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La locura de amar la vida. Monica DrakeЧитать онлайн книгу.

La locura de amar la vida - Monica  Drake


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excepto que hacía mucho tiempo que había dejado de ser un gato. Era un esqueleto enredado en los resortes justo donde el asiento se había descompuesto, mientras los huesos esperaban por un conductor.

      No me asustaba un gato muerto. Mis hijas aprenderían sobre la naturaleza. Aprenderían biología y ciencias naturales mientras jugaban al aire libre. Deseaba tanto esa casa y esa tierra que podía sentir cómo casi babeaba por ella, la tensión me hacía apretar la mandíbula con un ansia excesiva.

      Colin aún se lo estaba pensando.

      —¿Soy la única que está entusiasmada con esto? —dije.

      —Baysie, cariño —me dijo—, no hay necesidad de ser impulsivos. Pensemos en ello.

      Arrancó parte de una larga hebra de hierba silvestre, inspeccionando el terreno. Esa hierba se veía como un pequeño pariente suyo: alto y delgado, con el pelo levantado en mechones, ondeando al viento.

      Impulsivo es un término relativo. Yo pienso más rápido que él y sé lo que realmente quiero.

      Caminamos por el jardín. Al lado había una tienda de animales llamada ¡MascoCelebration! Puede que, con el mismo espíritu de domesticar a animales, habían esparcido suficiente cemento y asfalto para allanar la naturaleza. Al otro lado del terreno había un concesionario Chevrolet, con un triste y permanente montaje publicitario hecho con globos y banderas. Tras el lindero de la parte de atrás, más campos estaban marcados con estacas. Cintas naranjas revoloteaban como polillas, definiendo los límites de futuras carreteras y terrenos llenos de montañas de tierra. Los constructores habían nivelado colinas y rellenado pantanos. Se podía ver lo que estaba por llegar: un infierno.

      El Arboreto era el equivalente comercial de una tierra sin litoral, aislado por aparcamientos. Era un terreno indivisible debido a razones de zonificación. Tampoco estaba en la red de abastecimiento de agua potable y dependía de su propio pozo. Así que era un terreno enorme e irregular con un viejo huerto, provisto de un pozo posiblemente problemático y una casa decrépita. Llevaba en venta media vida.

      ¡Era nuestro sueño!

      —Apenas se ve la tienda de animales entre los árboles —dije.

      —Increíble, cariño —me respondió Colin.

      Pero yo lo decía en serio. Me reí y le lancé una ramita, hechizada con la idea de escapar del alcance de los Estados Estirados, esas casas insípidas predominantes en el mercado.

      Aquí, al noreste, el Monte Hood se alzaba alto y resplandeciente, cubierto de nieve. Estábamos a más de mil kilómetros sobre el nivel del mar, sobre Portland, pero bajo el resplandeciente Monte Hood.

      Lucía, nuestra pequeña, recogía arándanos de unos arbustos plantados en línea recta. Seguro que bien cuidados en el pasado. Ahora se veían abandonados. ¡Arándanos silvestres! Qué ensueño.

      —¿Qué es esto? —preguntó Lucía con su vocecita tartamudeante—. ¿Qué es esto?

      Era una de las frases de su nuevo arsenal. El mundo entero era un misterio para ella. Me encantaba participar en sus preguntas, dejar que el mundo fuera algo nuevo. El césped alto crujía. Los insectos saltaban y chasqueaban, las banderas del concesionario Chevrolet rugían con el viento. Todo resonaba. Me giré y llamé:

      —¿Nessie?

      La de nueve años.

      —¡Nessie! —volví a llamar.

      Pero solo escuchaba la voz de Lucía, que seguía preguntando una y otra vez: «¿Qué es esto?». Apuntó hacia la hierba con un palo.

      —Un viejo barril roto —le respondió Colin. Y pateó algo oculto.

      Sentí que se me aceleraba el corazón, que se me tensaban las manos.

      —¿Dónde está? —dije.

      El sol destelló en las hojas de un manzano; no había nadie más por allí, no estaba. Grité su nombre. Lo chillé, más bien. Y entonces Nessie se dejó caer de un árbol en un claro bañado por la luz del sol. Se columpió desde una rama baja, usando un brazo y su otro codo contra una cavidad del árbol, como un monito. Nos sonrió y se sujetó la camisa como una cesta, después de llenarla con manzanas deformes y con manchas negras.

      La primera vez que vimos la casa, los dueños estaban dentro. La mujer estaba planchando una falda en la cocina. Su pelo largo, increíblemente rizado, estaba húmedo y despedía el olor dulce de un champú de albaricoque. Se había trazado una línea de pintalabios rojo que captaba los pliegues de sus labios. El hombre quitaba fotos enmarcadas de la pared tan rápido como podía, fingiendo que no nos veía mientras recorríamos el lugar. No esperábamos que estuviesen en casa. Hice lo que pude para evitar que las niñas tocaran la colección de conchas de la familia y los tarros de peniques. La mujer presionaba la plancha de arriba abajo como si estuviera asesinando la falda. La cocina era antigua pero cómoda, con unas encimeras de madera adorables, desgastadas tras años de cenas familiares. Toqué las marcas de un cuchillo, imaginándome cómo generaciones de madres cortaban barras de pan y carne asada sobre ella, marcando la vieja madera.

      Nos enteramos de que habían hecho una oferta anterior, pero esa oferta dependía de que se eliminaran algunas restricciones de zonificación. La otra persona interesada quería permisos para echar abajo la casa, talar los árboles y construir un gran establecimiento.

      Mikal, nuestro agente inmobiliario hippie y de pelo canoso, encendió uno de los fogones para probar la cocina, que estaba pintada de verde. La mujer lo miró, tocando su cocina, e hizo una mueca con la mandíbula como si estuviera masticando un chicle imaginario. El agente inmobiliario golpeó una pieza del panelado y silbó para sí mismo con suavidad.

      —Solo queremos salir de aquí —dijo la mujer, medio respondiendo a una pregunta que nadie había hecho.

      El agente se balanceó sobre sus sandalias de cuero Birkenstock.

      —Podemos cerrar nosotros si ustedes tienen que ir a algún lado —dijo.

      La mujer resopló y tiró del enchufe de la pared tan fuerte que el cable saltó hacia atrás y me golpeó en el brazo, como si fuese una pequeña víbora. Me froté la piel justo donde el cable me había golpeado. Sin disculparse, la mujer cogió la falda y se metió en el dormitorio cerrando la puerta. Creo que a lo que se refería era a que querían irse de allí para siempre.

      Ellos tenían sus vidas, puede que miserables, y nosotros teníamos las nuestras, aún por delante.

      Más tarde, esa noche, aceptaron lo que Mikal, el agente inmobiliario, denominó nuestra oferta agresiva, refiriéndose a agresivamente baja, ya que estábamos agresivamente arruinados.

      Colin y yo volvimos a la casa con un inspector. Era una casa extraña, que había sido modificada con los años. Yo supuse que había comenzado como una casa modular Sears a finales de 1980, el tipo de arquitectura que se enviaba en tren en unas cuantas secciones principales y luego se construía usando madera de la zona. No tenía un sótano como tal, pero sí una especie de bodega. Las puertas de esta daban al exterior, al patio, inclinadas hacia el suelo. El inspector se dobló y retiró un tablón de entre las asas de ambas puertas, quitando la cerradura improvisada para mantenerlas juntas y bloqueadas. También parecía como si el tablón estuviera ahí para que nada pudiera salir.

      Abrió una de las puertas, lentamente al principio, hasta que esta se desplomó hacia atrás en sus bisagras sueltas, haciendo sonar las partes de metal viejo y desatando una avalancha de hojas secas. Entonces avanzamos, uno detrás del otro, sobre escalones de cemento rajado, a través del polvo y las telas de arañas. El aire se hacía más frío con cada paso.

      Todos los sótanos están bajo tierra, pero los bordes desnudos de esa bodega hacían que la tierra fuera más obvia. Daba más la impresión de estar explorando una cueva, o de ser enterrado vivo. El inspector dirigió la luz de una linterna a unas vigas sin tratar. Estalactitas de lodo colgaban de tuberías oxidadas a través de las cuales se filtraba el agua. Puse la mano en una columna de soporte.

      —Una


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