concretos del recorrido desempeñan un papel activo, entorpeciendo tenazmente (con su calor sofocante, su vegetación enmarañada, sus pantanos, sus mosquitos…) los proyectos de exploración y explotación. De este modo el ambiente selvático pasa a ser un actor principal de la historia. Pero la selva misma, al margen de las expectativas que suscita y de las tribulaciones en las que resulta involucrada, permanece ajena a las representaciones que la exaltan o la deforman. Si Pizarro siente que la selva se pone a girar en torno suyo «como un remolino» (2008: 130), esto no se debe a que ella sea una «vorágine» salvaje o indómita, sino a la cólera que ciega al propio Pizarro. Si el narrador describe la selva como «una jungla de árboles y de locuras en la que nos hundíamos» (135), eso no implica que la selva sea caótica, sino que expresa el intenso malestar generado entre los expedicionarios por las crueldades de Pizarro, así como su afán por dejar atrás los horrores de los que han sido testigos. Si el narrador afirma que «el río parecía buscarnos» y que su cauce «se arqueaba totalmente y parecía envolvernos» (136), esto indica el desconocimiento del territorio por parte de los viajeros y no que la selva sea un laberinto. Si, en fin, los caneleros que Pizarro anhela no aparecen, eso no significa que la selva sea improductiva, sino que su forma de producir y sus productos