El bosque. Харлан КобенЧитать онлайн книгу.
no era de las que despiertan la simpatía de un jurado. Chamique tenía dieciséis años y tenía un hijo sin padre. La habían arrestado dos veces por prostituirse, y una por posesión de marihuana. Trabajaba en fiestas como bailarina exótica, y sí, eso es un eufemismo de estríper. La gente se preguntaría qué había ido a hacer a aquella fiesta. Esa clase de cosas no me desaniman. Hacen que me esfuerce más. No porque me preocupe la corrección política, sino porque me importa —me importa mucho— la justicia. De haber sido Chamique una rubia vicepresidenta del consejo de estudiantes del idílico Livingston y los chicos negros, el caso estaría ganado.
Chamique era una persona, un ser humano. No se merecía lo que Barry Marantz y Edward Jenrette le habían hecho.
Y yo pensaba encerrarlos por ello.
Volví al principio del caso y lo repasé de nuevo. La fraternidad era un lugar lujoso con columnas de mármol, letras griegas, la pintura fresca y alfombras. Revisé las facturas del teléfono. Había muchísimas, porque cada chico tenía su línea privada, por no hablar de móviles, mensajes de texto, correos electrónicos y BlackBerrys. Uno de los investigadores de Muse había rastreado todas las llamadas salientes de aquella noche. Había más de cien, pero no había sacado nada en limpio. El resto de las facturas eran corrientes: electricidad, agua, la cuenta de la tienda de bebidas, servicios de limpieza, televisión por cable, servicios de telefonía, alquiler de vídeos Netflix, entrega de pizzas vía Internet...
Un momento.
Pensé en eso. Pensé en la declaración de mi víctima... no necesitaba volver a leerla. Era repugnante, y bastante específica. Los dos chicos habían obligado a Chamique a hacer cosas, la habían puesto en diferentes posiciones, habían hablado todo el rato. Pero algo de aquello, la forma cómo se movían, la colocaban...
Sonó mi teléfono. Era Loren Muse.
—¿Buenas noticias? —pregunté.
—Sólo si es cierta la expresión «No tener noticias son buenas noticias».
—No lo es —dije.
—Vaya. ¿Has encontrado algo? —preguntó.
Cal y Jim. ¿Qué se me estaba escapando? Estaba allí, fuera del alcance. Es esa sensación, cuando sabes que algo está a la vuelta de la esquina, como el nombre del perro de una película o cómo se llamaba el boxeador que interpretaba Mr. T en Rocky III. Era esa sensación. Fuera del alcance.
Cal y Jim.
La respuesta estaba allí, en alguna parte, oculta, a la vuelta de esa esquina mental. Maldita sea, pensaba seguir corriendo hasta que pillara a esa hija de puta y la acorralara contra la pared.
—Todavía no —dije—. Pero sigamos buscando.
A primera hora de la mañana, el detective York estaba sentado frente a los señores Pérez.
—Gracias por venir —dijo.
Hacía veinte años, la señora Pérez trabajaba en la lavandería del campamento, pero desde la tragedia sólo la había vuelto a ver una vez. Hubo una reunión de familiares de las víctimas —los ricos Green, los más ricos Billingham, los pobres Copeland, los más pobres Pérez— en un lujoso bufete de abogados no muy lejos de donde estábamos ahora. Presentábamos el caso de las cuatro familias contra el propietario del campamento. Aquel día los Pérez apenas hablaron. Se quedaron callados, escuchando y dejaron que los otros se desahogaran y llevaran la voz cantante. Recuerdo que la señora Pérez tenía el bolso en el regazo y lo estrujaba. Ahora lo tenía sobre la mesa, pero seguía agarrándolo con ambas manos.
Estaban en una sala de interrogatorios. A petición del detective York, yo observaba al otro lado del cristal. No quería que me vieran todavía. Me pareció lógico.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó la señora Pérez.
Pérez era robusto, y llevaba una camisa demasiado pequeña y abotonada hasta arriba oprimiéndole el cuello.
—No es fácil de decir. —El detective York miró hacia el cristal y aunque su mirada no estaba enfocada supe que me miraba a mí—. O sea, que tendré que decirlo sin tapujos.
Los ojos del señor Pérez se entrecerraron. La señora Pérez apretó más fuerte el bolso. Me pregunté tontamente si sería el mismo bolso de hacía quince años. Es increíble las cosas que se piensan en momentos así.
—Ayer se cometió un asesinato en la sección de Washington Heights de Manhattan —dijo York—. Encontramos el cadáver en un callejón cercano a la calle 157.
Mantuve los ojos fijos en sus caras. Los Pérez no delataban nada.
—La víctima es un hombre y parece estar entre los treinta y cinco y los cuarenta años. Mide metro sesenta y pesa setenta y seis kilos. —La voz del detective York había adquirido una cadencia profesional—. El hombre utilizaba un alias, así que tenemos dificultades para identificarlo.
York calló. Técnica clásica para ver si decían algo. La señora Pérez lo hizo.
—No entiendo qué tiene que ver eso con nosotros.
Los ojos de la señora Pérez fueron hacia su marido, pero el resto de su cuerpo no se movió.
—Enseguida se lo explico.
Casi pude ver las ruedas de York poniéndose en marcha, decidiendo cómo enfocarlo, si empezar hablando de los recortes, del anillo, o de qué. Me lo podía imaginar ensayando las palabras en su cabeza y comprobando lo tontas que parecían. Recortes, un anillo, no demuestran nada de nada. De repente yo mismo tuve dudas. En aquel momento el mundo de los Pérez iba a ser destripado como el de un ternero en el matadero y me alegraba de estar detrás del cristal.
—Trajimos a un testigo para identificar el cuerpo —siguió York—. Ese testigo cree que la víctima podría ser su hijo Gil.
La señora Pérez cerró los ojos. El señor Pérez se puso tenso. Por un momento nadie habló, nadie se movió. Pérez no miró a su esposa. Ella no le miró a él. Se quedaron paralizados, como si las palabras siguieran suspendidas en el ambiente.
—A nuestro hijo lo mataron hace veinte años —dijo por fin el señor Pérez.
York asintió, no sabiendo qué decir.
—¿Nos está diciendo que finalmente han hallado su cadáver?
—No, no es eso. Su hijo tenía dieciocho años cuando desapareció, ¿no es así?
—Casi diecinueve —dijo el señor Pérez.
—Este hombre, la víctima, como he dicho antes, probablemente se acercaba a los cuarenta.
El señor Pérez se echó hacia atrás. La madre todavía no se había movido.
York aprovechó para intervenir.
—Nunca hallaron el cuerpo de su hijo, ¿correcto?
—¿Intenta decirnos que...?
A la señora Pérez le falló la voz y nadie intervino para decir: «Sí, eso es precisamente lo que intentamos decir, que su hijo Gil ha estado vivo todo este tiempo, veinte años, y no se lo dijo ni a ustedes ni a nadie, y ahora que por fin tenían la posibilidad de volver a reunirse con su hijo desaparecido, le han asesinado. La vida es bella, ¿eh?»
—Esto es una locura —dijo el señor Pérez.
—Sé que les parecerá una locura...
—¿Por qué cree que es nuestro hijo?
—Como he dicho antes, tenemos un testigo.
—¿Quién?
Era la primera vez que oía hablar a la señora Pérez. Casi me agacho.
York intentó mostrarse tranquilizador.
—Sé que están angustiados...
—¿Angustiados?
Otra