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El bosque. Харлан КобенЧитать онлайн книгу.

El bosque - Харлан Кобен


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niñas!

      Esperé a que las dos niñas de seis años dejaran lo que estaban haciendo y se lanzaran sobre mí para comerme a besos. Sí, y qué más. Madison miró de soslayo, pero no habría parecido menos interesada si le hubieran practicado cirugía de desconexión cerebral. Mi propia hija fingió que no me oía. Cara conducía el Jeep de Barbie en círculos. La batería se estaba gastando rápidamente, y el vehículo eléctrico avanzaba a menos velocidad que mi tío Morris para ir a cobrar su talón.

      Greta abrió la puerta mosquitera.

      —¡Eh!

      —Eo —dije—. ¿Cómo ha ido el resto de la función?

      —No te preocupes —dijo Greta, haciendo visera con la mano a modo de saludo—. Lo tengo todo en vídeo.

      —Qué bien.

      —¿Qué querían esos dos polis?

      Me encogí de hombros.

      —Trabajo.

      No se lo tragó, pero no insistió.

      —Tengo la mochila de Cara dentro.

      Dejó que se cerrara la puerta. Había obreros por todas partes. Bob y Greta estaban instalando una piscina y arreglando el jardín. Llevaban años pensándolo, pero querían esperar a que Madison y Cara fueran mayores para saber nadar.

      —Venga —dije a mi hija—, tenemos que irnos.

      Cara volvió a ignorarme, fingiendo que el zumbido del Jeep Barbie rosa le obstaculizaba las facultades auditivas. Fruncí el ceño y me dirigí hacia ella. Cara era ridículamente terca. Ojalá hubiera podido decir «como su madre», pero mi Jane era la mujer más paciente y comprensiva que se pueda imaginar. Era asombroso. Uno ve cualidades buenas y malas en los hijos. En el caso de Cara, todas las cualidades negativas parecían proceder de su padre.

      Madison dejó la tiza.

      —Venga, Cara.

      Cara también la ignoró a ella. Madison se encogió de hombros y suspiró como una niña de mundo.

      —Hola, tío Cope.

      —Hola, cariño. ¿Has disfrutado de la cita de juegos?

      —No —dijo Madison en jarras—. Cara nunca juega conmigo. Sólo juega con mis juguetes.

      Intenté parecer comprensivo.

      Salió Greta con la mochila.

      —Ya hemos hecho los deberes.

      —Gracias.

      Hizo un gesto tranquilizador.

      —Cara, cielo. Tu padre está aquí.

      Cara la ignoró también a ella. Supe que se avecinaba una pataleta. Eso también le viene por parte de padre, supongo. En nuestro mundo inspirado por Disney, la relación de un padre viudo con su hijo es mágica. Sólo hace falta ver películas infantiles —La sirenita, La bella y la bestia, La princesita, Aladín— para entender lo que digo. En las películas, no tener madre parece algo más bien positivo, lo cual si se piensa bien es bastante perverso. En la vida real, no tener madre es casi lo peor que puede pasarle a una niña.

      —Cara, nos vamos —dije en mi tono de voz firme.

      Su expresión era obstinada y me preparé para la confrontación, pero afortunadamente los dioses intercedieron. La batería del Jeep de Barbie se acabó del todo. El Jeep rosa se paró. Cara intentó impulsar con el cuerpo el vehículo un metro más, pero Barbie no se movió. Cara suspiró, bajó del Jeep, y se fue hacia el coche.

      —Despídete de la tía Greta y de tu prima.

      Lo hizo con una voz tan malhumorada que habría sido la envidia de cualquier adolescente.

      Cuando llegamos a casa, Cara encendió la tele sin pedir permiso y se puso a mirar un episodio de Bob esponja. Me da la sensación de que lo ponen a todas horas. Me pregunto si habrá un canal de Bob esponja. Encima parece que sólo existan tres episodios diferentes de la serie. Pero eso no parece desanimar a los niños.

      Iba a decir algo, pero lo dejé pasar. En ese momento sólo quería que estuviera distraída. Todavía estaba intentando aclarar el caso de violación de Chamique Johnson y ahora tenía la repentina aparición y asesinato de Gil Pérez. Confieso que mi gran caso, el más importante de mi carrera, estaba sacando la pajita más corta.

      Empecé a preparar la cena. Casi todas las noches cenábamos fuera o encargábamos la comida. Tengo una niñera-ama de llaves, pero era su día libre.

      —¿Te apetecen perritos calientes?

      —Me da igual.

      Sonó el teléfono y lo cogí.

      —¿Señor Copeland? Soy el detective Tucker York.

      —Sí, detective, ¿qué se le ofrece?

      —Hemos localizado a los padres de Gil Pérez.

      Sentí que apretaba más fuerte el teléfono.

      —¿Han identificado el cuerpo?

      —Todavía no.

      —¿Qué les ha dicho?

      —Mire, sin ánimo de ofender, señor Copeland, pero esta no es la clase de cosa que se puede decir por teléfono, ¿no le parece? «Su hijo muerto puede haber estado vivo todo este tiempo, pero mire, acaban de asesinarle.»

      —Lo comprendo.

      —Así que hemos sido más bien vagos. Vamos a traerlos aquí para ver si pueden identificarle. Pero hay otra cosa, ¿hasta qué punto está seguro de que se trata de Gil Pérez?

      —Bastante seguro.

      —Comprenderá que esto no es suficiente.

      —Lo comprendo.

      —De todos modos es tarde. Mi compañero y yo hemos terminado el turno. Así que mañana enviaremos a alguien a recoger a los Pérez por la mañana.

      —¿Y esto qué es? ¿Una llamada informativa?

      —Algo parecido. Comprendo que tiene interés en el asunto. Tal vez usted también debería venir mañana, por si surgen nuevas preguntas.

      —¿Dónde?

      —En el depósito. ¿Necesita que le recojan?

      —No, iré por mi cuenta.

      5

      Unas horas después acosté a mi hija.

      Nunca he tenido problemas con Cara a la hora de acostarla. Tenemos una rutina estupenda. Le leo. No lo hago porque todas las revistas de padres lo recomienden. Lo hago porque le encanta. Nunca se duerme. Le leo cada noche y lo máximo que he conseguido es que se adormezca un momento. En cambio yo sí me duermo. Algunos de esos libros son espantosos. Me duermo en la cama de ella. Y ella me deja dormir.

      No podía estar a la altura de su deseo voraz de libros para leer y empecé a comprar audiolibros. Yo le leía y después ella podía escuchar una cara de una cinta, unos cuarenta y cinco minutos, antes de que fuera la hora de cerrar los ojos y dormir. Cara entiende esta norma y le gusta.

      Ahora mismo le estoy leyendo a Roald Dahl. Tiene los ojos muy abiertos. El año pasado, cuando la llevé a ver la producción teatral de El rey león, le compré un muñeco, Timon, excesivamente caro. Lo tiene cogido con su brazo derecho. Timon también es un ávido oyente.

      Acabé de leer y besé a Cara en la mejilla. Olía a champú de bebé.

      —Buenas noche, papá —dijo.

      —Buenas noches, bicho.

      Niños. Un momento son como Medea en plena ira, y al siguiente son como ángeles tocados por la gracia de Dios.

      Encendí


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