Preguntemos a Platón. Paloma Ortiz GarcíaЧитать онлайн книгу.
Su resistencia moral
ALCIBÍADES.— Después de esto, ¿qué estado de ánimo creéis que tenía yo, pensando, por un lado, que había sido despreciado y, admirando, por otro, su natural, su moderación y valor, al haberme encontrado con un hombre de cualidades como yo no creí nunca que fuera a encontrar en punto a prudencia y perseverancia? Así que ni era capaz de enfadarme y privarme de su compañía ni hallaba medio de acercarme a él. Y yo sabía bien que en punto a lo material era mucho más invulnerable que Ayante al hierro.
Banq. 219 d
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Su resistencia física
ALCIBÍADES.— Después de aquello estuvimos los dos en la expedición contra Potidea, y allí coincidíamos en las comidas. Primero, en las fatigas era superior no solo a mí, sino también a todos los demás; cada vez que, por habernos quedado aislados en algún sitio, como suele ocurrir en las campañas militares, nos veíamos obligados a estar sin comer, los otros no eran nada para resistir, y a la vez, en los banquetes, era único en la capacidad de disfrutar, y especialmente en la bebida vencía a todos siempre que se veía obligado, aunque no quisiera; y lo más admirable de todo: hasta ahora nadie ha visto a Sócrates borracho —y me parece que pronto tendréis la prueba de esto—[4].
Y en su resistencia a las inclemencias invernales —porque allí el invierno es terrible— hizo siempre cosas admirables, y especialmente en una ocasión en que había una helada de lo más tremendo y nadie salía del refugio o, si alguien salía, vestido con una cantidad asombrosa de ropa y con los pies calzados envueltos en fieltros y pieles de cordero, en aquellas circunstancias él salía con un manto exactamente igual que el que solía llevar antes, y andaba por el hielo descalzo con más facilidad que los otros calzados, y los soldados lo miraban con desconfianza creyendo que los despreciaba.
Banq. 219 e-220 b
FIRMEZA DE CARÁCTER EN SÓCRATES
Dos atenienses hijos de ilustres padres pero no especialmente brillantes ellos mismos, Lisímaco, hijo de Aristides el Justo, y Melesias, hijo de Tucídides, personaje destacado del bando aristocrático, recurren a los generales Laques y Nicias, para que les aconsejen sobre la educación de sus hijos. Cuando Nicias sugiere recurrir a Sócrates, este propone que sean los generales los que lleven adelante la argumentación, si es que están dispuestos a la conversación. Y Laques manifiesta su asentimiento en los siguientes términos.
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Coherencia de palabras y obras
LAQUES.— Mi posición respecto a los discursos, Nicias, es simple o, si quieres, no simple, sino doble. A alguien podría parecerle que soy al mismo tiempo amigo y enemigo de discursos: cuando oigo hablar sobre la virtud o sobre algún tipo de sabiduría a un hombre que es verdaderamente un hombre y que vale lo que sus discursos, disfruto sobremanera al ver que casan bien y armonizan entre sí al mismo tiempo el que habla y lo que dice. Y me parece totalmente que ese tal es un músico que ha compuesto la más hermosa de las armonías no con la lira ni con instrumentos de diversión, sino de verdad, al haber hecho acordes en su propia vida las palabras con los hechos […].
Alguien así me hace disfrutar cuando habla y hace que a cualquiera le parezca que soy amigo de discursos, con tanta vehemencia recibo lo que dice, pero el que hace lo contrario me molesta, tanto más cuanto mejor parezca que habla, y al punto hace que yo parezca enemigo de los discursos.
Yo, por otra parte, no tengo experiencia de los discursos de Sócrates, pero antes, como corresponde, he tenido experiencia de sus obras, y allí descubrí que era un hombre que valía lo que los bellos discursos y la franqueza total. Así que, siendo así, estoy de acuerdo con que sea este hombre, y con muchísimo gusto sería puesto a prueba por una persona así y no me pesaría aprender, sino que estoy de acuerdo con Solón[5], añadiendo solo una cosa: mientras envejezco, estoy dispuesto a aprender muchas cosas, pero solo de hombres de bien.
Laq. 188c-189 a
En su discurso de defensa, Sócrates intenta persuadir a los jueces de la falsedad de las acusaciones contra él recordándoles la firmeza de sus comportamientos, manifestada en los avatares políticos y en el terreno religioso. En este último, la acusación de impiedad, el no creer en los dioses en que la ciudad creía era de especial importancia en razón de la profunda relación que se daba en las ciudades griega y, en general, en las sociedades antiguas entre religiosidad y política: cuando el joven ateniense, a los dieciséis o dieciocho años, iba a ser admitido como ciudadano, pronunciaba un juramento en el que también se comprometía, entre otras cosas, a respetar siempre la religión de la ciudad. El delito del que se acusaba a Sócrates no era solo el sacrilegio del ateísmo, era también la traición al estado.
Por eso Platón le hace traer a colación tanto la honestidad de su postura política como las muestras de su respeto a la divinidad. La primera se manifestó en su obediencia a los generales en la guerra, pero también en su oposición a las órdenes inicuas o ilegales de los políticos, lo mismo frente a la Asamblea democrática que frente al gobierno tiránico de los Treinta. Su piedad y respeto a los dioses se muestra en la obediencia de Sócrates a las voces divinas del daimon que le acompañaba desde pequeño y a las órdenes del dios de Delfos que le empujaban a continuar con sus investigaciones y a persistir en sus actitudes de reflexión y crítica, sometiéndose a examen a sí mismo y a los demás.
La imagen de firmeza queda así puesta de relieve en sus comportamientos en la guerra, como hombre de valor, y en la paz en su actitud piadosa y de defensa de la justicia.
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Firmeza en la guerra y en la piedad
SÓCRATES.— El puesto que uno mismo se adjudica por considerar que es lo mejor, o en el que es colocado por un jefe, es donde debe uno permanecer y arriesgarse —creo yo— sin tener en cuenta en absoluto ni la muerte ni ninguna otra cosa por delante de la deshonra.
Yo habría hecho una cosa atroz, atenienses, si cuando los jefes que vosotros elegisteis para mandarme en Potidea y en Anfípolis y en Delion[6] me lo mandaron, en esa ocasión permanecí donde aquellos me mandaban y me arriesgué a morir, como cualquier otro, pero cuando, según yo creía y sospechaba, el dios me daba la orden de que yo tenía que vivir filosofando y examinándome a mí mismo y a los demás, en ese caso por temor a la muerte o a cualquier otra cosa hubiera abandonado la posición.
Sería algo terrible, y entonces sí que podría cualquiera traerme con justicia ante el tribunal, porque si desobedezco al
oráculo y temo a la muerte y creo ser sabio sin serlo, es que no creo que existan dioses.
Apol. 28 d-29 a
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Firmeza y coherencia frente a la injusticia
SÓCRATES.— Os proporcionaré grandes pruebas de ello[7] no con palabras, sino con lo que vosotros más apreciáis, con obras. Escuchad lo que me pasó, para que veáis que no cedería un punto de lo justo por temor a la muerte, y que moriría antes que ceder. Os voy a hablar de cosas pesadas y minucias legales, pero ciertas, pues yo, atenienses, no he desempeñado hasta ahora ninguna otra magistratura en la ciudad, pero he sido miembro del Consejo. Y dio la casualidad de que mi tribu, la Antióquide, estaba en el pritaneo[8] cuando decidisteis juzgar de una sola vez, todos juntos, a los diez estrategos que no habían recogido los cadáveres de la batalla naval —ilegalmente, como tiempo después os pareció a todos vosotros—. Entonces fui yo el único de los prítanos que se opuso a que vosotros hicierais nada ilegal, y voté en contra. Y cuando los oradores estaban dispuestos a enjuiciarme y a hacerme detener y vosotros lo ordenabais y gritabais, yo consideraba que era más necesario arriesgarme del lado de la ley y de lo justo que estar de vuestro lado por temor a la prisión o a la muerte cuando acordabais cosas que no eran justas.
Y eso era cuando la ciudad aún tenía la democracia. Cuando llegó la oligarquía, los Treinta, mandando a buscarme a la rotonda con otros cuatro, me ordenaron traer de Salamina a León el Salaminio para matarlo, igual que les habían mandado a muchos otros muchas cosas de ese estilo,