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Las Cruzadas. Carlos de Ayala MartínezЧитать онлайн книгу.

Las Cruzadas - Carlos de Ayala Martínez


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venimos apuntando en páginas anteriores, no cabe duda de que las cruzadas son una manifestación más, la más espectacular, del rearme que para el pontificado supuso la llamada reforma gregoriana. La larga carrera de la Sede Apostólica por afirmar su autoridad en Occidente y proyectarse como referente soberano sobre el conjunto de la cristiandad va acompañada de todo un armazón jurídico que favorece la centralización romana y del que ésta se vale para imponer sus criterios. Ese armazón, al sostener la acción de los papas y sus objetivos, constituye igualmente la base del movimiento cruzado.

      La cuestión tiene hondas raíces. No es casual que cuando a mediados del siglo IX el pontificado empiece a dar muestras de una vocación claramente centralizadora y, en consonancia, se atreva a hacer llamamientos para la defensa de esa patria de la cristiandad que era Roma, nos encontremos ya con el respaldo jurídico de las llamadas Falsas Decretales o Decretales Pseudoisidorianas, un primer compendio de derecho canónico atribuido a san Isidoro de Sevilla pero realmente compuesto en medios curiales en torno a 850, y del que se valió el enérgico Nicolás I (858-867) para hacer valer en el conjunto de la Iglesia una autoridad, la suya propia, que él consideraba inapelable.

      Siglos después otro papa enérgico y centralista, Gregorio VII (1073-1085), epicentro del reformismo que lleva su nombre, forjador de la guerra santa cristiana y precursor de las cruzadas, encargaba al canonista Anselmo de Lucca la confección de una nueva compilación jurídica, la Collectio Canonum o Apologeticum, compuesta en 1083 y que constituye todo un monumento en defensa del primado de la Iglesia de Roma, en el que, no en vano, se recogen específicamente cuantas citas patrísticas, y en especial de san Agustín, pudieran justificar el uso de la guerra desde una óptica cristiana.

      Pero la vinculación del movimiento cruzado con el juridicismo centralizador de Roma no solo no acaba aquí, sino que se potencia de manera extraordinaria tras la primera cruzada, y ahí está para demostrarlo el Decretum, la mayor compilación canónica hasta la fecha, obra realizada por un monje camaldulense llamado Graciano que probablemente la confeccionó hacia 1140 en el monasterio de San Félix de Bolonia. Un buen especialista, como James A. Brundage, ha estudiado de manera particular las desviaciones justificadoras que para el encauzamiento de la violencia cristiana tuvo la labor de Graciano y los llamados decretistas. Para empezar, a ellos debemos una elaborada clasificación terminológico-conceptual que perfila con claridad algunas de las categorías que hemos tenido ocasión de ir analizando en páginas anteriores. Distinguían, en primer lugar, entre violencia privada y pública. Esta última, a su vez, podía ser profana o sagrada. La violencia pública sagrada se correspondía con la guerra justa, que podía practicarse tanto en defensa del reino, de la familia y de la legítima propiedad, como en defensa de la Iglesia y de la religión cristiana. En este último caso, nos encontramos con la guerra santa, de la que la cruzada no es más que una manifestación.

      En efecto, eran posibles diversas modalidades de guerra santa. Para que una cruzada fuera canónicamente reconocida como tal, pasaba por presentar las siguientes características:

      – A diferencia de otras guerras santas que podían ser predicadas por los obispos en virtud del ius gladii que poseían, la cruzada solo podía ser proclamada por el papa.

      – Solo a él correspondía, además, autorizar la concesión de indulgencia plenaria.

      – Los cruzados, y no otros participantes en guerras santas, se juramentaban mediante la emisión de votos.

      – Gozaban, además, mientras duraba la cruzada, de determinados privilegios temporales: protección sobre sus personas, familia y propiedades, inmunidades semejantes a las de los clérigos y ciertas exenciones fiscales.

      – Solo los cruzados podían combatir bajo la enseña de la cruz, como símbolo y manifestación de su específico status.

      La cruzada entraba así en la vía de la formalización jurídica derivando hacia la cristalización canónica de algunas de sus más características instituciones. Los restos de espontaneidad que aún podían quedarle al movimiento desaparecían por completo.

      Al tiempo que, a raíz de la conquista de Jerusalén, el marco geográfico del movimiento cruzado se amplía y se va perfilando su definitiva caracterización jurídico-formal, también la definición de sus planteamientos experimenta importantes transformaciones que afectan a su propia naturaleza originaria. La defensa de la cristiandad sigue siendo el valor supremo, pero esa cristiandad, por obra de la teocracia pontificia, cada vez se identifica más con la Iglesia. La defensa de la Iglesia respecto a la agresión de los infieles, la provocación de los paganos y la desestabilización de los herejes se convierten ahora en el objetivo múltiple de la cruzada. A esos mismos enemigos de la Iglesia –los infieles musulmanes de Tierra Santa y de España, los paganos eslavos de Prusia y el Báltico, los cismáticos griegos y los herejes diseminados por toda la cristiandad– se refiere en el siglo XIII un hombre que sabía mucho de cruzadas, Jacobo de Vitry, obispo franco de San Juan de Acre, participante activo en la quinta cruzada y cardenal de la curia romana, donde murió en 1240.

      A partir del siglo XII, en efecto, las cruzadas, con independencia del destino liberador de Tierra Santa y, por tanto, del marco geográfico en donde se produjeran, se relacionan con uno de estos tres grandes grupos que responden, a su vez, a la naturaleza del enemigo a abatir. Lógicamente los musulmanes seguirán manteniendo la primacía en la contraimagen del cruzadismo, pero como veremos en próximos capítulos, su protagonismo será compartido ocasionalmente por paganos centroeuropeos o cristianos heterodoxos.

      También veremos más adelante cómo desde mediados del siglo XII los reyes empiezan a pensar en una instrumentación de la cruzada referida al ámbito de sus respectivos reinos. No se trata de una revitalización de la antigua guerra santa secular, aún no clericalizada, sino una adaptación de la cruzada a los intereses de la monarquía: ya que cruzada es defensa de la Iglesia, y ésta, debidamente parcelada, se integra poco a poco en la estructura política de los reinos, es a sus titulares y no al papa a quien corresponde responsabilizarse de su defensa. De este modo, la cruzada se convierte en instrumento de sujeción de la propia estructura eclesiástica, y por ello en mecanismo de reforzamiento del poder real. Esta tendencia se verá muy claramente ejemplificada en la Península Ibérica, pero no solo en ella. De todo ello tendremos ocasión de hablar en próximos capítulos. Ahora nos interesa detenernos con detalle en la primera y arquetipo, pese a su especificidad, de todas las demás, la predicada por Urbano II en Clermont en 1095.

      Para lo referente a la primitiva institución del herem en Israel y a todo el cambio de mentalidad bélico-religiosa en la cultura hebrea a raíz del año 100 a.C., vid. la clásica obra de R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona, 1992, en especial pp. 346-357. Sobre la Regla de la guerra puede consultarse F. García Martínez y J. Trebolle Barrera, Los hombres de Qumrán. Literatura, estructura social y concepciones religiosas, Madrid, 1993, en especial pp. 84-85; el texto de Qumrán ha sido editado por el primero de estos dos investigadores: Textos de Qumrán, Madrid, 1992, p. 145 y ss.

      Una magnífica y actualizada síntesis que aborda la postura del cristianismo antiguo acerca del ejército y de la violencia en J. Fernández Ubiña, Cristianos y militares. La iglesia antigua ante el ejército y la guerra, Universidad de Granada, 2000. Para una correcta contextualización del tema y un seguimiento del llamado “giro constantiniano” pueden verse algunas de las recientes publicaciones sobre el Bajo Imperio Romano como las de A. Cameron, El Bajo Imperio romano (284-430 d. C.), Madrid, 2001, o L.A. García Moreno, El Bajo Imperio romano, Madrid, 1998.

      Las primeras justificaciones doctrinales de la violencia elaboradas por el cristianismo, y de modo especial por san Agustín, han sido recientemente sintetizadas en un artículo general sobre el tema de L. Sowle Cahill, “La tradición cristiana de la guerra justa: tensiones y evolución”, Concilium, 290 (2001), pp. 257-267. Los ejemplos aducidos sobre la guerra santa bizantina pueden consultarse en las obras clásicas de los grandes bizantinistas; a modo de guía, es útil la actualizada síntesis de J.J. Norwich, Breve Historia de Bizancio, Madrid, 2000. Para las “campañas misioneras” de Carlomagno en Sajonia,


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