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Las Cruzadas. Carlos de Ayala MartínezЧитать онлайн книгу.

Las Cruzadas - Carlos de Ayala Martínez


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obra de Jean Flori, La guerre sainte. La formation de l’idée de croisade dans l’Occident chrétien, Aubier, Paris, 2001 [ed. esp. La guerra santa. La formación de la idea de cruzada en el Occidente cristiano, Trotta-Universidad de Granada, 2003], resulta de extraordinario interés para todo lo que supone la antesala ideológica del concepto de cruzada y el nacimiento de la espiritualidad militar. Puede completarse con el clásico libro de Maurice Keen, Chivalry, Londres, 1984 [ed. esp. La caballería, Barcelona, 1986], y del propio Jean Flori, Chevaliers et chevalerie au Moyen Âge, París, 1998 [ed. esp. Caballeros y caballería en la Edad Media, Barcelona, 2001]. Como obra general de referencia, puede consultarse R.W. Kaeuper, Chivalry and violence in Medieval Europe, Oxford, 1999.

      La alusión a los “anacrónicos” monjes-guerreros muertos en España en torno al año 1000, en el estudio de Jean Flori, “Guerre sainte et rétributions spirituelles dans la 2e moitié du xie siècle. Lutte contre l’islam ou pour la papauté?”, en Revue d’Histoire Ecclésiastique, 85 (1990), pp. 630-638. Sobre el “ movimiento de la paz y tregua de Dios”, en concreto, el gran especialista es H. E. J. Cowdry, “The Peace and the Truce of God in the Eleventh Century”, en Past and Present, 46 (1970), pp. 42-67; su proyección en tierras catalanas puede verse en P. Bonnassie, Cataluña mil años atrás (siglos X-XI), Barcelona, 1988.

      En lo relativo a guerras santas pontificias, a parte de la obra de Flori, un cuadro general de conjunto puede consultarse en el antiguo pero todavía útil tomo de A. Fliche, Reforma gregoriana y reconquista, vol. III de la Historia de la Iglesia de A. Fliche y V. Martín, Valencia, 1976; debe actualizarse, por ejemplo, con I. S. Robinson, The Papacy, 1073-1198. Continuity and Innovation, Cambridge University Press, 1990. Concretamente para una mayor profundización en la “protocruzada” de Gregorio VII, vid. H. E. J. Cowdey, “Pope Gregory VII’s Crusading Plans of 1074”, en Outremer ed. B. Z. Kedar, H. E. Mayer y R. C. Samail (1982), pp. 27-40. En lo tocante a la doctrina de la retribución, el dato concerniente a Otón I y Lechfeld puede consultarse en K. Leyser, Rule and Conlict in Early Medieval Society: Ottonian Saxony, Londres, 1979, p. 77. Sobre la discutible naturaleza de la intervención cristana en Barbastro de 1064, existe un antiguo debate planteado ya por P. Boissonnade, “Les premières coisades françaises en Espagne. Normands, Gascons, Aquitains et Bourguignons”, Bulletin Hispanique, XXXVI (1934), pp. 5-28 y por C. J. Bishko, en su clasico trabajo “Fernando I y los orígenes de la alianza castellano-leonesa con Cluny”, reeditado en Studies in Medieval Spanish Frontier History, Londres, 1980, pp. 1-136; otras modernas revisiones críticas en A. Ferreiro, “The siege of Barbastro, 1064-1065: a reassessment”, Journal of Medieval History, 9 (1983), pp. 129-144, y C. Laliena, “Barbastro, ¿protocruzada?”, en Segundas Jornadas Internacionales sobre la Primera Cruzada. La conquista de la ciudad soñada: Jerusalem, Zaragoza, septiembre de 1999, (en prensa).

      La cuestión del armazón jurídico-canónico sobre el que reposa el concepto de guerra santa pontificia y en concreto de cruzada es un tema complejo para el que resultan de interés A. Stickler, “Il potere coattivo materiale della Chiesa nella Riforma Gregoriana secondo Anselmo di Lucca”, en Studi Gregoriani, 2 (1947), pp. 235-285; J. Riley-Smith, “Crusading as an Act of Love”, en History, 65 (1980), pp. 185-189, y del mismo autor, The First Crusade and the Idea of Crusading, Londres, 1993, especialmente las páginas introductorias. El tema de Graciano, los decretistas y su tipolgía de las guerras santas, en J. A. Brundage, “The Hierarchy of Violence in Twelfth –and Thirteenth– Century Canonist”, en The Inernational History Review, XVII (1995), en especial pp. 680-681. Para otros aspectos de carácter ideológico, vid. R. Barber, “The Church, Wefare and Crusades”, en The Knight and Chivalry, Woodbridge, 1995, pp. 249-265; G. Cipollone, “La parole, les paroles de Dieu: la guerre sainte (1187-1216)”, en Ph. Contamine y O. Guyotjeannin, La guerre, la violence et les gens au Moyen Âge. 1. Guerre et Violence, París, 1996, pp. 25-34; o el clásico de W. Ullmann, “The Bible and Principles of Government in the Middle Age”, en Settimana di Studio Spoleto, Spoleto, 1963, pp. 181-228.

      Una recientísima monografía de Francisco García Fitz recoge una síntesis magistral y muy sistemática de cuantos aspecos de carácter ideológico atañen al desarrollo premedieval y medieval de la concepción de guerra: F. García Fitz, Edad Media: Guerra e Ideología. Justificaciones religiosas y jurídicas, Madrid, 2003.

      Obviamente la cruzada que Urbano II predicó en Clermont en 1095 no puede entenderse si antes no nos ocupamos, aunque sea con brevedad, de los tres factores que de forma directa o indirecta intervienen en su gestación. En primer lugar el islam, cuyos seguidores, presuntamente fanatizados, habrían puesto en marcha los resortes de la reacción cristiana. En segundo lugar, la cristiandad oriental, cuyo referente político, el imperio bizantino, era responsable no solo de la seguridad de sus amenazadas fronteras sino también protector de las comunidades cristianas que, teóricamente, sufrían la directa y desconsiderada opresión de los infieles. Y finalmente la propia cristiandad occidental, a la que con especial insistencia nos hemos referido en el capítulo precedente, y cuyos intereses espirituales y comerciales podían verse notablemente restringidos por efecto de esa pretendida fanatización de los musulmanes. En seguida veremos que la realidad fue mucho más complicada que todo ello, y por eso mismo es por lo que esa triple ojeada previa se hace imprescindible.

      El islam, en efecto, constituye la razón de ser del movimiento cruzado, la justificación de todo su entramado ideológico y su primer y más patente objetivo de combate. Pero el islam en los años que anteceden a la predicación pontificia de Clermont distaba de ser un fenómeno unitario y de coherente proyección. Estaban muy lejos los días en que la religión predicada por el profeta Muhammad servía de plataforma unificadora para un único califato que se extendía desde el Indo al Atlántico. Tras los primeros califas, los râsidûn, los “bien guiados”, que conocemos como “perfectos” u “ortodoxos”, se sucedieron dos nuevas dinastías califales, la de los omeyas, que gobernarían aún el imperio unido desde Damasco entre mediados del siglo VII y mediados del VIII, y la de los abbasíes, que lo harían a partir de entonces desde Bagdad. Todos ellos se autoproclamaban defensores de la pureza interpretativa del islam, que unía a la palabra de Dios revelada en el Corán el inapreciable valor de la tradición o sunna.

      A partir del siglo X el panorama comenzó a cambiar de manera acelerada. Los abbasíes asistieron impotentes a la aparición de alternativas políticas y doctrinales que acabarían formalizando la escisión de la comunidad de los creyentes, la umma, y con ella la del propio imperio árabo-musulmán, unido hasta entonces. A mediados del siglo XI esa división se concreta en la existencia de tres grandes formaciones político-religiosas. La más occidental de todas ellas era el vasto imperio almorávide, cuyos emires, defensores de una ortodoxia rigorista, supieron extenderse desde su lugar de origen a orillas del río Senegal hasta más allá del estrecho de Gibraltar, incorporando buena parte del territorio hispano-musulmán. Más hacia el este, con base en El Cairo, el califato fatimí de Egipto constituye, por su parte, una gran potencia islámica que controlaba las ciudades santas de Arabia e imponía su autoridad en las estratégicas tierras sirio-palestinas del Próximo Oriente; su adscripción ideológica al siísmo la convertía en una amenaza especialmente agresiva frente al califato abbasí. Es éste, o mejor lo que de él quedaba, el tercero de los grandes ámbitos de poder en que se hallaba dividido el islam, aunque, eso sí, un ámbito políticamente desarticulado y controlado, de hecho, por los turcos.

      De las tres formaciones aludidas solo nos ocuparemos en el presente capítulo de las dos últimas. Los almorávides, sobre los que habremos de volver más adelante, fueron sin duda motivo de preocupación para el pontificado, pero su alejada posición respecto a Tierra Santa no los convertía en objetivo prioritario de la cruzada.

      Los fatimíes egipcios sí podían ser considerados como objetivo de cruzada. En torno a 1095, en círculos pontificios, se había elaborado una bula atribuida al papa Sergio IV (1009-1012) concediendo indulgencia plenaria a quien contribuyera a la recuperación del Santo Sepulcro; de este modo, el Papa habría respondido a la sacrílega destrucción de su más preciado santuario


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