La difícil vida fácil. Iván ZaroЧитать онлайн книгу.
en el cruising los hombres establecen contactos y mantienen encuentros sexuales con otros hombres. Suelen ser lugares apartados y tranquilos, emplazamientos recónditos donde poder relacionarse sin llamar la atención. Sin embargo, no son áreas donde suelan ofertarse servicios sexuales.
Cada ciudad tiene sus puntos neurálgicos. En Madrid, la Puerta del Sol es el centro histórico de la prostitución masculina, a la que acuden los clientes en busca de compañía. Para entender su origen como espacio de encuentro, debemos remontarnos a 1934, cuando el Bazar X cerró sus puertas definitivamente tras sesenta años de vida. Los nuevos propietarios del local decidieron en su lugar edificar una sala de proyecciones cinematográficas, y así, un año más tarde nació el cine Carretas. Su construcción fue un gran evento para la ciudad y toda la prensa escrita se hizo eco de su inauguración, destacando la modernidad y comodidad de la nueva sala. Pero con el paso del tiempo sus instalaciones fueron degradándose y, a finales de los setenta, resguardados por la oscuridad de las proyecciones, empezaron a congregarse en su interior hombres que buscaban sexo de manera anónima y otros que ofertaban sus servicios sexuales entre las butacas de la platea. La prostitución masculina y, en menor grado, la femenina se convirtió en una práctica habitual del cine Carretas. La Puerta del Sol, a pocos metros de distancia, se convirtió a su vez en el punto de encuentro donde los hombres negociaban los servicios y los precios, y una vez que se cerraba el acuerdo, acudían al cine para realizar el servicio sexual, amparados en la lobreguez de su sala. Su reputación trascendió tanto que, incluso durante la década de los ochenta, el cine aparecía en la guía gay internacional, hasta su cierre definitivo en julio de 1995.
En la actualidad, la Puerta del Sol es el único resquicio callejero en Madrid donde la prostitución masculina sobrevive. Hace unos años, la calle Almirante, la calle Prim, así como aquellas adyacentes al paseo de Recoletos, o la calle Maestro Arbós, perpendicular a la M-30 y muy próxima a la plaza de Legazpi, servían de punto de encuentro para contactar con los clientes que llegaban en sus coches. Las remodelaciones y los cambios urbanísticos que ha sufrido la capital en la última década han hecho menguar la prostitución masculina callejera.
Los clientes que siguen buscando contactos en la Puerta del Sol suelen tener una edad avanzada, muchos de ellos son jubilados que buscan, al mismo tiempo, socializar. Se encuentran cómodos y pueden ser ellos mismos sin temor al rechazo social que les acompañó desde su despertar sexual. Más de uno reconoce que fue detenido durante la dictadura franquista al amparo de la ley de Vagos y Maleantes de 1933 (modificada por el régimen franquista el 15 de julio de 1954 para incluir en ella la represión de los homosexuales). Este tipo de clientes ha hecho de la Puerta del Sol su mundo. Dicen no encajar en los nuevos locales o barrios abiertamente sensibles al colectivo LGTB y reivindican su existencia y libertad en la misma plaza que les sirvió de abrigo desde su juventud, a pesar de que con el transcurrir de los años el ambiente ha ido transformándose.
Los que hoy ejercen la prostitución en la Puerta del Sol son generalmente inmigrantes, la mayoría procedentes de Rumanía u otros países del este de Europa, pero también hay grupos más pequeños de marroquíes y otros países africanos. La presencia de ciudadanos españoles ha sido escasa durante los últimos años, pero parecer haberse incrementado con la crisis económica desde 2008. Los trabajadores sexuales de la calle se encuentran en riesgo de exclusión social, al borde de la marginación. Cada persona acarrea unos problemas y una realidad diferente en la que se combinan la pobreza extrema, la ausencia de un hogar, la delincuencia o las adicciones. Casi todos ellos arrastran una gran carga de dificultades personales que les atan a la prostitución. En la mayoría de los casos, no tienen otra vía de ingresos y esta parece su única salida.
No es de extrañar que la orientación sexual de muchos de los hombres apostados en la Puerta del Sol sea heterosexual. No están allí por placer o deseo, sino por razones puramente económicas y por desesperanza. Esta discordancia entre su orientación sexual y la práctica de la prostitución masculina conlleva la aparición de conflictos psicológicos en algunos de ellos, que pueden degenerar en agresiones a los clientes, como una necesidad de humillarlos, no por pagar por tener sexo, sino por hacerlo con otros hombres. La homofobia es el mayor de los estigmas que sufren los clientes por parte de los que se prostituyen. La violencia no sólo es simbólica y estructural, desequilibrando las relaciones de poder entre ambas partes, sino que, en ocasiones, puede derivar en violencia física, llegando incluso a atentar contra la vida del cliente. Rara vez se denuncian los hechos debido a la lacra social que comporta la contratación de estos servicios. Los agredidos optan por el silencio.
En verano de 2011, saltó a las noticias el caso de un hombre de apenas veintiún años que asesinó a un cliente en su propio domicilio en Valdemoro. El criminal era conocido en la estación de autobuses de Méndez Álvaro, donde, además de ejercer la prostitución, llevaba a cabo hurtos entre los viajeros y sus clientes. Lo detuvieron poco más tarde en Rumanía, a donde huyó tras perpetrar el homicidio. Pocos años antes, en 2008, otro asesinato, la muerte del conocido músico Coco Ciëlo había conmocionado a la capital por la brutalidad de sus circunstancias. La víctima fue maniatada, golpeada, robada y abandonada a su suerte, hasta que murió desangrada en su lecho, por dos chicos a los que presuntamente había solicitado sus servicios sexuales. Los culpables fueron arrestados días más tarde en Barcelona cuando estaban llevando a cabo un asalto similar. La crueldad es el lenguaje cotidiano entre los que se prostituyen en la calle y, en ocasiones, dicho ensañamiento se manifiesta también con los clientes. Exponiendo estos casos de violencia no se pretende estigmatizar al colectivo, sino reflejar la complejidad de una realidad incómoda que sigue manteniéndose en las sombras y siendo invisible para ciertos sectores de la sociedad. Es necesario conocer la situación de exclusión y marginalidad de dichas personas para poder desarrollar medidas preventivas que la corrijan y acabar así con las variables que avivan su frustración y agresividad. Negarla contribuye a seguir haciendo imperceptible una realidad que no por ello deja de existir y nos convierte a todos en cómplices y responsables de dichos acontecimientos.
Es en la calle donde se localizan más casos de cronicidad dentro de la prostitución masculina. Abandonarla no es sencillo cuando se carece de los apoyos suficientes. Los que ofertan sus servicios sexuales desde las aceras pueden permanecer en ellas durante años, incluso décadas, como es el caso de Javier, un madrileño que conocí en 2004 que lleva años entre la Puerta del Sol y la calle Almirante. Nos fuimos encontrando con el transcurso del tiempo en otros escenarios donde él ejercía la prostitución hasta bien entrado el año 2010, cuando le perdí la pista. Tuve claro desde un principio que era su historia la que quería plasmar. Que era la persona adecuada para explicar la prostitución callejera en Madrid. Así que lo busqué para que relatara sus experiencias. Él es historia viva de la prostitución masculina en la capital española.
La historia de Javier, la escuela de la calle
Mi infancia, al principio, tuvo lugar en el centro de Madrid. En una familia más o menos normal, diría yo. Sólo que mi madre tenía problemas con las drogas cuando yo era pequeño, y luego mi padre murió. Mi padrastro era un borracho y siempre había muchos líos en casa. Se pegaban continuamente. No paraban de pegarse entre ellos, a mí no me tocaron, pero lo suyo era un no parar. Eso lo vi desde niño. Continuamente. Ahora, con los años, creo que eso explica que a veces yo mismo tenga un poco de agresividad. Sí, seguro que es por eso, porque lo he visto desde que era muy pequeño. Hasta el día que murió mi madre. Sólo tenía treinta y dos años. Fue entonces cuando mi familia decidió ingresarme en un colegio de curas a las afueras de Madrid. De allí, claro, yo me escapaba, y ya desde entonces empecé a callejear. Empecé a hacerme mis primeros clientes con doce años.
Recuerdo al primero de ellos, lo hice en la piscina de la Elipa. Esa persona no paraba de mirarme y de perseguirme por la piscina. Me saludaba, pero yo no le hacía ni caso, hasta que al final se acercó con una oferta: «Bueno, te voy a dar cinco mil pesetas y nos vamos ahí, a un apartado». Dije que sí, y así fue mi primera experiencia. Pero no mi primera experiencia sexual, eso no. Esa la había tenido con mi tío, el hermano de mi madre, cuando yo tenía unos diez años. Pero no fue nada, una mamada, sólo eso. No volví a repetir con mi tío, ni a tener ningún otro tipo de experiencia sexual hasta aquel día en la piscina de la Elipa. En aquella experiencia vi una salida para poder venirme a Madrid cuando yo quisiera. Fue la única salida que vi.