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El bosque. Харлан КобенЧитать онлайн книгу.

El bosque - Харлан Кобен


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derecho. Y la de Gil no era tan larga ni tan profunda.

      El señor Pérez se volvió hacia mí y me puso una mano en el brazo.

      —No es él, señor Copeland. Comprendo que desee que sea Gil. Pero no lo es. No volverá con nosotros. Y su hermana tampoco.

      6

      Cuando volví a casa, Loren Muse se paseaba arriba y abajo como un león acechando a una gacela herida. Cara estaba en el asiento de atrás. Tenía clase de danza en una hora. No la acompañaba yo, sino Estelle, la niñera, que conducía. Pagaba mucho a Estelle y no me importaba. Si encuentras a alguien que es bueno y además conduce, le pagas lo que te pida.

      Paré en la entrada. La casa era de una sola planta, con tres dormitorios y tanta personalidad como el pasillo del depósito. Se suponía que iba a ser una casa «para empezar». Jane quería que nos mudáramos a una mansión, tal vez en Franklin Lakes. A mí no me importaba mucho donde vivía. No estoy pendiente de las casas o los coches y dejaba que Jane se saliera con la suya en estos temas.

      Echaba de menos a mi esposa.

      Loren Muse tenía una sonrisa depredadora en la cara. Muse no serviría como jugadora de póquer, eso estaba claro.

      —Tengo todas las facturas. Y los registros del ordenador también. Todo. —Después se volvió hacia mi hija—. Hola Cara.

      —¡Loren! —gritó Cara.

      Bajó del coche. A Cara le caía bien Muse, que era buena con los niños. Muse nunca había estado casada, nunca había tenido hijos. Hacía unas semanas me había presentado a su último novio. El chico no estaba a su altura, pero esa parecía ser la norma con las mujeres de una cierta edad.

      Muse y yo lo esparcimos todo en el suelo del estudio: declaraciones de testigos, informes de la policía, registros telefónicos, todas las facturas de la fraternidad. Comenzamos con las facturas de la fraternidad, y había una tonelada. Todos los móviles. Todos los pedidos de cerveza. Todas las compras a través de Internet.

      —Bueno —dijo Muse—, ¿se puede saber qué buscamos?

      —No tengo ni idea.

      —Creía que tenías algo.

      —Sólo una sensación.

      —Oh, por favor. No me digas que sigues una corazonada.

      —Jamás —dije.

      Seguimos buscando.

      —Bueno —dijo ella—, ¿básicamente estamos mirando estos papeles buscando un rótulo que diga: «Gran pista por aquí»?

      —Buscamos un catalizador —dije.

      —Bonita palabra. ¿En forma de qué?

      —No lo sé, Muse. Pero la respuesta está aquí. Es como si pudiera verla.

      —Vaaaale —dijo, haciendo un gran esfuerzo por no levantar los ojos al cielo.

      Seguimos buscando. Pedían pizza prácticamente cada noche, ocho, de Pizza-To-Go, que cargaban directamente a su tarjeta de crédito. Tenían Netflix para poder alquilar películas en devedé regularmente, de tres en tres, entrega a domicilio, y a algo llamado HotFlixxx, para hacer lo mismo con las porno. Habían encargado camisetas de golf con el logo de la fraternidad. El logo de la fraternidad también lo tenían en las pelotas de golf, a montones.

      Intentamos ordenarlos de alguna manera. No tengo ni idea de por qué.

      Levanté la factura de HotFlixxx y se la enseñé a Muse.

      —Barato —dije.

      —Internet ha vuelto accesible el porno y las masas pueden permitírselo.

      —Es bueno saberlo —dije.

      —Pero podría ser algo —dijo Muse.

      —¿El qué?

      —Chicos jóvenes, mujeres a tope. O en este caso, mujer.

      —Explícate —dije.

      —Quiero que contratemos a alguien de fuera.

      —¿A quién?

      —A una investigadora privada llamada Cingle Shaker. ¿Has oído hablar de ella?

      Asentí. Ya lo creo.

      —Qué digo oído —insistió—. ¿La has visto?

      —No.

      —Pero ¿has oído?

      —Sí, he oído —dije.

      —Pues no es una exageración. Cingle Shaker tiene un cuerpo que no sólo hace parar el tráfico, sino que levanta el asfalto y arrasa las medianas de la autopista. Y es muy buena. Si alguien puede hacer hablar a los chicos de la fraternidad, es Cingle.

      —De acuerdo —dije.

      Horas después, ni siquiera sé cuántas, Muse se levantó.

      —Aquí no hay nada, Cope.

      —Eso parece, ¿no?

      —¿Mañana preparas el testimonio con Chamique?

      —Sí.

      Me miró desde arriba.

      —Aprovecharás más el tiempo trabajando con ella.

      Le dediqué un saludo militar burlón.

      Chamique y yo ya habíamos trabajado en su testimonio, pero no tanto como se podría imaginar. No quería que sonara ensayado. Tenía pensada otra estrategia.

      —A ver qué puedo conseguirte —dijo Muse.

      Salió por la puerta con su mejor pose amenazadora.

      Estelle nos preparó la cena: espaguetis y albóndigas. Estelle no es una gran cocinera, pero se podía comer. Después llevé a Cara a Van Dyke’s a tomar un helado, como un premio. Estaba más charlatana. Por el retrovisor, la veía atada a su asiento. Cuando yo era niño, se nos permitía sentarnos delante. Ahora teníamos que tener la edad legal para beber antes de poder sentarnos delante.

      Intenté escuchar lo que me decía pero Cara sólo decía una tontería tras otra, como hacen los niños. Parece que Brittany había sido mala con Morgan y por eso Kyle le había tirado un borrador y después Kylie, no Kylie G, Kylie N —había dos Kylies en la clase— Kylie N no quería ir a los columpios a la hora del patio a menos que Kiera también fuera. Yo miraba de vez en cuando su cara animada, arrugada como imitando la de un adulto. Me atacó esa sensación abrumadora. Se infiltró dentro de mí. A los padres les asalta de vez en cuando. Estás mirando a tu hijo y es un momento cualquiera, no está en un escenario ni en una competición, sólo está ahí y le miras y sabes que es toda tu vida y eso te conmueve y te asusta y te gustaría detener el tiempo.

      Había perdido a una hermana. Había perdido a una esposa. Y más recientemente, había perdido a mi padre. En las tres ocasiones me había hundido. Pero al mirar a Cara, a la forma como gesticulaba y abría mucho los ojos, supe que había un golpe del que no me recuperaría nunca.

      Pensé en mi padre. En el bosque. Con aquella pala. Su corazón roto. Buscando a su hijita. Pensé en mi madre. Se había ido. No sabía dónde estaba. A veces todavía pienso en buscarla. Pero ya no tan a menudo. Durante años la odié. Puede que todavía la odie. O puede que ahora que tengo una hija comprenda un poco mejor el dolor que debió de experimentar.

      Entramos en casa y sonó el teléfono. Estelle se llevó a Cara y yo respondí diciendo:

      —Diga.

      —Tenemos un problema, Cope.

      Era mi cuñado, Bob, el marido de Greta. Era presidente de la asociación benéfica JaneCare. Greta, Bob y yo la fundamos después de la muerte de mi esposa. Me había dado una prensa estupenda. Un homenaje a mi hermosa y amada esposa.

      Vaya,


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