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Preguntemos a Platón. Paloma Ortiz GarcíaЧитать онлайн книгу.

Preguntemos a Platón - Paloma Ortiz García


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nada injusto ni impío, eso me importa enteramente. A mí aquel gobierno, aun teniendo tanta fuerza, no me arredró hasta el punto de llevarme a hacer algo injusto, sino que cuando salimos de la rotonda, los otros cuatro fueron a Salamina y detuvieron a León, pero yo me marché y me fui a mi casa. Y quizá hubiera muerto por ello, si no hubiera sido que aquel gobierno cayó pronto.

      Apol. 32 a-d

      EL RESPETO A LAS LEYES

      La dignidad del comportamiento político de Sócrates se manifiesta sobre todo en la rectitud de su respeto a la ley. Cuando su futuro inmediato es ya el cumplimiento de la pena de muerte que se le había impuesto, su amigo Critón le propone huir de Atenas: si se fuera a otra ciudad, podría librarse de la muerte, y sus amigos se ocuparían de que no pasaran escaseces ni él ni su familia. Pero Sócrates se niega rotundamente: las leyes presidieron y ordenaron el matrimonio de sus padres y su propio nacimiento y educación; si ahora las leyes juzgan que merece un castigo porque su comportamiento ha sido contrario a ellas, Sócrates no puede ni debe contrariarlas. La argumentación nos es presentada de un modo especialmente vivaz, bajo la forma de un diálogo entre Sócrates y las leyes, recurso que tal vez debamos atribuir a la juvenil vocación platónica por la poesía y el teatro, pero del que resulta, además, una gran potencia persuasiva y didáctica.

      6

      Firmeza y coherencia en la obediencia a las leyes

      SÓCRATES.— Tanto si lo dice la mayoría como si no, y tanto si vamos a pasar por situaciones más penosas como si por más gratas, en cualquier caso, de todas maneras, es feo y vergonzoso tratar injustamente al que nos ha tratado injustamente. ¿Lo afirmamos o no?

      CRITÓN.— Lo afirmamos.

      SÓC.— Por tanto, no hay que obrar injustamente de ninguna manera.

      CRI.— Desde luego que no.

      SÓC.— Por tanto, tampoco hay que devolver la injusticia a quien nos trató con injusticia, como opina el vulgo, puesto que no hay que obrar injustamente de ninguna manera.

      CRI.— Es evidente que no. […]

      SÓC.— Míralo así. Si fuéramos a escaparnos de aquí a hurtadillas, o como quieras llamarlo, y vinieran las leyes y el común de la ciudad y puestos en pie dijeran: «Dime, Sócrates, ¿qué tienes en mente hacer? Lo que pretendes con esa acción que estás emprendiendo, ¿es alguna cosa distinta de hacernos perecer a nosotras, las leyes, y a toda la ciudad en lo que de ti depende? ¿O te parece que es posible que siga siendo una ciudad y que no quede patas arriba aquella en la que las sentencias que se dan no tienen fuerza alguna, sino que por obra de los particulares dejan de tener vigencia y se ven echadas a perder?». ¿Qué les vamos a decir, Critón, a ese y a otros argumentos semejantes? Uno podría decir muchas cosas, sobre todo un orador, en defensa de esta ley echada a perder, la que ordena que las sentencias emitidas tengan vigencia. ¿O vamos a decirles: «Es que la ciudad nos trataba injustamente y no juzgó acertadamente el caso?». ¿Vamos a decirles eso o qué?

      CRI.— Eso, Sócrates, ¡por Zeus!

      SÓC.— Y entonces, ¿qué van a decirnos las leyes?: «Sócrates, ¿era eso lo que teníamos acordado tú y nosotras? ¿O acatar las sentencias que dicte la ciudad?». Y en caso de que nos extrañáramos de que estuvieran hablando, quizá dirían: ¡Ay, Sócrates! No te extrañes de que lo que decimos y responde, ya que también tú sueles usar lo de preguntar y responder. ¡Vamos! ¿Qué nos reclamas a nosotras y a la ciudad, que intentas destruirnos? ¿No es lo primero que nosotras te procreamos, y que gracias a nosotros tu padre desposó a tu madre y te engendró? Dinos, ¿es que reprochas a algunas de nosotras, las leyes del matrimonio, que no están bien?» «No os lo reprocho», diría. «Entonces, ¿es a las leyes sobre la crianza del nacido y la educación en la que te educaron? ¿Es que nosotras, las leyes puestas para ese fin, no dábamos prescripciones acertadas al indicar a tu padre que te educara en las artes de las Musas y el ejercicio físico?». «Lo hacíais bien», diría yo.

      «¡Bien! Puesto que naciste y te criamos y educamos, ¿podrías, lo primero, decir que no eres retoño y siervo nuestro, tanto tú como tus antepasados? Y si eso es así, ¿es que crees que estamos en pie de igualdad tú y nosotras respecto a lo justo, y crees que lo que nosotras intentamos hacerte es justo que tú nos lo hagas a tu vez?

      Con un padre y con un amo, si lo tuvieras, ¿verdad que no es lo justo estar en pie de igualdad, de manera que lo que te hicieran pudieras hacérselo, ni contestarles cuando les oyeras una mala palabra, ni corresponderles con golpes si te pegaban, ni muchas otras cosas de ese tipo? ¿Y te va a ser lícito con tu patria y con las leyes, de manera que si nosotras intentamos destruirte porque consideramos que es justo, también tú a tu vez intentarás, en la medida de lo que puedas, destruirnos a nosotras, las leyes, y a tu patria, y afirmarás que tú, el que en verdad se preocupa por la virtud, has obrado lo justo al hacerlo?

      ¿O es que eres tan sabio que no te has dado cuenta de que por encima del padre y de la madre y de todos los demás antepasados es más digna de honra la patria, y más venerable y más sagrada, y merece mayor respeto de los dioses y de los hombres sensatos, y que hay que venerar y ceder más y hacerle más mimos a una patria irritada que a un padre, y que hay o bien que persuadirla o hacer lo que mande y soportar lo que ordene que soportemos llevándolo con calma? Sea que te azoten, sea que te encadenen, sea que te lleven a la guerra para resultar herido o muerto, hay que hacerlo y así es lo justo; y no el ceder ni el retirarse ni abandonar la posición, sino que tanto en la guerra como en el tribunal como en todas partes se ha de hacer lo que manden la ciudad y la patria o persuadirla de lo que sea justo; y no es piadoso usar la violencia ni con la madre ni con el padre, y mucho menos todavía que con estos, con la patria». ¿Qué les diremos a eso, Critón? ¿Dicen la verdad las leyes o no?

      CRI.— Desde luego, a mí me parece que sí.

      SÓC.— «Mira, pues, Sócrates —dirían quizá las leyes—, si en eso estamos nosotras diciendo la verdad: que lo que estás intentando ahora no es justo que intentes hacérnoslo, pues nosotras, no obstante haberte engendrado, criado, educado y haberte hecho partícipe, tanto a ti como a los demás ciudadanos, de cuantos bienes somos capaces, proclamamos para el ateniense que lo desee la libertad de que, una vez que haya pasado

      las pruebas y haya visto los asuntos de la ciudad y a nosotras las leyes, que a quien no le gustemos le sea lícito tomar lo suyo y marcharse donde quiera.

      Y ninguna de nosotras, las leyes, le es un obstáculo ni se lo prohíbe, tanto si alguno de vosotros quiere irse a una colonia porque no le agradamos nosotras ni la ciudad, como si quiere marcharse a otra parte donde sea extranjero: que se vaya donde quiera con lo suyo. Pero el que de vosotros se quede viendo la manera en que resolvemos los juicios y en que administramos lo demás de la ciudad, afirmamos que ese tiene de hecho un acuerdo con nosotras para hacer lo que nosotras mandemos, y afirmamos que el que no obedezca delinque triplemente, porque no nos obedece siendo nosotras las que le hemos engendrado y porque le hemos criado y porque habiendo aceptado el acuerdo de que nos obedecerá, ni nos obedece ni nos persuade si hacemos algo que no esté bien».

      Crit. 49 b, 50 a-51e

      [1] Con este calificativo Jenofonte pasa de la alabanza de las virtudes del individuo a la alabanza de la habilidad del filósofo, y esta virtud la describe ya en términos de capacidad filosófica.

      [2] En la batalla de las islas Arginusas, próximas a Lesbos (406 a. C.), las naves atenienses vencieron a las de los lacedemonios y sus aliados; pero una gran tempestad impidió a los vencedores recoger a los náufragos; cuando los estrategos regresaron a Atenas e informaron en el Consejo sobre lo sucedido, fueron considerados responsables por ello y entregados a la Asamblea para ser juzgados. Allí se defendieron brevemente cada uno, pues no se puso a su disposición el tiempo de exposición que marcaba la ley (Jenofonte, Helénicas, I 7, 5); aun así, su intervención empezaba a convencer a la Asamblea, pero hubo que posponer la decisión porque, ya de noche, no se podía hacer el recuento de las manos. Al día siguiente se propuso condenar o exculpar a todos de modo conjunto,


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