Lucero. Aníbal MalvarЧитать онлайн книгу.
tuerce una mueca de decepción, aspira una larga calada y deja la habitación hecha un Londres antes de replicar.
—Bueno, eres rico. Te puedes permitir no hacer nada.
—Ser poeta no es no hacer nada –protesta Lucero.
—¿No? A ver –Horacio se inclina sobre su primo y recoge el cuaderno abandonado sobre la cama; va pasando las páginas violentamente, con gesto profesoral–. En blanco, en blanco, en blanco, en blanco... ¡Vaya oficio!
—Vete a la mierda.
El Lucero le arrebata el cuaderno, enfurruñado, y lo arroja al otro extremo de la habitación.
—Coño, primo. No trates así tus obras completas.
La cara colérica del Lucero empieza a temblar en la comisura de los labios hasta que estalla en carcajada. Horacio tampoco puede evitar la risa. El ruido de una puerta al fondo del pasillo rompe su hilaridad. Horacio salta de la cama, se pone los zapatos, corre hacia la puerta, se detiene y se vuelve como si hubiera olvidado algo, besa a su primo en la frente y huye por la ventana como un Rocambole de aldea.
—Hijo –es la voz de Vicenta a través de la puerta–. ¿Te pasa algo?
—No, madre –Lucero esconde el vaso con la colilla en la mesilla de noche–. ¿Por qué?
—Me había parecido oír risas.
—Es que estaba leyendo a los hermanos Quintero, mamá.
—¿A los hermanos Quintero, tú?
Lucero se tapa la boca con la mano para ahogar otra risotada. El galopar del caballo de Horacio Roldán se pierde hacia los marjales.
***
El viento mañanero levanta tolvaneras en la plaza de Asquerosa. Olmo, Manuel y Donato el tardo hacen corro con otros cinco alpargateros hablando a media voz y con los ojos semicerrados para que no los apague el polvo que levanta el ábrego.
—Nosotros vamos a ir –dice Olmo.
—En la cárcel voy a tener menos jornal que aquí, Olmo. Y tengo tres criaturas –responde uno.
—Yo dos.
—En la cárcel, por lo menos, vas a ser una boca menos que alimentar –argumenta Olmo.
Se vuelven al escuchar un trote de caballos que se acerca desde el fondo de la calle Mayor. Distinguen a don Alejandro Roldán sobre su caballo tordo escoltado por los alazanes de su hijo menor, Miguel el Marquesito, y de Horacio. A pesar de que la plaza está diáfana, porque es domingo y los que no están en el campo han ido a la iglesia, los tres jinetes hacen desfilar sus monturas hacia los braceros obligándolos a disolver el corro.
—Mierda de alpargateros –escupe el Marquesito.
—Si sudaran en vez de hacer tanta revolución... –masculla don Alejandro sin dirigirles ni una mirada.
—Cabrones –musita Manuel cuando se han alejado lo suficiente.
Los braceros se despiden con desgana y dejan a Olmo, Manuel y Donato solos en la plaza. Desde allí pueden observar cómo el trío de los Roldanes descabalga frente a la puerta de García. Una doméstica les abre y suben hasta el despacho de don Federico. No es una estancia amplia y sólo la mesa, los anaqueles y el armero de nogal, con seis escopetas apuntando al techo, delatan dinero. Los sillones están raídos, no hay cortinajes en las ventanas, las paredes tienen manchas de humedad y la madera del suelo ha ido perdiendo el color y combándose por la humedad perenne del aire de la Vega. El patriarca de los Roldán entra y cierra la puerta con tal violencia que está a punto de arrancarle un brazo al Marquesito .
—Eres un hijo de perra, Federico –brama don Alejandro.
—Qué sorpresa más agradable e inesperada –responde sonriente don Federico–. Sentaos, sentaos.
Don Alejandro bufa un par de veces antes de sentarse, dar un fuerte golpe de bastón en el suelo y preguntar:
—¿Qué tal Vicenta? –truena el terrateniente de ojos opacos.
—Bien, bien. Y yo también estoy perfectamente. ¿Qué tal estás tú?
—Jodido, Federico. Estoy jodido y harto de ti.
—Tranquilízate, hombre, que te va a llevar un miserere. ¿Quieres un coñá?
—Bueno, pero dos dedos meñiques, ni una gota más –conviene don Alejandro.
Roldán tiene 47 años, diez menos que García. Pero viéndolos frente a frente se diría que es al revés. Más bajo que su primo y de complexión menos musculosa, a don Alejandro lo han envejecido una gota muy mala de curar en la Vega y una mala leche muy difícil de curar en cualquier parte. A un gesto de García, los dos Roldanes pequeños se acomodan en sendos butacones. Don Alejandro huele el brandi con delectación antes de saborear el primer trago.
—Bueno, ¿a qué debo el honor? –pregunta García.
—No me jodas, Federico. ¿Cómo me has podido hacer esto? Nuestros hijos se han criado juntos, coño. Y nosotros nos hemos criado juntos.
—Negocios. Nada personal.
Lo que ha hecho don Federico es adquirir, poniendo como testaferros a sus hermanos y sin hacer mucho ruido, la práctica totalidad de los terrenos de Zujaira donde se está construyendo la nueva azucarera San Pascual, propiedad de los Roldanes1.
—¿Cómo que negocios, Federico?
—Compré una tierra que se va a revalorizar, simplemente.
—A costa de San Pascual, que es mía.
—Bueno, tuya... –tercia García–. Eres accionista.
—¡Bah! –exclama Roldán antes de echar otro trago al gaznate–. ¿Cómo te enteraste?
—La información es negocio. El primero que se entera de algo, hace un negocio; el segundo hace una inversión; el tercero asume un riesgo, y el cuarto suele arruinarse.
—Ni algunos accionistas sabían dónde se iba a construir. ¿Cómo te enteraste? –insiste.
Don Federico guarda silencio sin apartar la vista de los ojos de su primo. Pasan los segundos sin que ninguno de los dos abra la boca ni desvíe el duelo de miradas. Finalmente, García le sirve más brandi y después rellena su propia copa.
—No te enfades, primo. No interferiré más en San Pascual.
—¿Ah, no? ¿Y si le resta venta a tu Nueva Rosario? –pregunta maliciosamente Roldán echando el cuerpo hacia delante.
—Eso no va a pasar, Alejandro. Al revés. Cuanta más producción haya en la Vega, más se fijarán en nosotros los compradores. Negocios, Alejandro. Como lo de esta noche. A veces los hacemos juntos y otras vamos cada uno por un lado.
Don Alejandro clava la vista en el suelo y golpea varias veces la madera combada con el bastón.
—Tienes que cambiar este suelo –dice.
—Me gusta así. Tiene tantos desniveles que me creo que piso campo.
—Yo no voy a ir con vosotros esta noche, Federico.
Por primera vez, en el gesto de García asoma una arruga de preocupación.
—¿Qué quieres decir?
—No, no. No es eso. Te he traído el dinero –deja un fajo de billetes sobre la mesa–. Quiero decir que no voy a ir personalmente. Estoy mayor para andar trotando de noche por los caminos.
—No agonices, primo, hombre –se queja, cariñoso, don Federico–. Te estás haciendo viejo de tanto pensar que eres viejo.
—Está decidido. ¿Tú vas a ir?
—Hay luna llena, Alejandro.