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Al hilo del tiempo. Dámaso de Lario RamírezЧитать онлайн книгу.

Al hilo del tiempo - Dámaso de Lario Ramírez


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dos conclusiones fundamentalmente de la crida del 9 de febrero: la existencia de graves desórdenes en la ciudad –«perque son publiques y notories les inquietuts y excessos ques segueixen de tirar aygua y taronges, del que resulta bregues y questions y encara morts»– y la participación activa de los estudiantes en esos tumultos, ya que en el documento se les prohibe expresamente que se detengan en la plaza del Mercado o vayan juntos por la calle. Este dato, junto con las indicaciones de Porcar de que «caballeros y mercaderes… destruían gran parte de la ciudad», nos da una composición de capas ciudadanas en los distintos sucesos que abocarían al estallido del 22 de mayo. Esas capas, carentes de representatividad en los organismos públicos del Reino, al igual que el campesinado, tenían sin embargo intereses y objetivos distintos a los de ése, que, a su vez, no escatimaba las muestras de desagrado ante la explotación continua de que era objeto. Se trataba, entiendo, del mismo distanciamiento ciudad-reino, claramente diferenciado a otros efectos de política interna valenciana.

      Fue posiblemente la falta de coordinación de objetivos y la ausencia de una base auténticamente popular lo que en gran medida abortó la revuelta de la ciudad de Valencia en 1626, a pesar de que respondía a un panorama de descontento general, que encajaba dentro de la inquietud ascendente que se extiende por el País Valenciano de 1625 a 1635. De esta suerte, Valencia aparecería nuevamente como fiel servidora de la monarquía habsburguesa, cuando en realidad era la clase dominante de aquélla, que nutría siempre la representación del Reino, el portavoz único, y unilateral a la vez, de los deseos e inquietudes de su población.14

      Nada dice de todos estos sucesos Diego José Dormer, quien se limitó a describir lo acontecido dentro del marco exclusivo de las Cortes, ni tampoco los Vich en su Dietario. El silencio general de las noticias que, de modo intermitente, va dando Porcar a lo largo de su relación, particularmente en toda la documentación oficial, y la ausencia incluso de cualquier tipo de decreto o crida con posterioridad a los sucesos del 27 de mayo, conducen a una última cuestión, que viene a reforzar el nivel de hipótesis en que hemos planteado este capítulo: ¿quiénes motivaron que estos hechos, particularmente el del levantamiento, fuesen omitidos de modo tan absoluto?15

      El mismo día en que Felipe IV clausuraba a los valencianos sus Cortes –el 8 de mayo– mosén Porcar escribía en su Dietario: «lo Senyor rey tinguel solio a les desdichades Corts de monçó als malauenturats y molts y temerosos y amedrantats valencians» e hizo seis condes y dio setenta cruces «y a molts ni hauia dels que la feren eo descendents, dels que la feren a jesu-christ gran desgràcia de desdichades corts perals molls valencians…». Terminaban así aquellas reuniones de 1626, cuyas graves consecuencias para el Reino de Valencia iban a avalar de inmediato el airado comentario del dietarista.1

      No es mi intención entrar a examinar aquí los resultados globales de esas Cortes, sino la de exponer un sector de la problemática planteada en el período posterior, y que iba a afectar de manera más directa al programa austracista de Olivares y a las urgencias de su monarca: el pago del servicio ofrecido.2

      EL ARBITRIO DE ESCALAS

      Ya el 24 de marzo de 1626 habían acordado los tres estamentos, que «per facilitar la exacció, solució y paga del servici» todos los vecinos y habitantes de la ciudad y Reino de Valencia, así como los que tuvieran propiedades en la misma, debían de contribuir a su pago de manera proporcional. Se exceptuaba del mismo a los pobres y se hacían, en principio, para los demás seis escalas o grados de cinco, cuatro, tres, dos y una libra valencianas, y otra de dos sueldos. El arzobispo, los obispos, abades, dignidades eclesiásticas, conventos y monasterios, títulos del Reino, y personas particulares «molt riques» entraban en una escala superior a las anteriores a fin de que su contribución fuera mayor «segons dita possibilitat de cada hu a juhi de bon varó».3

      Este era el planteamiento de base del arbitrio de escalas, que luego los electos nombrados para tal fin debían ajustar según juzgasen conveniente. Asimismo, se daba por supuesto que «en esta contribució hajen de entrar las personas Eclesiàstiques, així seculars, com regulars, Dignitats, Convents y Comunitats, en la mateixa forma quels seglars».4

      Planteado de este modo, y con base en el acuerdo de los tres estamentos del Reino, no parecía que la exacción del servicio fuera a presentar más problemas que los derivados de la organización definitiva del arbitrio. De hecho, unos días después de haber sido votado el fuero correspondiente, con el placet del rey, la Junta sobre cosas concernientes a las Cortes del Reino de Valencia informaba a Felipe IV que se había ido repartiendo el arbitrio por casas en la ciudad y Reino en número de 30.000; se exceptuaban así algo más de 43.000 casas, pertenecientes a los vecinos pobres. De ese modo, el pago y cobro por escalas ascendería a 77.500 libras anuales, sin contar las aportaciones de los obispos y títulos del Reino, con lo que antes sobraría que faltaría dinero.5

      Sin embargo, esa sólo era la opinión que una Junta, compuesta por el marqués de Valdonquillo, el conde de Castro y los regentes Francisco de Castellví y Francisco Hieronymo de León, había emitido en una reunión celebrada con el cardenal Spínola, a quién Felipe II había dejado en Monzón como representante suyo. Las posibilidades reales de aplicación del arbitrio iban a ser muy distintas.

       Dificultades técnicas

      Dos meses después de haber sido enviado al rey el citado informe respecto a la situación del servicio, Fedrich Vilarrasa, electo del brazo eclesiástico por el arzobispo de Valencia, señalaba ya una importante dificultad técnica planteada por la introducción del arbitrio de escalas: la necesidad de hacer una descripción minuciosa de la hacienda de cada uno de los habitantes de Valencia, y de las villas, ciudades y lugares del Reino, lo que precisaba tiempo y grandes diligencias.6

      Algo más tarde, tres de los electos del brazo militar –Galcerán y Guillém Ramón Anglesola y Vicent Vallterra y Blanes– enviaban una carta al conde de Castro en la que, por una parte, se defendían de las acusaciones formuladas contra ellos de no querer servir al rey, dada su tardanza en enviar, para su aprobación, un plan completo del arbitrio. Y por otra, exponían sus reservas iniciales respecto a la viabilidad de éste, a la vez que presentaban un plan completo que, de realizarse, conduciría –en opinión de los del militar– a la «breve exacción, seguridad y certeza en el cobro y pago del servicio». Este plan partía de la base que:7

      (i) En su día se habían ofrecido 1.080.000 libras, dando por sentado que iban a contribuir a su pago todos los estamentos del Reino, particularmente el eclesiástico, primero de los tres en votar el servicio.8

      (ii) Todos los brazos iban a tener igual voto en el asiento de partición, situación y exacción del servicio, habiéndose nombrado con este fin idéntico número de electos por cada brazo. De otro modo, si el militar y el real hubieran entendido que el eclesiástico no iba a contribuir al donativo, o que no iban a tener voto y arbitrio sobre los eclesiásticos, al igual que éstos pretendían tenerlo sobre los primeros, no habrían ellos dado el consentimiento en su día. Realmente, sería muy irónico que, habiéndose mostrado los eclesiásticos tan liberales y afectuosos en ofrecer este servicio, se retiraran a la hora del pago e intentaran quedar exentos del mismo, o bien que tratasen de imponer su voluntad de modo absoluto, sin que los demás estamentos tuvieran voto en ello.9

      (iii) Los tres brazos, y el militar en particular, habían consentido en votar el servicio, con el fin expreso de que se repartiese y cobrase por escalas, manos mayores, medianas y menores, haciéndose primero, para esto, la averiguación de las haciendas de los vecinos del Reino con el fin de que los pobres quedasen exentos de todo pago.

      Dando por supuesto que estos tres «considerandos» se cumpliesen, el arbitrio de las 35.000 casas, a repartir en escalas de tres, dos y una libras iba a resultar muy difícil, por ser muy elevado el número de viviendas. Por ello, el plan que los del militar proponían era situar cuatro escalas o grados del siguiente modo:10

      1°. 1.000 casas que pagasen 30 libras anuales cada una, con lo que se recaudaban


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