El bosque. Харлан КобенЧитать онлайн книгу.
con la muerte, pero hay una diferencia enorme entre el asesinato de mi hermana y la muerte prematura de mi esposa. El primero, el de mi hermana, me empujó hacia el trabajo que hago ahora y a mi proyecto de carrera. Puedo luchar contra esa injusticia en los tribunales. Y lo hago. Intento que el mundo sea más seguro, intento meter entre rejas a las personas que podrían hacer daño a otras, intento que otras familias tengan lo que la mía nunca llegó a tener, una conclusión.
Frente a la segunda muerte, la de mi esposa, me sentí indefenso y estafado y, por mucho que me esfuerce, nunca llegaré a asumirla.
La directora de la escuela se colocó la sonrisa de falsa preocupación en su boca excesivamente pintada y se dirigió hacia los dos policías. Se puso a hablar con ellos, pero ninguno de los dos se molestó ni siquiera en mirarla. Observé sus ojos. Cuando el policía alto, sin duda el jefe, vio mi cara, se detuvo. Ninguno de los dos se movió durante un segundo. Ladeó muy ligeramente la cabeza, convocándome fuera de aquel paraíso seguro de risas y volteretas. Mi asentimiento fue igual de insignificante.
—¿A dónde vas? —preguntó Greta.
No quiero parecer desagradecido, pero Greta es la hermana fea. Ella y mi amada y difunta esposa se parecían. Saltaba a la vista que eran familia. Pero todo lo que funcionaba físicamente en Jane no lograba el mismo resultado en Greta. Mi esposa tenía una nariz prominente que la hacía parecer sexy. Greta tiene una nariz prominente que sólo parece eso, grande. Los ojos de mi esposa, bastante separados, le daban un atractivo exótico. En Greta, tanta separación la hace parecerse a un reptil.
—No estoy seguro —dije.
—¿Trabajo?
—Podría ser.
Echó un vistazo a los probables policías y después me miró.
—Iba a llevar a Madison a almorzar a Friendly’s. ¿Quieres que me lleve a Cara?
—Sí, le encantará.
—También puedo recogerla de la escuela.
—Sería de gran ayuda —contesté.
Greta me besó suavemente en la mejilla, algo que hace muy pocas veces. Me marché. Las carcajadas infantiles salieron conmigo. Abrí la puerta y salí al pasillo. Los dos policías me siguieron. Los pasillos de las escuelas tampoco cambian nunca. Tienen una especie de eco de casa encantada, un extraño semisilencio y un vago pero perceptible olor que al mismo tiempo calma y enerva.
—¿Es usted Paul Copeland? —preguntó el alto.
—Sí.
Miró a su compañero, más bajo, que era robusto y no tenía cuello. Tenía una cabeza en forma de ladrillo. Su piel también era curtida, lo que redondeaba el conjunto. Una clase que podía ser de cuarto dobló una esquina. Estaban todos rojos de hacer ejercicio. Probablemente venían del patio. Pasaron junto a nosotros, seguidos por la agobiada maestra que nos dirigió una sonrisa forzada.
—Quizá sea mejor que hablemos fuera —dijo el alto.
Me encogí de hombros. No tenía ni idea de sobre qué quería hablar. Tenía de mi parte la inocencia, pero la experiencia me decía que con la policía nada es lo que parece. No querían hablar del gran caso en el que trabajaba, que ocupaba los titulares. De haber sido eso, me habrían llamado a la oficina. Me habrían avisado al móvil o la BlackBerry.
No, estaban allí por otra cosa, por algo personal.
Insisto en que era consciente de no haber hecho nada malo. Pero he visto a toda clase de sospechosos y toda clase de reacciones. Les sorprendería. Por ejemplo, cuando la policía tiene bajo custodia a alguien que considera un sospechoso razonable, a menudo lo dejan horas encerrado en la sala de interrogatorios. Sería de esperar que los culpables se subieran por las paredes, pero en general sucede precisamente lo contrario. Son los inocentes los que se ponen más nerviosos y se angustian. No tienen ni idea de por qué están allí o qué cree erróneamente la policía que han hecho. Los culpables a menudo se duermen.
Salimos fuera. El sol caía de lleno. El alto entornó los ojos y levantó una mano a modo de pantalla. Ladrillo no pensaba dar esa satisfacción a nadie.
—Soy el detective Tucker York —dijo el alto. Sacó la placa y después señaló a Ladrillo—. Él es el detective Don Dillon.
Dillon también sacó su identificación. Me las mostraron. No sé por qué lo hacen. ¿Cuánto puede costar conseguir identificaciones falsas?
—¿En qué puedo ayudarles? —pregunté.
—¿Le importaría decirnos dónde estuvo anoche? —preguntó York.
Ante una pregunta como ésta deberían haber sonado sirenas. Debería haberles recordado inmediatamente quien era yo y que no respondería a ninguna pregunta sin un abogado presente. Pero yo soy abogado. Un abogado muy bueno. Y evidentemente eso hace que hagas más el tonto cuando te representas a ti mismo. También era humano. Cuando la policía te acosa, lo sé por experiencia, tu reacción es desear complacerlos. No lo puedes evitar.
—Estaba en casa.
—¿Puede confirmarlo alguien?
—Mi hija.
York y Dillon miraron hacia la escuela.
—¿La niña que daba volteretas ahí dentro?
—Sí.
—¿Alguien más?
—No lo creo. ¿De qué se trata?
York era el que llevaba la voz cantante. Ignoró mi pregunta.
—¿Conoce a un hombre llamado Manolo Santiago?
—No.
—¿Está seguro?
—Bastante seguro.
—¿Por qué sólo bastante seguro?
—¿Sabe quién soy?
—Sí —dijo York. Tosió tapándose la boca con el puño—. ¿Quiere que nos arrodillemos o le besemos el anillo?
—No quería decir eso.
—Bien, entonces estamos en la misma onda. —No me gustó su actitud, pero lo dejé pasar—. ¿Por qué está sólo bastante seguro de no conocer a Manolo Santiago?
—El nombre no me suena. Creo que no le conozco. Pero podría ser alguien a quien he procesado o un testigo en uno de mis casos, o yo qué sé, puedo haberlo conocido en alguna asociación benéfica hace diez años.
York asintió, animándome a seguir hablando. No lo hice.
—¿Le importa acompañarnos?
—¿A dónde?
—No tardaremos mucho.
—No tardaremos mucho —repetí—. No parece un sitio.
Los dos policías intercambiaron una mirada. Intenté que diera la impresión de que no pensaba ceder.
—Anoche fue asesinado un hombre llamado Manolo Santiago.
—¿Dónde?
—Su cadáver se encontró en Manhattan. En la zona de Washington Heights.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—Creemos que puede ayudarnos.
—¿Ayudar cómo? Ya se lo he dicho, no le conozco.
—Ha dicho... —York llegó a consultar su cuaderno, pero era sólo teatro, porque no había escrito nada mientras yo hablaba— que estaba «bastante seguro» de no conocerle.
—Pues estoy seguro. ¿Vale? Estoy seguro.
Cerró de golpe el cuaderno con un gesto teatral.
—El señor Santiago sí le conocía.
—¿Cómo lo sabe?
—Preferiríamos