Compañero Presidente. Mario Amorós QuilesЧитать онлайн книгу.
(hasta 1888, cuando se estableció como únicos requisitos, además de ser varón, saber leer y escribir y tener 21 años) y sin libertad religiosa hasta una reforma de 1865.
El arquitecto del régimen oligárquico fue el comerciante de Valparaíso Diego Portales, quien ostentó los ministerios de Gobierno y Relaciones y de Guerra y Marina y fue el hombre más influyente de la política nacional hasta su asesinato en 1837.[2]Armando De Ramón definió el régimen portaliano como el resultado de «dos acciones operativas»: en primer lugar, la imposición de una fuerte autoridad; en segundo lugar, y sobre todo, la conformación de un grupo de hombres «muy capaces» que actuaron en la política nacional hasta mucho después de la muerte de Portales y que completaron su obra, entre ellos el venezolano Andrés Bello, al argentino Domingo Faustino Sarmiento y Manuel Renjifo, Mariano Egaña, Manuel Montt y Antonio Varas, entre otros. Este grupo impulsó la Constitución de 1833, la reforma tributaria y aduanera, la reforma del sistema judicial y la promulgación de los códigos Civil, Penal y de Comercio, la Universidad de Chile, la reforma educativa y la implantación de la educación primaria (2004: 73-74).
Si el proyecto oligárquico impuesto por Portales caracterizó el siglo XIX chileno, la evolución económica del país conoció un viraje importante a partir de 1870, con el inicio del auge del salitre, un mineral con gran demanda como fertilizante desde Europa. Hacia 1872, el 25 % de la producción de la provincia peruana de Tarapacá estaba controlada por capitales chilenos y, al sur, en la costa boliviana aún tenía más peso, a través de la corporación chileno-británica Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, de la que eran accionistas relevantes políticos chilenos. Precisamente, con el puerto de Valparaíso en su época dorada (antes de la construcción del Canal de Panamá), la presencia del capital británico en el país era notoria y ejercía una notable influencia en la política nacional (Collier y Sater, 1999: 87).
En los años posteriores el Estado chileno aumentó por la vía militar sus límites territoriales hasta casi sus fronteras actuales con la guerra contra Perú y Bolivia y el genocidio del pueblo mapuche conocido como «la Pacificación de la Araucanía». Entre 1879 y 1883 estuvo en guerra por segunda vez en cuatro décadas contra Perú y Bolivia y aquella contienda fue decisiva porque se apropió de la rica provincia salitrera peruana de Tarapacá y del territorio marítimo de Bolivia, cuya principal ciudad era Antofagasta. La guerra tuvo su origen en una larga disputa diplomática sobre los límites territoriales, pero en su trasfondo latía la pugna por el control de la inmensa riqueza que suponía la explotación del salitre.
Aquella contienda, que otorgó al naciente capitalismo chileno el control de este mineral, contempló la brutal ocupación de Lima en 1881 por el ejército chileno y prolongó un conflicto diplomático que tampoco se cerró en 1929, cuando la ciudad de Tacna fue devuelta a Perú. La conquista de un espacio que se prolongó finalmente hasta Arica, la incorporación efectiva del estrecho de Magallanes (lograda en 1842) y el control de la Araucanía completaron el territorio de la República y sobre todo proporcionaron al capital chileno y británico el monopolio mundial de la explotación del salitre.
De manera paradójica, una vez que el régimen oligárquico culminó con éxito la sustancial prolongación, manu militari, de las fronteras nacionales, quedó en evidencia la decadencia del «Estado portaliano», porque, en palabras del historiador conservador Francisco Antonio Encina, del edificio levantado por Diego Portales y sus hombres, en 1890 sólo quedaban los cimientos removidos y los muros desplomados. La guerra civil de 1891 clausuró la primera gran etapa del Chile republicano (De Ramón, 2004: 78).
El 18 de septiembre de 1886 el liberal José Manuel Balmaceda asumió la Presidencia de la República con el objetivo de emplear la riqueza del salitre al servicio del desarrollo del país, con la inversión a gran escala en obras públicas, mejoras educativas y la modernización militar y naval.[3]A comienzos de 1889 emprendió un viaje por las provincias septentrionales y de manera muy significativa el 7 de marzo en Iquique pronunció un extenso discurso sobre el futuro de la industria salitrera en el que se refirió a los peligros de un monopolio extranjero y señaló su deseo de que algún día el Estado fuera propietario de todos los ferrocarriles.
Mientras tanto, la crisis política se agudizaba y el Presidente perdía apoyos. A finales de 1890, el Congreso se negó a aprobar el presupuesto para el año siguiente y Balmaceda anunció que prorrogaría el del anterior. Pocos días después estalló la guerra civil más cruenta conocida en el país, en la que perdieron la vida cerca de diez mil personas y en la que la Marina y los intereses británicos apoyaron al Congreso y el ejército permaneció leal al jefe del Estado. En el plano militar el conflicto terminó el 31 de agosto con la ocupación de Santiago por las tropas del Congreso y el suicidio del presidente el 19 de septiembre en la legación argentina (Collier y Sater, 1999: 144-146).
En su trabajo clásico, el destacado historiador comunista Ramírez Necochea sostiene que aquella «contrarrevolución» fue promovida por los sectores«empeñados en impedir el progreso de la verdadera revolución pacífica que era impulsada por Balmaceda. Se ha probado de una manera categórica en otras páginas que los intereses económico-sociales de la oligarquía eran incompatibles, en mayor o menor grado, con transformaciones de tanta trascendencia y magnitud. Por eso levantaron su brazo armado contra un gobierno que actuaba en sentido genuinamente revolucionario y contra un presidente –Balmaceda– que era el alma de ese gobierno».
Así interpretó la izquierda en el siglo XX aquel dramático enfrentamiento y por ello invocó, particularmente Salvador Allende, en reiteradas ocasiones el ejemplo de Balmaceda[4](De Ramón, 2004: 79).
En cualquier caso, aquella guerra marcó una cesura en la evolución política del país y abrió paso al denominado periodo parlamentario, que se prolongó hasta la promulgación de la Constitución de 1925, restauradora del presidencialismo. En este contexto histórico nació Salvador Allende, en un tiempo en el que el movimiento obrero emergió de manera definitiva como un actor social relevante.
Allende fue el quinto hijo del matrimonio formado por el abogado Salvador Allende Castro y Laura Gossens Uribe, pero sus dos hermanos mayores murieron en la infancia. Antes que él también llegaron Alfredo e Inés y en 1910 nació su hermana Laura, a la que tuvo especial cariño y con quien compartiría trinchera en las filas del socialismo. Era muy pequeño cuando su familia, por el trabajo como funcionario del progenitor, se trasladó a vivir a Tacna, donde permanecieron hasta 1916 e inició sus estudios en la Sección Preparatoria del liceo local. Pasaron también algún tiempo en Iquique y en la meridional Valdivia, para regresar, en 1920, al puerto. En Valparaíso cursó los estudios secundarios en el liceo Eduardo de la Barra y fue en aquellos años cuando un sencillo zapatero libertario, quien vivía frente a su casa, le transmitió la semilla del pensamiento revolucionario (Debray, 1971: 61-62):[5]
Cuando era muchacho, en la época en que andaba entre los 14 y 15 años, me acercaba al taller de un artesano zapatero anarquista llamado Juan Demarchi, para oírle su conversación y para cambiar impresiones con él. Eso ocurría en Valparaíso en el periodo en que era estudiante del liceo. Cuando terminaba mis clases iba a conversar con ese anarquista que influyó mucho en mi vida de muchacho. Él tenía 60, o tal vez 63 años, y aceptaba conversar conmigo. Me enseñó a jugar ajedrez, me hablaba de cosas de la vida y me prestaba libros (...) esencialmente teóricos, como de Bakunin por ejemplo, y sobre todo, los comentarios de él eran importantes porque yo no tenía una vocación de lecturas profundas y él me simplificaba con esa sencillez y esa claridad que tienen los obreros que han asimilado las cosas.
El 23 de enero de 1971, durante sus primeros meses como Presidente de la República, Allende evocó su vida en Valparaíso en la ceremonia en la que la Municipalidad le otorgó la Medalla Diego de Almagro (Allende, 1971b: 154):
Para mí este acto tiene un contenido personal que puedo destacar: empecé a corretear, hace muchos años, para así decirlo, por las calles de Valparaíso, como estudiante