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El invencible. Stanislaw LemЧитать онлайн книгу.

El invencible - Stanislaw Lem


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hacia el panel de mandos. Nunca se lo confesaría a nadie, pero el juego de luces que acompañaba al lanzamiento de una sonda hacia una órbita planetaria siempre le había divertido. Primero, se encendieron las luces piloto del booster: escarlatas, blancas y azules. Después ronroneó el mecanismo automático de despegue. Cuando el tictac se cortó de repente, todo el casco del crucero fue atravesado por una leve vibración. Al mismo tiempo, el desierto que aparecía en los monitores se encendió con un brillo fosforescente. El minúsculo proyectil se precipitó desde el lanzador de proa con un finísimo y punzante estruendo, inundando la nave nodriza con un torrente de llamas. Mientras se alejaba, el destello del booster, cada vez más débil, aleteó en las laderas de las dunas hasta que al final se extinguió. Ya no se oía aquel pequeño cohete, en cambio, todo el panel de mandos estalló en un impetuoso fervor lumínico. Con una febril precipitación emergieron de la oscuridad las alargadas luces del control balístico, coreadas por las de tono nacarado del mando a distancia, después apareció una especie de árbol navideño multicolor: eran las señales que avisaban del desprendimiento de las protecciones externas, finalmente, encima de todo aquel irisado hormiguero, se encendió un rectángulo blanco e impoluto que indicaba que el satélite había entrado en órbita. En el centro de su nívea y brillante superficie se vislumbró un islote gris que, entre vibraciones, formó el número 67, lo que indicaba la altura a la que volaban. Rohan comprobó todavía los parámetros de la órbita: tanto el perigeo como el apogeo estaban dentro de los límites establecidos. Ya no pintaba nada en aquel lugar. Echó un vistazo al reloj de a bordo, que marcaba las dieciocho horas, después al reloj que marcaba la hora local, la vigente en ese momento: eran las once de la noche. Cerró los ojos un momento. Estaba contento con aquella escapada al océano. Le gustaba actuar solo. Tenía sueño y hambre. Y se planteó tomar una pastilla estimulante. Pero decidió que con la cena sería suficiente. Al levantarse se dio cuenta de lo muy cansado que estaba; se sorprendió para bien y la propia sorpresa le reconfortó un poco. Bajó al comedor. Su nuevo equipo ya estaba allí: dos conductores de transportadores aerodeslizantes, entre ellos Jarg, que por su permanente buen humor le caía bien. También se encontraba allí Fitzpatrik con dos compañeros, Broza y Koechlin. Estaban terminando de cenar cuando Rohan acababa de pedirse una sopa caliente y había sacado pan y unas botellas de cerveza sin alcohol de un distribuidor de pared. Mientras se dirigía a la mesa con su bandeja llena de comida el suelo tembló ligeramente. El Invencible acababa de lanzar el siguiente satélite.

      El comandante no les había permitido viajar de noche. Se pusieron en camino a las cinco, hora local, antes de que amaneciera. El necesario orden de la columna y la molesta lentitud de su avance hacían que la formación fuera conocida con el nombre de «cortejo fúnebre». La abrían y la cerraban los energobots, que con su campo de fuerza elipsoidal protegían todas las máquinas en el interior: aerodeslizadores universales, astromóviles con radioemisoras y radar, una cocina, un transportador con un barracón hermético automontable destinado a vivienda, y un pequeño láser de destrucción directa sobre orugas, al que la tripulación llamaba «lezna». En el energobot delantero iban Rohan y tres científicos, era una situación bastante incómoda, ya que apenas cabían sentados uno al lado del otro, pero al menos les daba una sensación de normalidad. Había que ajustar la velocidad a la de las máquinas más lentas del cortejo, los energobots. Ir a bordo de uno no era precisamente un placer. Las orugas aullaban y relinchaban en la arena, los turbomotores zumbaban como mosquitos del tamaño de un elefante, el aire de refrigeración se precipitaba por las rejillas justo detrás de los pasajeros y todo el energobot se bamboleaba como una pesada chalupa entre las olas. Pronto, la aguja negra de El Invencible desapareció tras el horizonte. Durante un tiempo, avanzaron por el monótono desierto bajo los horizontales rayos de un sol frío y rojo como la sangre; había cada vez menos arena, y de ella sobresalían oblicuas placas rocosas que había que sortear. Las máscaras de oxígeno y el aullido de los motores no invitaban a entablar una conversación. Observaban el horizonte con atención, pero el paisaje era siempre el mismo: rocas amontonadas, grandes peñascos erosionados… La llanura empezó a descender en pendiente y en el fondo de una suave hondonada apareció un arroyo estrecho, sin apenas agua, donde se reflejaba la luz del rojo amanecer. Los cantos rodados se extendían como en manadas a ambos lados, lo que indicaba que el caudal a veces era mucho mayor. Hicieron un alto para analizar el agua. Era muy limpia, bastante dura, con cierta cantidad de óxidos de hierro y una testimonial presencia de sulfuros. Reanudaron la marcha, ahora más rápida, ya que las orugas se arrastraban con mayor facilidad sobre el suelo pedregoso. Por el oeste se levantaban unos pequeños acantilados. La última máquina mantenía una comunicación ininterrumpida con El Invencible. Las antenas de los radares giraban y sus técnicos, ajustándose los auriculares a la cabeza, se inclinaban sobre sus pantallas sin dejar de mordisquear barras de concentrado alimenticio, a veces, desde debajo de alguno de los aerodeslizadores saltaba con ímpetu una piedra, como lanzada por una pequeña tromba de aire, y brincaba, repentinamente avivada, pedregal arriba. Más tarde se encontraron con unas suaves colinas, calvas y desnudas. Recogieron unas muestras sin detenerse, y Fitzpatrick le gritó a Rohan que la sílice era de origen orgánico. Finalmente, cuando apareció ante ellos la amoratada línea del agua, hallaron también rocas calizas. Bajaron hasta la orilla traqueteando por unas piedras pequeñas y planas. El cálido aliento de la máquina, el rechinar de las orugas, el aullido de las turbinas, todo eso se calmó de repente cuando a cien metros de distancia apareció el océano, que de cerca era verdoso y en apariencia absolutamente terrestre. Hubo que realizar una complicada maniobra porque para proteger al grupo de trabajo con un campo de fuerza había que meter al energobot delantero en el agua, a una profundidad considerable. Primero, la máquina fue convenientemente hermetizada y después, dirigida desde el segundo energobot, se adentró en las olas, revolviéndolas y llenándolas de espuma, hasta convertirse en un objeto más oscuro dentro del agua y apenas visible, solo entonces obedeció la señal enviada desde el puesto central, y el coloso sumergido sacó a la superficie un emisor Dirac y cuando el campo de fuerza se estabilizó, cubriendo con su invisible hemisferio parte de la orilla y de las aguas litorales, empezaron los análisis previstos.

      El océano era algo menos salado que los terrestres, pero no obtuvieron resultados sorprendentes. Al cabo de dos horas sabían más o menos lo mismo que al principio. Entonces decidieron enviar a alta mar dos sondas de televisión teledirigidas y observaron su trayectoria en los monitores del puesto central. Pero las señales no transmitieron información importante hasta que las sondas no se alejaron más allá del horizonte. En el océano vivían unos organismos parecidos en su forma a los peces óseos terrestres. Pero en cuanto vieron la sonda huyeron a gran velocidad en busca de refugio en las profundidades. Las ecosondas establecieron que la profundidad del océano, en aquel primer encuentro con seres vivos, era de ciento cincuenta metros.

      Broza se empeñó en tener al menos uno de aquellos peces. Intentaron, pues, pescar alguno; las sondas perseguían, disparándoles descargas eléctricas, sombras que se revolvían en la penumbra verde, pero los supuestos peces se movían con una incomparable agilidad. Fueron necesarios muchos disparos para conseguir capturar uno. La sonda que lo atrapó con sus tenazas fue dirigida inmediatamente a la orilla, mientras que Kochlin y Fitzpatrik manipulaban otra sonda con la que pretendían recoger muestras de unas fibras que flotaban entre las olas y que les parecieron una especie local de algas o plantas acuáticas. En última instancia, enviaron a la sonda hasta el fondo oceánico, a una profundidad de doscientos cincuenta metros. Una fuerte corriente submarina dificultaba considerablemente el pilotaje de la sonda, ya que se desviaba todo el tiempo hacia las grandes aglomeraciones de rocas del fondo. Sin embargo, tras muchos esfuerzos, consiguieron derribar algunos peñascos y, tal como pensaba Koechlin, debajo encontraron toda una colonia de pequeñas criaturas flexibles con forma de pincel.

      Rohan, Jarg y otras cinco personas pudieron comer el primer plato caliente de ese día cuando ambas sondas regresaron al perímetro del campo de fuerza, y los biólogos se pusieron manos a la obra en el barracón montado mientras tanto, en el que por fin era posible quitarse las fastidiosas máscaras.

      Se pasaron el resto del tiempo, hasta que llegó la noche, recogiendo muestras de minerales, examinando la radiactividad del fondo marino, midiendo la insolación y realizando otras mil tareas igual de laboriosas, todo debía ser realizado a conciencia, con una meticulosidad incluso exagerada, para así poder proporcionar resultados fiables. Para el atardecer, ya habían


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