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Viajes por España. Pedro Antonio de AlarcónЧитать онлайн книгу.

Viajes por España - Pedro Antonio de Alarcón


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la destrucción. Los pedazos de mármol que acabábamos de ver parecían tumbas cerradas: las celdas del noviciado eran como lechos mortuorios ó ataúdes vacíos, de donde acababan de sacar los cadáveres.

      Sí; ¡todo vacío! ¡todo expoliado! ¡todo saqueado!.. – Tal aparecía aquella mañana á nuestros ojos cuanto contemplábamos, cuanto recordábamos, cuanto acudía á nuestra imaginación por asociación de ideas.

      En Yuste… una tumba abierta, de donde había sido sacado Carlos V. – En El Escorial… otra tumba vacía, de donde también se le había desalojado temporalmente… – Y si se nos ocurría la fantástica ilusión de que la exhumada y escarnecida momia del César, avergonzada de su pública desnudez, pudiese salvar el Guadarrama, en medio de las sombra de la noche, para ir á buscar á Yuste su primitiva sepultura, considerábamos temblando que tampoco encontraría en su sitio el ataúd de madera, sino que lo vería encaramado en aquella antigua hornacina de un Santo que probablemente habrían derribado á pedradas otros liberales de la Vera de Plasencia…

      ¡Y todo así! ¡Todo así! – Dondequiera que el atribulado espectro imperial fijase la vista, hallaría igual dislocación, el mismo trastorno, la propia devastación y miseria, como si el mundo hubiese llegado al día del Juicio final…

      Ya no había Monasterio de Yuste; ya no había en España Comunidades religiosas; ya no había Monarquía; ¡casi ya no había Patria! – Los tiempos del cataclismo habían llegado, y, sobre las ruinas de la obra de Fernando V y de Isabel I, oíanse más pujantes que nunca en aquellos mismos días (los primeros días de Mayo de este primer año de la República), así en Extremadura como en el resto de la Península española, gritos de muerte contra la Unidad nacional, contra la Propiedad, contra la Autoridad, contra la Familia, contra todo culto á Dios, contra la sociedad humana, en fin, tal y como la habían constituído los afanes de cien generaciones.

      Illic sedimus et flevimus… al modo de los hebreos junto á los ríos de Babilonia.

* * *

      Pasó aquel momento de emoción, disimulable en tan aciaga fecha, y desde el convento nos dirigimos á una ermitilla, llamada de Belén, que dista de él medio kilómetro, y á donde solían encaminar los frailes su paseo de invierno – costumbre que adquirió también Carlos V.

      El camino de la ermita es una llana y hermosa calle de árboles, con prolongados asientos, en que cabía toda la Comunidad.

      Al principio de este paseo hay un viejísimo ciprés, á cuyo pie, y recostado en su tronco, es fama estaba sentado Carlos V la primera vez que vió en Yuste á su hijo D. Juan de Austria, ya casi mozo, después de muchos años de separación.

      El hijo de Bárbara Blomberg había nacido en Ratisbona, donde pasó la infancia con su madre. A la edad de ocho años lo habían traído á España, sin que nadie adivinase su condición, y vivió primero en Leganés, á cargo del clérigo Bautista Vela y de una tal Ana Medina, casada con un flamenco llamado Francisco, que vino en la comitiva de Carlos V la primera vez que visitó estos reinos el coronado nieto de Isabel la Católica. Pero el bastardo imperial hacía en Leganés una vida demasiado villana, confundido con los otros chicos del pueblo, y entonces Luis Quijada, mayordomo del César, y el único que sabía quién era aquel niño, se lo llevó á Villagarcía, de donde era Señor, y lo confió á su mujer, sin revelarle el secreto; por lo que esta ejemplarísima señora llegó á concebir tristes sospechas, que amargaron su vida hasta que, muerto ya el Emperador, hizo pública la verdad el rey D. Felipe II, reconociendo como príncipe y hermano suyo al que había de ser el primer guerrero de su tiempo.

      «Cuando Carlos V vino á encerrarse en el Monasterio de Yuste (dice un historiador) érale presentado muchas veces su hijo en calidad de paje de Luis Quijada, gozando mucho en ver la gentileza que ya mostraba, aun no entrado en la pubertad. Tuvo, no obstante, el Emperador la suficiente entereza para reprimir ó disimular las afectuosas demostraciones de padre, y continuó guardando el secreto…»

      En la Crónica manuscrita del convento menciona también el P. Luis de Santa María la estancia de D. Juan de Austria en Yuste, y, además, la tradición cuenta algunas de sus travesuras de adolescente, como las que referimos al hablar de Quacos

      Por aquí íbamos en nuestra visita á Yuste, cuando principió á encapotarse el cielo. Conocimos que amenazaba una de aquellas tormentas que tan formidables son en las sierras de Gredos y de Jaranda, y como teníamos que andar tres leguas para regresar al Baldío, y ya no nos quedaba más que ver, aunque sí mucho que meditar en aquellas ruinas, nos apresuramos á montar á caballo, henchida el alma de mil confusas ideas, que he procurado ir fijando y desenvolviendo en los humildes artículos á que doy aquí remate.

      Pero no soltaré la cansada pluma sin recordar unos versos que el insigne poeta, mi amigo D. Adelardo López de Ayala, pone en boca de D. Rodrigo Calderón, y que repetí muchas veces al alejarme de Yuste:

      «¡Nunca el dueño del mundo Carlos quinto

      Hubiera reducido su persona

      De una celda al humilde apartamiento,

      Si no hubiera tenido una corona

      Que arrojar á las puertas del convento!»

      De resultas de lo cual, ó sea de la falta de cualquier especie de corona, algunos días después me veía yo obligado á dejar la pacífica soledad del Baldío por la turbulenta villa de Madrid, donde fecho hoy este relato á 9 de Octubre de 1873.

      DOS DÍAS EN SALAMANCA

      I

      DISCURSO PRELIMINAR

      El lunes 8 de Octubre de 1877 nos hallábamos de sobremesa en cierto humilde comedor de esta prosaica y anti-artística villa de Madrid, cuatro antiguos amigos, muy amantes de las letras y de las artes, algo entrados en años por más señas, y aficionadísimos, sin embargo, á correr aventuras en demanda de ruinas más viejas que nosotros.

      Habíase por entonces abierto al público la última sección del Ferrocarril de Medina del Campo á Salamanca, lo cual quería decir, en términos metafóricos, que esta insigne y venerable ciudad, monumento conmemorativo de sí propia, acababa de ser desamortizada por el espíritu generalizador de nuestro siglo, pasando de las manos muertas de la Historia ó de la rutina, al libre dominio de la vertiginosa actividad moderna.

      Así lo indicó, sobre poco más ó menos, uno de nosotros; y como otro apuntase con este motivo la feliz idea de ir los cuatro á hacer una visita á aquel antiguo emporio del saber, y semejante propuesta, bien que recibida con entusiasmo y aceptada en principio, suscitara algunas objeciones, relativas á lo desapacible de la otoñada, á los achaques del uno, á los quehaceres del otro y al natural temor de todos de que en la ilustre y grave Salamanca no hubiese fonda vividera, el amo de la casa, ó sea el anfitrión, encendióse (ó afectó encenderse) en santa ira, y pidiendo arrogantemente la palabra (y una segunda copa de legítimo fine-champagne), pronunció el siguiente discurso:

      «Señores:

      »¡Parece imposible que la edad nos haya reducido á tal grado de miseria! ¿Somos nosotros aquellos héroes, que hace algunos años, recorrían en mulo ó á pie las montañas más altas de Europa, expuestos á perecer entre la nieve, sólo por ver un ventisquero, una cascada ó el sitio en que los aludes aplastaron á tal ó cual impertérrito naturalista? ¿Somos nosotros los mismos que pasaron noches de purgatorio en ventas dignas de la pluma de Cervantes, por conocer las ruinas de un castillejo moruno, los que hicieron largas jornadas en carro de violín, por contemplar un retablo gótico; los que sufrieron á caballo todos los ardores del estío andaluz, buscando el sitio en que pudo existir tal ó cual colonia fenicia ó campamento romano? ¿Somos nosotros los atrevidos exploradores de la Alpujarra, los temerarios visitantes de Soria, los que llegaron por tierra á la misteriosa Almería, y, sobre todo, los intrépidos descubridores de Cuenca… de cuya existencia real se dudaba ya en Madrid cuando fuimos allá, sin razón ni motivo alguno, y en lo más riguroso del invierno, tripulando un coche-diligencia que volcó seis veces en veinticuatro horas?

      »¡Nadie diría que


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