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El Secreto Del Viento - Deja Vù. Alessandra MontaliЧитать онлайн книгу.

El Secreto Del Viento - Deja Vù - Alessandra Montali


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¿y tú?

      –Francesca.

      –Por fin sé tu nombre, si no hubiera continuado llamándote la muchacha que odia los ascensores.

      –No odio los ascensores, sólo me dan miedo. Tenía diez años cuando me quedé encerrada dentro, con mi madre, durante dos horas interminables.

      Daniele abrió los ojos como platos y se apresuró a decir:

      –Ahora entiendo porque haces toda aquella calle a pie para volver a casa por la noche.

      –¿Qué te preparo? –dijo cambiando de tema Francesca.

      –Un cappuccino, gracias –y se sentó en la mesita cerca de la estufa.

      Le fueron suficiente unos minutos para preparar un espumoso cappuccino y cuando se lo llevó a la mesa, la felicitó por el óptimo aspecto de la bebida.

      Daniele le pidió, dado que no había otros clientes a los que servir, que se sentase para charlar con él. Miró a su alrededor indecisa sobre qué hacer y luego se sentó. Daniele se quitó bufanda y gorro haciendo aparecer una rizada cabellera castaña, tantos que Francesca se preguntó cómo habían hecho todos esos cabellos para estar dentro del gorro.

      –Antes te miraba el colgante: muy hermoso y particular, ¿dónde lo has comprado?

      Francesca enseguida se llevó los dedos al cuello y explicó:

      –Lo he hecho yo. Soy joyera.

      Daniele que estaba a punto de beber el cappuccino, se quedó con la taza a mitad de camino y con una expresión de incredulidad, dijo:

      –Yo también. Tengo el taller aquí cerca, en uno de los callejones. Qué coincidencia, pero… –volvió a mirar aquella pequeña estrella luminosa y añadió –Has estado fantástica al conseguir un trabajo de este tipo.

      Tomó un poco de la bebida luego apartó la mirada hacia el reloj de pared que estaba detrás de Francesca y sin ni siquiera acabar de beber el cappuccino, se puso la bufanda y el gorro y después de un rápido saludo a la joven se marchó.

      Francesca estuvo durante unos segundos observándolo mientras con paso apresurado atravesaba la plaza y desaparecía corriendo en uno de los callejones.

      Aprovechando la calma que reinaba, cogió el teléfono móvil y marcó el número de su padre que, después de unos cuantos tonos, respondió con voz de felicidad.

      –¡Francesca, cariño, por fin! ¿Cómo estás?

      –Bien, papá, ¿y tú y el resto?

      –Todos bien, pero te echamos de menos, lo sabes. ¿Cuándo piensas volver?

      –Eh… no lo sé todavía. Aquí estoy bien –siguió una pequeña pausa, luego, casi sin respirar le dijo. –Oye… ¿Nosotros hemos estado aquí… quizás cuando era pequeña, de vacaciones?

      Al otro lado de la línea hubo unos segundos de silencio y la muchacha volvió a llamar al padre.

      –¿Papá, estás ahí?

      –Sí, estaba pensando… No, nunca hemos estado ahí cuando eras pequeña. ¿Pero por qué me haces esta pregunta?

      –Desde que he llegado he tenido unos dejavù. Me he visto de pequeña cerca de una fuente, con una señora rubia y hoy he recordado cómo estaba pintado un viejo horno de panadería hace unos veinte años…

      De nuevo el silencio, luego el padre dijo:

      –Tal como yo lo veo es el estrés que te está gastando bromas pesadas, cariño. ¿Por qué no vuelves con nosotros? ¿Para que necesitas estar a miles de kilómetros de casa?

      Francesca se quedó en silencio, dudando sobre qué responder, a continuación, después de un largo suspiro, terminó la conversación diciendo:

      –Me lo pensaré, ¿vale?

      –Vale, espero tu llamada, Francesca.

      Acababa de colgar cuando el teléfono móvil volvió a sonar. Comprobó el número y vio que se trataba de la madre. Sonrió debido a la coincidencia y respondió intentando parecer aliviada. Le dijo que había hablado unos segundos antes con su padre y la mujer le preguntó:

      –¿No te ha dicho que está en Lione por la muestra de joyería?

      Francesca se quedó perpleja y luego respondió:

      –No, no me ha dicho nada, se habrá olvidado. Hemos hablado de otras cosas. ¿Va todo bien en casa?

      –Sí, todo bien, pero esperamos tu regreso lo antes posible.

      –En cuanto esté mejor...

      –¿Qué tiempo hace donde estás?

      –Frío, mamá, y siempre sopla un viento frío, ¿y en Como?

      Ambas respondieron:

      –Niebla.

      Rieron. Se despidieron y Francesca colgó pensativa.

      –La muestra de joyería en Lione siempre ha sido en primavera y no en febrero. ¿Quizás la han anticipado? ¿Y por qué papá no me ha hablado de ello? Sabe cuánto me gusta ese evento. Incluso diseñé nuevas joyas.

      Sus preguntas fueron interrumpidas por el ritmo cadencioso y ruidoso de los tacones de Giusy que martilleaban los escalones de madera. La vio avanzar hacia ella enfundada en un chándal de chenilla verde esmeralda pero lo que todavía la asombró más que aquella vestimenta llamativa fueron los cabellos: ya no eran rubios y rizados, sino negros, lisos, cortos, con un largo flequillo que le rozaba el ojo derecho.

      Francesca no pudo dejar de exclamar:

      –Pero… ¿tienes arriba una peluquería toda para ti?

      Giusy rió de gusto por la broma de la muchacha y entre una risita y otra consiguió decir:

      –¡Nadie me había dicho nada tan simpático!

      –Te sientan muy bien así los cabellos, pero como has...

      –¡Peluca!

      Se acercó a la muchacha, levantó la peluca y le mostró el auténtico cabello: cortísimo y a intervalos, aquí y allá, con mechones de pelo blanco.

      A Francesca le hubiera gustado preguntarle la razón, pero no se atrevía, temía ser indiscreta, así que se mantuvo en silencio sin quitar la mirada de aquel peinado tan ordenado y reluciente. Pero su aire interrogativo era tan evidente que Giusy explotó en una sonora carcajada que resonó por el local y sólo cuando se le acabó la risa, de buen humor, le dijo:

      –¡Oh, Francesca! ¡Eres tan inocente por dentro y por fuera! Te mueres de ganas por saber porqué llevo la peluca pero no tienes el valor para preguntármelo. ¿Pero por qué? ¡Ya somos amigas!

      La muchacha bajó la cabeza un poco.

      –Siempre he sido una persona discreta… como mi padre.

      –Y la discreción es una buena cualidad, díselo a tu padre, pero no vale entre amigas.

      Se volvió a poner la peluca en la cabeza, se alisó el flequillo ya perfecto y luego se puso a contarle de cuando tenía veinte años y había enfermado de cáncer. Francesca se llevó las manos al rostro.

      –Lo supe después de un control rutinario… Era una época en la que no me sentía demasiado en forma, había adelgazado notablemente y te diré que incluso era feliz. Sabes, para alguien que siempre ha sido corpulenta, verse con diez kilos menos en poco tiempo, es agradable y en cambio...

      –¿En cambio?

      –Leucemia.

      Giusy observó que los ojos de Francesca de repente se ponían brillantes, resplandecían en la suave luz azul que reinaba en el local.

      –¡Pero he ganado! –subrayó con una gran sonrisa de satisfacción.

      Francesca


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