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Ríos que cantan, árboles que lloran. Leonardo Ordóñez DíazЧитать онлайн книгу.

Ríos que cantan, árboles que lloran - Leonardo Ordóñez Díaz


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solo es laberíntica para quienes la desconocen, solo parece un caos para quienes no han crecido en ella, solo resulta un infierno para quienes, como lo expresa el soldado Baltasar Cobo en el texto de Ospina, están en trance de convertirse ellos mismos «en demonios» (134).

      El avance de la expedición de Pizarro por la selva pone así en evidencia las dos facetas que caracterizan la violencia conquistadora: por un lado, la imposición ejercida sobre (y los abusos cometidos contra) los nativos; por otro, la voluntad férrea de explotar el entorno ambiental mediante la extracción de recursos útiles. Ambas formas de violencia en el fondo son el fruto de una visión que vacila entre la ilusión y el temor y que, a causa del desconocimiento, pasa por alto las diferencias. Para los españoles, los pueblos autóctonos son un conjunto indistinto de «pobres diablos que adoraban piedras y estrellas» (2008: 133) y el entorno selvático es una maraña de «caminos que solo frecuentan las fieras» (137). La indiferencia de los invasores a la especificidad de la realidad americana se refleja además en el nivel del lenguaje: mientras los españoles casi siempre son llamados por su nombre, los nativos —salvo raras excepciones— son nombrados en plural (indios); mientras los animales domésticos de la expedición pertenecen a especies precisas (perros, cerdos, caballos, llamas), para hablar de la fauna selvática se emplean rótulos genéricos (pájaros, peces, insectos, fieras). Y si la selva les da a los españoles la impresión de estar habitada solo por animales salvajes, eso se debe a la falta de entrenamiento de sus sentidos, incapaces de percibir las huellas de las tribus selváticas, las cuales saben desplazarse con sigilo por la espesura y se mimetizan hábilmente con su entorno, sustrayéndose a la mirada de los forasteros.

      Las diferentes formas de desencuentro y de desentendimiento que se producen durante la búsqueda de la canela por Pizarro y en el recorrido de Orellana por el río hasta llegar a la salida al Atlántico salen a relucir nuevamente veinte años más tarde, cuando Pedro de Ursúa emprende su expedición en busca de El Dorado. Una faceta interesante de la narrativa de Ospina es que revela cómo, en el seno de la empresa conquistadora, ciertas situaciones básicas se repiten una y otra vez en nuevos contextos, y en esa repetición van reforzando el influjo de las representaciones asociadas a ellas. Si El país de la canela reconstruye el proceso de gestación de los imaginarios sobre la selva, La serpiente sin ojos ilustra su reforzamiento, y por eso diversos avatares de la expedición de Ursúa exhalan un air de déjà-vu. Así como Colón, buscando financiación para sus viajes, les pintaba a los Reyes y a los banqueros peninsulares un mundo pleno de riquezas que lo aguardaba al otro lado del océano, Ursúa les pinta a los encomenderos la ciudad dorada de la selva con los colores más atractivos: «Ursúa empezaba a hablar y se creía enseguida su propio cuento. […] Como buen seductor, no usaba las palabras para pensar sino solo para convencer, y siempre tenía tiempo para todo el que pudiera patrocinar sus aventuras guerreras» (2012: 100). Así como, veinte años antes, la información que los nativos le aportaban a Orellana daba lugar a malentendidos y tergiversaciones, también Ursúa incurre en errores de traducción no del todo involuntarios: «Donde los indios brasiles decían Omagua, Ursúa entendía El Dorado» (123). Así como la expedición de Pizarro paga un alto precio por no haber tenido en cuenta las restricciones que imponían el clima y el ambiente selvático, así también Ursúa ve hundirse varios de los barcos que manda construir «porque la humedad y el clima los habían carcomido» (223-224). Y así como Pizarro, arrastrado por la cólera, hace aperrear a un grupo de indios en la selva, los hombres de Ursúa castigan a seis negros cimarrones que han capturado haciendo que un tropel de mastines hambrientos los despedace, mientras los desdichados cautivos «intentaban defenderse con las varas que tenían en sus manos, sin saber que los cristianos se las habían dado a sabiendas de que esa defensa inútil solo servía para enardecer más a las bestias» (190).

      De tales reiteraciones, la más pertinaz es la de la violencia, que, incrustada como elemento estructural de la conquista, se despliega en lo sucesivo a lo largo de dos líneas principales: como instrumento para el afianzamiento del dominio español sobre las poblaciones nativas y como subproducto de las desigualdades e injusticias que la empresa conquistadora suscita entre los propios españoles. En lo que atañe a la primera de estas líneas, la novela hace un recuento de las guerras de pacificación encabezadas por Ursúa (2012: 65-68), cuyo propósito es reprimir los alzamientos de tayronas, chitareros, muzos y otros grupos indígenas de la Nueva Granada. Emprendidas por orden del gobernador Díaz de Armendáriz, tío de Ursúa, tales incursiones son indispensables para consolidar el poder central ejercido desde Santafé, capital del virreinato, y constituyen, por tanto, el brazo armado de una política dirigida a establecer de forma duradera la dominación española sobre esos territorios. Pero las acciones de Ursúa sobre el terreno, como las de Pizarro en la selva, desbordan el marco de lo que, en principio, podía considerarse una guerra legítima, para darle paso a violencias que implantan su fama de conquistador cruel y despiadado —el primer tomo de la trilogía narrativa de Ospina (2005) refiere en detalle el modo en que Ursúa y sus hombres doblegan a sangre y fuego los distintos focos de resistencia indígena—. Los abusos de Ursúa en estas guerras le acarrean la persecución de la justicia cuando, luego de forzar a los kogis e ikas a refugiarse en las zonas altas de la Sierra Nevada de Santa Marta, regresa a Santafé y encuentra que Díaz de Armendáriz ha sido destituido, acusado de conductas lujuriosas, «y que contra él mismo había una orden de captura por sus crueldades con los indios» (2012: 68).

      Ursúa huye entonces de la Nueva Granada y, después de cumplir bajo las órdenes del marqués de Cañete nuevas tareas como sofocador de rebeliones en Castilla de Oro, viaja al Perú y centra sus esfuerzos en su proyecto más querido: conquistar El Dorado. Ursúa parte convencido de que con esta expedición por fin va a dejar de ser un ejecutor de faenas guerreras decididas por las autoridades coloniales y que ahora podrá atender sus asuntos particulares, perseguir su propio sueño; no se percata de que su iniciativa le viene como anillo al dedo al virrey, el marqués de Cañete, quien ve en ese viaje a la selva «un recurso salvador para deshacerse de los aventureros nocivos que perturbaban el reino». Para ese entonces, ya el marqués le había informado al rey Felipe en una carta que «el principal problema del Perú era la cantidad de hombres ociosos que se acumulaban en las ciudades. Había ocho mil varones de conquista, y de ellos solo mil tenían títulos de propiedad» (2012: 127-128). No es extraño entonces que uno de los ejes de su política al frente del virreinato consista en alentar expediciones a regiones de difícil acceso como válvula de escape para librarse de soldados levantiscos o de dudosa reputación. A esta categoría pertenecen hombres como Lope de Aguirre y sus secuaces, que más adelante asesinarán a Ursúa y, en medio de la selva, se alzarán contra la Corona española: «Eran el sumidero de la conquista. Resentidos, infames, hombres necios y crueles, que habían traicionado más de una causa, que acomodaban su conducta a la necesidad o al apetito. […] Setenta años de crueldades y postergaciones resueltos en una tropa mercenaria casi sin sed de gloria y sin más ambición


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