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Las Cruzadas. Carlos de Ayala MartínezЧитать онлайн книгу.

Las Cruzadas - Carlos de Ayala Martínez


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a recogerse elementos hasta entonces solo parcial o esporádicamente presentes en las anteriores guerras santas, entre ellos, el más importante el de su carácter retributivo y salvífico: a quien participe en ella, respondiendo de este modo al llamamiento papal, y tenga la suerte de sobrevivir, se le concede la indulgencia, es decir la remisión de todos sus pecados –o mejor dicho, de las penas temporales por la comisión de sus pecados–, pero si muere, se le garantiza la inmediata entrada en la vida eterna, reservada a mártires y santos.

      En realidad la compleja doctrina sobre las indulgencias no empezará a tomar forma jurídica hasta fechas tardías –no antes de mediados del siglo XII–, pero el carácter retributivo de la guerra santa no es ciertamente una novedad. Lo hallamos, aunque de manera incompleta y solo embrionariamente apuntado, en tardíos textos bíblicos de influjo helenístico como el Segundo Libro de los Macabeos (2 Mac 12,45), y de forma mucho más explícita y acabada en el libro sagrado de los musulmanes: “Borraré las malas acciones de quienes emigraron y fueron expulsados de sus hogares, de quienes padecieron por causa mía, de quienes combatieron y fueron muertos, y, a título de recompensa de Dios, les introduciré en jardines por donde corren arroyos” (Corán 3,195). El Imperio Bizantino tampoco desconocía la doctrina de la retribución martirial como consecuencia de la guerra, aunque su iglesia fue reacia a consagrarla cuando así lo solicitó el emperador Nicéforo Focas (963-969), empeñado como estaba en la reconquista de los Santos Lugares que ocupaban los musulmanes. Por lo demás, poco antes, y si hemos de creer al obispo Thietmar de Merseburgo, cuya crónica data de los primeros años del siglo XI, el rey alemán Otón I habría prometido recompensas celestiales a los caballeros que murieran en la batalla de Lechfeld de 955.

      El problema es saber cuándo la Iglesia romana asumió en plenitud la doctrina de la retribución porque, en buena medida, la guerra santa pontificia habrá de descansar sobre ella. Y no es fácil determinarlo. El antecedente del papa Juan VIII que ya conocemos es digno de consideración, pero conviene también tener presentes las matizaciones a las que en su momento aludíamos. No parece digno de crédito, en cambio, el llamamiento que en 1010 habría hecho el papa Sergio IV (1009-1012) para vengar el ultraje cometido poco antes por el califa fatimí al-Hakam contra el Santo Sepulcro, un llamamiento que habría incluido la concesión de indulgencia para quienes murieran en la loable empresa de su recuperación. La mayor parte de los especialistas atribuye la presunta iniciativa papal a una tardía elaboración contemporánea a la convocatoria de la primera cruzada, es decir, no anterior a 1095.

      Sin embargo, sí son anteriores a esa fecha otros episodios que no pueden ser vinculados con la figura del obispo de Roma. Pensemos en el que nos narra Raúl Glaber a propósito de unos monjes guerreros muertos como mártires en España, y al que ya hemos aludido; también es previo el que, antes de 1020, recoge el cronista Bernado de Angers en relación con un prior de Conques que consideraba aun más digna de recompensa martirial la muerte en defensa de su monasterio frente a los depredadores que la que pudiera producirse en combate con los infieles. Más interés tiene para nosotros un conocido y temprano texto literario que recoge con mayor fidelidad que muchos otros la doctrina de la retribución. Nos referimos a la Chanson de Roland. Su autor muy posiblemente es un clérigo de origen normando, Turoldo de Fécamp, un hombre vinculado a Guillermo el Conquistador, que combatió junto a él en la batalla de Hastings de 1066 y se estableció definitivamente en Inglaterra tras la conquista; allí probablemente escribió la Chanson siendo ya titular de la abadía-fortaleza de Peterborough después de 1070. Pues bien, en dicha obra Turoldo pone en boca del belicoso arzobispo Turpín, el fiel colaborador del emperador Carlos y proyección de la propia personalidad del autor, una soflama cruzadista que no tiene desperdicio:

      “Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí, debemos morir por nuestro señor. ¡Ayudad a mantener la cristiandad!; sabed que habrá una batalla, pues teneis a los sarracenos ante vuestros ojos. Proclamad vuestros pecados, pedid perdón a Dios. Os daré la absolución para salvar vuestras almas. Si morís, sereís santos mártires y tendréis un sitio en lo más alto del paraíso”.

      Los franceses desmontan y se ponen en tierra y el arzobispo les bendice [en nombre] de Dios; como penitencia les ordena atacar [vv. 1124-1138].

      Estamos lejos ya, aunque desde luego no en el tiempo, de las imposiciones de penitencia por haber participado en una guerra por justa y santa que fuera. Para el clérigo normando autor de la Chanson está claro que la participación en la guerra santa era en sí penitencia purificadora. Ya se había pronunciado con anterioridad el papado cuando Alejandro II en 1064 promulgó indulgencia para los participantes de la cruzada que, en España, devolvería Barbastro por poco tiempo al poder de los cristianos. Así ocurriría también cuando el papa Víctor III (1086-1087) decidiese perdonar sus pecados a cuantos italianos acudieran bajo el vexillum sancti Petri a combatir a los sarracenos en Tunicia. De modo no muy distinto a como lo hicieron el novelado arzobispo Turpín o los papas Alejandro II y Víctor III, harán expresarse a Urbano II los cronistas que a principios del siglo XII ponen en su boca el discurso de convocatoria de la primera cruzada, un discurso que, si no fue pronunciado en estos términos, bien lo podría haber sido:

      “Quien sucumbiere en esa expedición por amor de Dios y de sus hermanos, no dude en modo alguno de que hallará perdón de sus pecados, y participará de la vida eterna, gracias a la clementísima misericordia de nuestro Dios”.

      Se puede afirmar, por tanto, que, aunque desde luego no por primera vez, es con motivo de la primera cruzada cuando el pontificado asume plena y definitivamente la doctrina de la retribución, una doctrina que supone legitimación potenciadora de las guerras santas convocadas o animadas por él. Ahora bien, no pensemos que se halla claramente explicitada en todas ellas. Y aunque no sea éste el criterio que nos permite hacer una distinción entre unas y otras, conviene advertir que la guerra santa pontificia adoptó dos modelos distintos de presentación, ambos formulados consecutivamente en la segunda mitad del siglo XI. El primero fue el de la reconquista cristiana y el segundo el de la cruzada propiamente dicha; como en seguida veremos, será en esta última donde las connotaciones específicas de la guerra santa pontificia llegarán a su más explícita manifestación.

      La reconquista pontificia, como forma de guerra santa, fue una realidad concebida por el papa Alejandro II (1061-1073) y puesta en práctica fundamentalmente por él y por sus sucesores Gregorio VII (1073-1085) y, en menor medida, Víctor III (1086-1087). Sus características esenciales son básicamente tres:

      Se trata, en primer lugar, de una guerra promovida por el papa, en cuanto obispo de Roma y responsable del Patrimonium Petri, para la restauración de la soberanía pontificia sobre todos los dominios que le habían sido arrebatados en Occidente o en los que se desoía la voz de su autoridad. El origen último de esa soberanía hay que situarlo en la Donación de Constantino, en virtud de la cual el papa accedía, por presunta cesión del primer emperador cristiano, a la titularidad del imperio y al directo control de sus provincias occidentales. Éstas se hallaban parceladas en reinos cuyos titulares debían vasallaje, por este motivo, a la sede de san Pedro. Aunque la Donación de Constantino era un documento espurio elaborado en medios curiales en torno al año 800, su falsedad no fue demostrada hasta el siglo XV, por lo que en el momento que analizamos tenía plena vigencia.

      Estamos, en segundo lugar, ante una guerra dirigida contra los infieles que hayan podido ocupar estos territorios supuestamente pontificios, y también contra aquellos cristianos que no reconozcan la soberanía papal o la autoridad del obispo de Roma. En cualquier caso, se trata de operaciones parciales, no concebidas como defensa del conjunto de la cristiandad.

      Finalmente, en tercer lugar, hablamos de movilizaciones realizadas a base de convocatorias dirigidas a los milites sancti Petri, es decir, a aquellos que se encuentran formalmente ligados al papa mediante lazos de vasallaje o expresos compromisos de dependencia. La guerra así entendida tiene, por tanto, connotaciones claramente feudales.

      Son muchos los ejemplos de reconquista cristiana que nos ofrecen los aludidos pontificados de Alejandro II, Gregorio VII y Víctor III. Cabe presentarlos según tres modalidades distintas:

      La primera de estas modalidades obedece a un objetivo de reconquista pura y simple que permite restaurar


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