La locura de amar la vida. Monica DrakeЧитать онлайн книгу.
un baño y está en la planta baja, así que no es mucho. Y puede que tengáis algo de moho bajo tierra, y algo de putrefacción —nos dijo el inspector.
El techo bajo del sótano era un entramado de tuberías, cables y vigas. ¡Pero arriba había un gran ventanal! En la planta de arriba había luz y aire, y fuera, aquellos árboles.
—En este lado hay un árbol que crece demasiado cerca de los cimientos. Tienen que talarlo —añadió el inspector. Su linterna alumbró la columna de soporte en la que tenía el brazo apoyado, mostrando el resplandor de una pintura rojo intenso. Me aparté y me sacudí el polvo de las palmas de las manos.
Lo que vimos en el círculo de luz era una escritura, como un grafiti. Decía: «M-Á-T-A-L», por la columna hacia abajo. La «L» parecía desvanecerse, como si quien fuera que lo hubiera escrito se hubiera caído.
Colin pasó un dedo por una tubería oxidada del techo y un destello de agua sucia le goteó en la muñeca dejándole una mancha oscura.
—¿Mátalo? —pregunté.
Pero lo único que Colin dijo fue:
—Pon en la cláusula que tienen que cambiar las tuberías.
Y se secó el brazo en los vaqueros.
Caminando de vuelta al coche, por el camino de entrada lleno de baches, pisé algo así como una raíz, o un trozo de jengibre. Lo recogí, tanteándolo con los dedos. Era un pequeño hombrecillo de metal, un soldado, con su rifle en posición apoyado en el hombro.
—¿Qué pasa, hombrecillo, atacando o defendiendo? —le dije.
Le escupí en la cara, para limpiarle la tierra. Tenía la piel pintada del color del melón, sin ojos pero con un diminuto punto rojo de boca. Era antiguo, el juguete de algún niño, y me pregunté en qué guerra en particular había servido aquel soldado durante la vida de ese niño. Como estaba hecho de metal, quizás de plomo, me imaginé que era bastante antiguo, de antes de que los plásticos lo reemplazaran. La guerra de Corea o la guerra de Vietnam, quizás. Siempre había guerras y soldados. Lo puse en el tronco de un cerezo enano.
—Será nuestro centinela.
Colin ya estaba en el coche. Los árboles se balanceaban a mi alrededor. Sus hojas se sacudían con mil brazos susurrando hola.
Durante el día, el Arboreto era fantástico. Era un refugio. ¡Todo crecía tan bien allí! En la casa, una hilera de plantas de aguacate, cada una en su propia lata de café, crecían como locas. Hasta las niñas estaban creciendo a toda velocidad. Lucía golpeaba la mosquitera, la abría y la cerraba, y la volvía a abrir y a cerrar. Yo la observaba mientras se tambaleaba hacia el jardín como una niña grande. Nessie, que esperaba a que empezara el curso, cogía un libro y trepaba a los manzanos como si se sumergiera en su propio Edén, privado y sin amigos. Su pelo caía como una capa de seda. Recogía manzanas con agujeros, las traía y las alineaba en los alféizares de las ventanas.
Sin embargo, después de que oscureciera, los focos de ¡MascoCelebration! y del concesionario Chevrolet se abrían paso a través del bosque. Se filtraban a través de las cortinas y teñían nuestras paredes con la desolación de un páramo comercial.
La primera noche en la casa, cuando finalmente conseguí que Lucía se durmiera, tan pronto como me escabullí de su habitación de vuelta a nuestra cama, se despertó. No lloró, pero me llamó:
—¿Mamá? ¡Mamá!
Casi sin moverme, respirando apenas, como si me estuviera escondiendo de nuestra pequeña, miré a Colin en busca de ayuda.
—¿Tu turno?
—Doy clase por la mañana.
Y apagó las luces de su lado de la cama. Había sido una semana larga para todos, con la mudanza. Pero era verdad, él era el único que tenía que enfrentarse a sus clases universitarias de Química Elemental y Ciencia Forense cada mañana.
Llegué al final del pasillo.
—¡Lulu! —canturreé—. Es hora de dormir... ¿Estás acostada?
Su habitación brillaba con la luz fría, blanca y electrizante, de los focos. Me llevó otra hora de nanas susurradas conseguir que volviera a la tierra de los sueños. Entonces, ya de vuelta en nuestra habitación, escuché pasos arrastrando los pies. Lu era lo bastante alta como para salir de la cuna, pero no lo había hecho nunca antes. Colin estaba roncando, con la boca abierta contra la almohada, se veía agotado. Escuché otro rato, sin moverme. El sonido de una radio, canciones pop y voces de DJ apagadas se colaban a través de las paredes. Quizás era la radio de Nessie.
Al final recorrí con calma el pasillo hasta donde ella dormía en un nido de mantas. Un globo de helio se mecía en las sombras. En su habitación, Lucía también dormía, ruborizada y calentita.
No era la primera vez que escuchaba la voz de alguna de mis niñas mucho después de que se hubiesen ido a dormir. Era el eco de las palabras que llevaba escuchando todo el día, mezclado con el temor de que alguna de ellas pudiera necesitarme. Era la maldición de una madre, escuchar esas vocecitas, tan queridas, tan dependientes. Intenté escabullirme de su habitación, pero justo en ese momento Lu se despertó. Se giró y se sentó cuando vio cómo me alejaba, se levantó, se agarró a los barrotes de la cuna y alargó los bracitos.
—¡Tata! —exclamó. Su palabra de bebé. Teta.
—¿Cómo? —le dije, sonriéndole—. Nosotras ya no hacemos eso, ¿te acuerdas?
En la antigua casa, ella había dejado de mamar.
—Ahora eres una niña grande.
Pero fui en contra de todos los libros de «Cómo enseñar...» y la aupé. No pude evitarlo. La mudanza también era dura para una niña pequeña; nuestra atención siempre estaba dividida. Tenía que acostumbrarse a una habitación nueva.
—Mi vida —dije en su pelo sedoso. La llevé hasta el pasillo y luego escaleras abajo. Juntas recorrimos la casa, buscando la radio, ese susurro de voces e interferencias. A veces apenas podía oírla. Otras veces casi resonaba. Se oía menos en la planta baja que arriba.
—Estamos en el paraíso, cariño —dije. Pero había una voz hablándonos, en nuestra casa, un zumbido de charlas nocturnas y canciones pop. Sostuve la mano de Lucía y le susurré—: Es en la bodega.
Los fontaneros habían dejado una radio encendida. El sonido debía de estar filtrándose a través de los conductos del aire.
La sostuve cerca de mí mientras abría la puerta trasera para adentrarme en el oscuro jardín, y dudé frente a las puertas de la bodega. Eran pesadas, pero podía levantarlas. Me adentraría con cuidado en la escalera de cemento oscuro, bajaría y apagaría la radio olvidada.
Me incliné para quitar el tablón de entre las asas de las puertas.
¿Qué pasaría si alguien viniera, cerrara la puerta y volviera a colocar el tablón? Estaríamos atrapadas.
No teníamos vecinos cercanos, solo negocios y campos. No había nadie alrededor, excepto Colin. Me lo imaginé buscándonos por la mañana, asumiendo que habíamos ido a dar un paseo, yéndose al trabajo mientras yo aporreaba aquellas puertas astilladas en la parte trasera, con Lu en mis brazos.
El césped alto del Arboreto crujía. Las ramas de un manzano se sacudieron como si un animal hubiera saltado de una a otra. Una brisa se deslizó por mis muslos, en la noche, bajo mi corto camisón. Grillos y cigarras hacían un sonido como de niños riéndose en la distancia, las risas de fondo de una comedia sin fin. Era como si el césped estuviera lleno de pequeños bebés soltando risitas. Hermoso y siniestro. El columpio de la rueda colgaba como una horca. Me incliné hacia las puertas, alcancé el metal frío del asa y saqué el tablón; mientras, sujeté a Lucía con más fuerza e intenté no empujarla. Ella depositó su confianza en mí. Una manzana cayó y golpeó el suelo con dureza. El sonido fue suficiente para hacerme volver adentro, con el corazón palpitando alocadamente. Lucía estaba tan cálida, la abracé