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La Incógnita. Benito Perez GaldosЧитать онлайн книгу.

La Incógnita - Benito Perez  Galdos


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al testimonio de Augusta, que, riendo y bromeando, no vacilaba en asentir á todo para tenerle contento! Al despedirnos nos dijo con paternal benevolencia: «Hijos míos, id con Dios, y divertíos.»

      Y aquí me despido también yo, amigo de mi alma, incitándote á divertirte todo lo que puedas.

      III

       Índice

      16 de Noviembre.

      Modera tu impaciencia, voluntarioso y desocupado Equis. ¿Deseas saber pronto lo que pienso de mi prima? Me había propuesto dejar ese interesante tratado para cuando mi observación hubiese reunido datos suficientes en que apoyar una buena crítica. Pero cedo á tus exigencias de proscripto aburrido y mimoso, y empiezo por decirte que Augusta no me pareció, la primera vez que la ví, tan hermosa como yo me la representaba. No puedo olvidar que nunca me diste una opinión terminante sobre ella, tú que debes conocerla, aunque no tanto como á su marido. En tus expresiones al hablarme de esta mujer, he notado siempre como una velada reticencia. No creas: el recuerdo de tus vaguedades en tal asunto me pone en guardia. Observo, reparo y escudriño en torno de ella, sospechando que podré descubrir algo que me asombre, y aunque nada veo, nada absolutamente más que una conducta pura y una reputación intachable, la escama persiste en mí y suspendo mi juicio. Contén tu insana curiosidad, oh varón depravado, que yo, cuando sepa bien á qué atenerme, no me pararé en pelillos para manifestártelo. Por ahora, no me sacarás del cuerpo sino una apreciación breve y superficial. Que Augusta es elegante, no tengo por qué decírtelo. Te reirás sin duda de mi descubrimiento. Sobre si es ó no hermosa, ya cabe mayor variedad de opiniones. Hermosa, lo que se llama hermosa, quizás no lo sea para los que creen, como tú, en eso de las reglas y proporciones estéticas. Para mí, que no le encuentro ninguna gracia á la boca chiquita de las Venus griegas y de las Vírgenes de Rafael, una de las mayores seducciones de mi prima es su boca, que un amigo mío llama el templo de la risa. ¡Vaya que es grandecita! ¡Pero qué salada y hechicera! Dime, ¿tú la has visto reir, pero con gana, burlándose de alguien ó contando un pasaje chistoso? ¿Y no te has extasiado ante aquella doble sarta de dientes blancos, duros, igualitos, de los cuales te dejarías morder si á su dueña se le antojase? ¿No te divierte, no te embelesa oir la cascada de aquella risa, que inunda de alegría el mundo y sus arrabales, como el trinar de los pájaros celebrando la aurora? Toma poesía... Otrosí, querido Equis, tiene mi prima unos ojos negros que te marean si fijamente te miran; ojos que llevan en sí el vértigo de las alturas y el misterio de las profundidades (aguántate esa imagen), ojos que... no sigo por temor á mi retórica y á tus guasitas.

      Fuera de los ojos, que son, como dice un amigo nuestro, la sucursal del cielo, si miras aisladamente las facciones de Augusta, las encontrarás imperfectas; pero luego se componen y arreglan ellas á su manera, y resulta un conjunto encantador que te vuelve loco; digo, á tí no; pero á otros, si no les ha enloquecido, les enloquecerá. ¿Y qué tienes que decir de su figura? ¿Has conocido alguna más arrogante? Dí que no, hombre, dí que no, ó te pego. Buena talla, sin ser desmedida; buenas carnes, sin gorduras; curvas hermosísimas... Yo me la figuro con poca ropa, y me extasío, como lo harías tú, castamente estético, delante de la estatua viva, considerando con la mayor formalidad que la belleza de las líneas convierte la carne tibia en el más honesto de los mármoles... Suprimo las imágenes porque te estás riendo de mí, y de seguro dices al leerme: «¡Miren el tonto ese...!» ¡Ah! la edad la fijo en treinta años; y lo más, lo más que añado, si en ello te empeñas, es dos ó tres á lo sumo.

      Y pensarás también, clareándote con una de esas muequecillas profesionales que son resultado del hábito de la crítica: «Mujer hermosa, pero sin instrucción.» Ya tenemos en campaña el problema educativo. Pues á eso te digo que, en efecto, Augusta carece de instrucción, si por esto entiendes algo más que las llamadas tinturas de las cosas; pero tiene tal gracia y desenfado para abordar cualquier cuestión grave ó ligera, que oyéndola no podemos menos de celebrar que no sea instruída de verdad. Si lo fuera; si la sosería de la opinión sensata apuntara en aquellos ojos y en aquella boca, cree que perderían mucho. Habías de oirla cuando se pone á hincar el colmillito en las ridiculeces humanas ó á sostener una tesis paradógica. Si entonces no se te caía la baba, no sé yo cuándo se te iba á caer. Pues en aplicar motes no hay quien le gane. Cuando tuvo bastante confianza conmigo, me confesó, llorando de risa, que de su cacumen había salido el apodo de el payo de la carta, y te aseguro que nunca he perdonado con más gusto un agravio.

      Basta, basta: no has de sacarme una palabra más acerca de esta interesante persona. Lo único que me resta decirte es que anoche estuve en el teatro con ella y su marido. Este es un cumplido caballero, digno de poseer tal joya. Paréceme de salud algo delicada. Su mujer le mima, le cuida, y no está profundamente seria sino cuando teme que aquella salud se quebrante más. Hallo perfecta armonía en este matrimonio. Podré equivocarme; pero... ¿Qué es eso? ¿te ríes? Á mí no me descompones tú con tus risitas... ¿He dicho algún disparate? Tu opinión sobre Orozco, ¿no es la mía? ¿No eres tú quien me ha hecho ver en él una excepción dentro de la actual sociedad? ¡Ah! ya sé por qué te ríes, hombre incrédulo y malicioso. Es porque desde que empecé esta carta estoy diciendo que no quiero hablar de Augusta, y ya llevo tres carillas sin ocuparme de otra cosa. Punto, punto aquí, vive Dios. Pon un punto como una casa, indiscreta pluma, ó te estrello contra el papel.

      Hablemos otra vez de Cisneros, de ese espejo de los padrinos, de esa potencia crítica de primer orden, que por sí solo representa una escuela sistemática de sátira social, á la que ajusta sus juicios sangrientos. Tú no sabes bien lo que es este hombre y cuánto se prestan sus pensamientos á la admiración y al análisis. ¡Y yo, tonto de mí, que los primeros días, juzgando por la superficie de las ideas, le tuve por carlista ó al menos por partidario del poder absoluto! Figúrate, Equis de mi alma, cómo me quedaría hoy cuando me expuso las ideas más contrarias al absolutismo... Poco á poco: quizás no; puede que ello sea el propio absolutismo en su forma más concentrada. Vamos por partes, y dime si estas rarezas no merecen que un observador como tú las estudie.

      Mi padrino vive, como sabes, en la plaza del Progreso. Aborrece los barrios del Centro y del Este de Madrid, que son los más sanos. La tradición le amarra al Madrid viejo y á la parte aquélla donde siente el tufo de la plebe, apiñada en las calles del Sur. Ha vivido siempre al borde del abismo, según dice, y no quiere apartarse de él. Detesta la prensa, que en su sentir es la vocinglería, el embuste, el instrumento de corrupción con que nuestra edad envilece los caracteres y falsea todas las cuestiones. Á pesar de esto, no conozco á nadie que lea más periódicos. Por las mañanas, en su casa, se traga tres ó cuatro, y de noche, en el Casino, media docena. Busca en ellos la comidilla, la información mal intencionada, el palpitar convulsivo de la sociedad que considera enferma. La política, tal como aquí se practica, le inspira despiadadas burlas. Atiende á ella, según dice, como quien asiste á un sainetón extravagante. Para él no hay ministro honrado, ni personaje que no merezca la horca... Y, sin embargo, muchos de éstos son sus amigos, se sientan á su mesa y le celebran las gracias. Cuando surge algún escándalo en la prensa, adopta y da por válidas las versiones más desfavorables. La complacencia y el orgullo iluminan su rostro cuando tiene que dar su opinión pesimista sobre cualquier asunto que cautiva y apasiona al público. Cada frase suya es un alfiler candente que penetra hasta el hueso y hace chisporrotear la carne.

      Á propósito de mi entrada en la política, oigo de él opiniones y consejos que, la verdad, me entristecen. Hoy, después de almorzar, pasamos al gabinete donde habitualmente lee y escribe, y después de ofrecernos (los convidados éramos Federico Viera y yo) un par de cigarros secos, duros, amargos, que tiene en el cajón de una de las papeleras, y que por lo viejos deben de ser los primeros que como muestra vinieron á España en los albores del vicio, dió á Viera una carpeta de estampas para que se entretuviese, y me echó este sermoncito, del cual te doy un extracto, que, gracias á mi excelente memoria, ni tomado por taquígrafos sería más ajustado á la verdad:

      «Mira, hijo, todas las cuestiones que se refieren á libertad política, á garantía de derechos, ó á leyes que robustezcan


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