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La Incógnita. Benito Perez GaldosЧитать онлайн книгу.

La Incógnita - Benito Perez  Galdos


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cinco vueltas por la estancia, inquieto y nervioso, cual si quisiera envolver en un ovillo el hilo del discurso que acababa de enjaretarme. Acerquéme á Federico Viera, que seguía examinando estampas, y de pronto mi padrino se paró ante nosotros, arremangóse la bata y nos mostró su pierna, vestida de un pantalón bastante estrecho y no flamante. «Á ver, ¿qué tienen que decir de esa pierna?—nos preguntó con pueril orgullo.—Toquen, toquen para que vean que aquí no hay relleno. Les desafío á que me presenten otra tan bien formada, ni con estas curvas de la pantorrilla... toquen, miren... tan elegantes y tan... ¿No merece esta extremidad vestirse con aquellas calzas de listas rojas y negras que se usaban en Italia en el siglo XV?»

      Sin esperar nuestra respuesta, siguió paseándose. Federico y yo nos miramos, conteniendo la risa. ¿Qué pensarás tú al leer esto? Lo mismo que pensaba yo al presenciarlo. Que mi buen padrino, si no está rematado, tiene momentos en que se destornilla casi por completo.

      Nuestro amigo Viera, que le conoce hace tiempo y sabe tomarse con él confianzas que yo no me tomaría, le dió bromas sobre aquello de las calzas italianas; pero Cisneros se lo sacudió como se sacude una mosca, diciéndole: «Sois unos encanijados de cuerpo y de espíritu, y en vuestros caletres hidrocefálicos no cabe ninguna idea grande. Sois incapaces de comprender la vida más que como un reglamento, escrito con el fin de que toda la humanidad se ajuste á la talla de los tontos... Os he argumentado de un modo parabólico, única manera de que podáis comprenderme, almas cándidas. Vamos á ver...» Puso una mano en el hombro de Viera y otra en el mío, y con tonillo autoritario nos dijo: «¿Creéis vosotros que el Dante habría escrito la Divina Comedia si hubiera sido bachiller en Artes, licenciado en Derecho, después ateneísta, alcanzando fama de persona ilustrada, viviendo entre el tumulto de lo que llaman crítica, y expuesto á ser académico, diputado ó quizás, quizás ministro de Fomento?... ¿Creéis, hijos míos, que el autor del Cantar de los Cantares habría compuesto este delicioso poemita si, en vez de andar con las piernas al aire, hubiera gastado pantalones?... No admito distingos: contestar sí ó no... ¿Creéis que Miguel Ángel habría hecho el Moisés y pintado el techo de la Capilla Sixtina si en su tiempo se hubieran usado los sombreros de copa, los informes de Academias, los estudios de estética y los paraguas?... Sí ó no... No se me escapen por la tangente... Lo que hay... (diciendo esto nos sacudía con violencia como si quisiera arrojarnos al suelo), lo que hay es que sois unos pobres idiotas, educados en las tonterías de la enseñanza oficial, de esa enseñanza que, si dura, concluirá por retrotraer á la humanidad á la época de los monos, micos ilustrados si se quiere, pero micos al fin.

      Federico y yo le hicimos ver que tales ideas son admisibles como elemento de amenidad en esa literatura sin imprenta que se llama la conversación, y que influye tanto ó más que la estampada en la opinión general; pero que no pueden admitirse con pretensiones de formar doctrina. Además, le demostramos que sus pensamientos estaban en contradicción con sus actos. La cosa era bien clara. «Usted—le dijimos,—truena contra la Instrucción pública, como un medio de fabricar tontos y de conseguir la extensión de la cultura á costa de la intensidad. ¿No es eso?

      —Sí—replicó:—abomino de esta enseñanza estúpidamente niveladora. ¿Creéis que si á Homero le hubieran dado la nota de sobresaliente en los exámenes, habría compuesto la Iliada?

      —Claro que sí—le aseguró mi amigo,—y por ella habría ganado el accésit en cualquier certamen... Pero déjeme completar mi argumento. Si usted es tan enemigo de la Instrucción pública, ¿para qué ha fundado dos escuelas en Tordehumos, dotándolas con esplendidez? Y si cree que la actual organización de la sociedad y de la propiedad es tan mala, ¿para qué defiende sus rentas con tanto tesón? Porque á mí me han dicho, don Carlos, y no vaya á enfadarse por esto, á mí me han dicho que usted no perdona un céntimo, y al infeliz arrendatario que no es puntual, le revienta sin andarse en chiquitas...»

      Federico seguía; pero mi padrino le cortó la palabra, airado y descompuesto, y pisando, alterna pede, como caballo que se encabrita, nos dijo: «Sepan, señores mequetrefes, que he fundado las escuelas porque me ha dado la gana, y que mis móviles no cabrán nunca en esas molleras llenas de la paja del saber oficial. Sepan también que si cobro mis rentas, no hago más que tomar lo mío, y defenderme de pillos y ladrones... ¿Pues qué querían? ¿que tenga lástima de los que se gastan mí dinero en las tabernas y en las timbas de los pueblos? ¡Pobrecicos de mi alma! Cuando me vienen llorando por las malas cosechas, yo les daría una mano de palos por tramposos, embrollones, y por esa fea maña de achacar al Cielo y á la Tierra lo que sólo es culpa de sus vicios... ¿Pues qué quieren estos mocosos, que yo deje á mis colonos reirse de mí y comerse mis rentas?...

      —No; si nosotros no queremos eso... Hemos señalado una contradicción y nada más...

      —No hay contradicción... ¿Pero qué entendéis vosotros de esto? Si me querrán marear estos gaznápiros... Sois muy niños para meteros conmigo... Vamos, no quiero haceros caso, no me rebajo á discutir con esta infancia enfatuada, pedantesca... Tengo canas, señores, y no las quiero ensuciar metiéndome con chicos...»

      Nosotros le estrechábamos; injuriábanos él, mitad en broma, mitad en serio, y nuestra disputa habría sido interminable, si no la cortara bruscamente la llegada de un amigo de Cisneros, ex-ministro que había soltado la cartera en la última crisis, hombre muy corrido en política, y que tenía mucho metimiento en aquella casa, así como en la de Orozco. Acogióle mi padrino con exclamaciones de gozo, y el visitante no gastó preámbulos para decirle á qué venía. Pues simplemente á pedirle su voto para la elección parcial en no sé qué distrito de Castilla. Don Carlos, poseedor de grandes tierras en Tordehumos, Magaz y Valoria la Buena, tiene influencia en el país, y como se meta de hoz y de coz en la lucha electoral, se lleva de calle á los contrarios. No bien le explicó el tal sus deseos de sacar adelante al candidato amigo, Cisneros le dió un abrazo diciéndole: «Pues no faltaba más... Hoy mismo escribiré. ¿Le apoya el Gobierno? Ya sabe usted que soy ministerial de todos los ministerios, ministerial furibundo...

      —Querido don Carlos, no nos apoye tanto ni nos abrace tan fuerte—dijo el otro riendo.—Temo sus caricias y su ministerialismo.

      —Y con razón. Es la mejor manera de ser disolvente. Ya conoce usted mi sistema: apoyo á todos los gobiernos para que duren poco.

      —Usted es de los que no temen el diluvio porque tiene ya hecha el arca. Si yo la tuviera...

      —¡Que no tiene usted su arca! Yo creía que sí. Pues aquel asunto de la subvención á los ferrocarriles de vía estrecha, ¿no le proporcionó algunas tablas para su salvamento el día en que toquen á ahogarse?

      —Don Carlos, don Carlos—replicó el personaje, en tono agridulce.—No es propio de persona tan respetable acoger los chismorreos del vulgo.

      —Pero si yo no le retiro á usted mi estimación...

      —Es que debería retirármela.

      —No... lo malo es que cuando suban las aguas no habrá arca que las resista. Diga usted, ¿qué hay de eso que tanto da que hablar? ¿Es cierto que dos ministros andan á la greña, y que por una cuestión de faldas presenta su dimisión un alto personaje?

      —¡Absurdo, disparate...! Don Carlos de mi vida, ¿cómo cree usted esas cosas?

      —Vamos, desahogue ese corazoncito. Aquí todos somos ministeriales, y viene bien aquello de que la ropa sucia debe lavarse en casa. Usted, como todos los que están convalecientes de ministros, tiene lo que llaman los médicos la febris carnis, disgusto, mal cuerpo y peor paladar, tristeza, alternativas de desgana y hambre canina... Vamos, no me niegue usted que está torcido con el Gobierno. Si se lo conozco en la cara. Soy ya perro viejo; he andado algunos años en esos trotes de la política, y he visto siempre que todos los que salen se convierten en ruiseñores, es decir, que trinan. Con que, si usted no es un hipócrita, trinemos todos ahora; es decir, mordamos.»

      El ex-ministro denegó con frases ingeniosas las malicias de Cisneros, declarándose poseído de aquella satisfacción interior, tan necesaria á la disciplina de los ejércitos, así en la milicia como en la política. Pero luego, en el


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