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El paraiso de las mujeres. Vicente Blasco IbanezЧитать онлайн книгу.

El paraiso de las mujeres - Vicente Blasco Ibanez


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distinto sexo, llegando así á la escena «culminante» de la obra, que es simplemente una escena de «libro verde», escrita con las precauciones necesarias para bordear el Código y que el volumen pueda exponerse sin peligro en los escaparates de las librerías.

      Del film que dió origen á esta novela diré que aún está por nacer. Según parece, fui amontonando en él tales dificultades do ejecución, que los ingenieros norteamericanos que inventan nuevas «magias» para esta clase de obras todavía están haciendo estudios y no han podido encontrar el modo de que aparezcan en el lienzo luminoso, á un mismo tiempo y sin trampa visible, la enormidad del Gentleman-Montaña y la bulliciosa pequeñez de las muchedumbres que pueblan la Ciudad-Paraíso de las Mujeres.

      VICENTE BLASCO IBAÑEZ

      Villa Fontana Rosa Mentón (Alpes Marítimos) Febrero 1922

      I. Frente á la Tierra de Van Diemen

      Edwin Gillespie, joven ingeniero de Nueva York, llevaba varias semanas de navegación á bordo de uno de los paquebotes ingleses que hacen la carrera entre San Francisco y Australia.

      Nunca había conocido un viaje tan triste. Recordaba con dulce nostalgia su navegación de tres años antes, desde los Estados Unidos á las costas de Francia, cuando era oficial del ejército americano é iba á guerrear contra los alemanes. Aquella travesía resultaba peligrosa; reinaba á bordo una continua vigilancia por miedo á los submarinos y á las minas flotantes; pero Gillespie tenía entonces como inseparables compañeros la alegría de una juventud ansiosa de aventuras y el entusiasmo del que va á exponer su vida por un ideal generoso.

      Ahora llevaba como invisibles camaradas de viaje la desesperación y el aburrimiento, y cuando conseguía huir de uno, caía en los brazos del otro. Se había embarcado apresuradamente, creyendo encontrar la fortuna lejos de los Estados Unidos; pero se sentía cada vez más triste así como iba alejándose de su tierra natal.

      Era el amor el que le había aconsejado esta resolución desesperada.

      A su vuelta de la gran guerra había visto el mundo transfigurado. Todo le parecía más hermoso; las cosas adoptaban nuevas formas; el aire cantaba junto á sus oídos, agitado por las vibraciones de una sinfonía interminable. Y todo esto era porque acababa de conocer á miss Margaret Haynes, una persona primaveral, cuyos diez y nueve años, alegres y graciosos, se desbordaban en risas, palabras musicales y gestos encantadores.

      Gillespie olvidó de golpe todo su pasado al hablar con esta adorable criatura. Creyó que su vida anterior había sido un ensueño. Recordaba con esfuerzo, como si fuesen pálidas visiones, su ida á Europa; los combates junto á Saint-Mihiel, de los que salió herido; la ceremonia guerrera durante la cual á él y á otros compañeros les colocaron sobre el pecho la roja cinta de la Legión de Honor.

      Para Edwin Gillespie la única realidad era miss Margaret, y los días que no la veía, aunque sólo fuese por unos momentos, se imaginaba que el cielo era otro y que se desarrollaban en su inmensidad tremendos cataclismos de los que no podían enterarse los demás mortales.

      Toda una primavera se encontraron en los tés de los hoteles elegantes de Nueva York. Después, durante el verano, siguieron conversando y bailando en las playas del Atlántico más de moda.

      Miss Margaret era la hija única del difunto Archibaldo Haynes, que había reunido una fortuna considerable trabajando con éxito en diversos negocios. La sonriente miss iba á heredar algún día varios millones; y esto no representaba para ella ningún impedimento en sus simpatías por Gillespie, buen mozo, héroe de la guerra y excelente bailarín, pero que aún no contaba con una posición social.

      El ingeniero se tuvo durante medio año por el hombre más dichoso de su país. Miss Haynes fué la que se encargó de envalentonar su timidez con prometedoras sonrisas y palabras tiernas. En realidad, Edwin no supo con certeza si fué él quien se atrevió á declarar su amor, ó fué ella la que con suavidad le impulsó á decir lo que llevaba muchos meses en su pensamiento, sin encontrar palabras para darle forma.

      Margaret aceptó su amor, fueron novios, y desde este momento, que debía haber sido para Gillespie el de mayor felicidad, empezó á tropezar con obstáculos. Seguro ya del cariño de la hija, tuvo que pensar en la madre, que hasta entonces sólo había merecido su atención como una dama de aspecto imponente, muy digna de respeto, pero que siempre se mantenía en último término, cual si desease ignorar la existencia del ingeniero. Mistress Augusta Haynes era una señora de gran estatura y no menos corpulencia, breve y autoritaria en sus palabras, y que contemplaba el deslizamiento de la vida á través de sus lentes, apreciando las personas y las cosas con la fijeza altiva del miope. Dotada de un meticuloso genio administrativo, sabía mantener íntegra la fortuna de su difunto esposo y acrecentarla con lentas y oportunas especulaciones.

      Amaba á su hija única, tanto como detestaba á la juventud actual por su carácter frívolo y su inmoderada afición al baile. En las reuniones buscaba siempre á las personas graves, lamentándose con ellas de la ligereza y la corrupción de los tiempos presentes. Se había fijado en la asiduidad con que el ingeniero seguía á su hija, en su afición á bailar juntos y en sus conversaciones aparte. Además, tenía noticias de varios encuentros, demasiado casuales, en los paseos de la ciudad.

      Como si su instinto le avisase la certeza de un amor que hasta entonces sólo había sospechado, mistress Augusta Haynes, al llegar el invierno, decidió pasarlo lejos de Nueva York, y fué á instalarse con su hija en un lujoso hotel de Pasadena. Creyó, sin duda, con egoísta ilusión, que un hombre que había ido de América á Europa para hacer la guerra era incapaz de trasladarse igualmente de Nueva York á California detrás de su amada; pero pronto pudo convencerse de su error.

      Una semana después, al bajar por la mañana al parque del hotel, vió á Margaret jugando al tennis con un gentleman de pantalón blanco, brazos arremangados y camisa de cuello abierto: el ingeniero Gillespie.

      Miss Haynes, que había hecho el viaje malhumorada y nerviosa, sonreía ahora como si viese revolotear escuadrillas de ángeles por encima de los naranjos californianos. En cambio, la madre recobró su gesto inquisitorial, acogiendo con helada cortesía las grandes demostraciones de afecto del ingeniero.

      – Ha sido para mí una agradable sorpresa – dijo el joven – . Yo no sabía que estaban ustedes aquí…

      Y por debajo de la naricita sonrosada de miss Margaret revoloteaba una sonrisa que parecía burlarse de tales palabras.

      Desde entonces, la majestuosa viuda empezó á pensar en lo urgente que era librarse de este aspirante á la dignidad de yerno suyo. La gallardía física del buen mozo, su aventura militar, que tanto entusiasmaba á las jóvenes, y sus destrezas de danzarín, eran para la señora Haynes otros tantos títulos de incapacidad.

      Ella apreciaba en los hombres cualidades más positivas. ¿A cuánto ascendía su fortuna? ¿Qué es lo que había hecho hasta entonces de serio en su existencia?…

      Era ingeniero; pero esto no representaba mas que un simple diploma universitario. Había prestado sus servicios en unas cuantas fábricas, ganando lo preciso para vivir, y cuando llegaba el momento de la guerra, en vez de quedarse en América para trabajar en un gran centro industrial é inventar algo que le hiciese rico, prefería ser soldado, debiendo sólo á un capricho de la suerte el no quedar tendido para siempre sobre la tierra de Europa.

      Su marido había sido otro hombre, y ella deseaba para Margaret un esposo igual, con una concepción práctica de la existencia, y que supiese aumentar los millones de la cónyuge aportando nuevos millones producto de su trabajo.

      La viuda no ahorró medios para hacer ver al ingeniero su hostilidad. Evitaba ostensiblemente el invitarlo á sus fiestas; fingía no conocerle; estorbaba con frecuentes astucias que su hija pudiera encontrarse con él.

      Miss Margaret se mostraba triste cuando de tarde en tarde conseguía hablar con Edwin, lejos de la agresividad de su madre y de la animadversión de todas las familias amigas, igualmente hostiles á él.

      Un día, Gillespie, con un esfuerzo supremo de su voluntad y más conmovido que cuando avanzaba en Francia contra las trincheras alemanas, visitó á la majestuosa viuda


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