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La buena hija. Karin SlaughterЧитать онлайн книгу.

La buena hija - Karin Slaughter


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ya me lo han preguntado. —No quería ir al hospital. Seguramente tenía una conmoción cerebral, pero aún podía caminar, siempre y cuando mantuviera una parte del cuerpo en contacto con algo sólido—. Estoy bien.

      Él no dijo nada, pero su respuesta tácita «Claro que estás bien, tú siempre estás bien» resonó de todos modos en la habitación.

      —¿Lo ves? —Charlie tocó la pared con la punta de los dedos: una acróbata avanzando por la cuerda floja.

      Su marido no miró. Se ajustó las gafas. Abrió el portafolios que tenía delante. Dentro había una sola hoja. Charlie no consiguió enfocar la vista lo suficiente para leer lo que ponía, ni siquiera cuando su marido comenzó a escribir con sus grandes letras cuadradas.

      —¿De qué se me acusa? —preguntó.

      —De obstrucción a la justicia.

      —Una acusación muy elástica.

      Él siguió escribiendo sin mirarla.

      —Ya has visto lo que me han hecho, ¿verdad? —preguntó ella.

      Solo se oyó el ruido que hacía el bolígrafo de Ben al arañar el papel.

      —Por eso ahora no quieres mirarme, porque ya me has visto a través de eso. —Ella señaló con la cabeza el espejo polarizado—. ¿Quién más está ahí? ¿Coin?

      El fiscal de distrito Ken Coin era el jefe de Ben, un capullo insoportable que lo veía todo en blanco y negro, y últimamente también en marrón, debido al boom inmobiliario que había atraído a numerosos inmigrantes mexicanos a Pikeville desde Atlanta.

      Charlie vio el reflejó de su mano levantada en el espejo y saludó al fiscal Coin enseñándole el dedo corazón.

      Su marido dijo:

      —He tomado declaración a nueve testigos presenciales que afirman que estabas extremadamente alterada por lo ocurrido en la escena del crimen y que, mientras el agente Brenner trataba de calmarte, tu nariz chocó con su codo.

      Si su marido iba a hablarle como un abogado, ella respondería como tal.

      —¿Eso es lo que mostraba la grabación del teléfono móvil, o tengo que solicitar el examen forense de los archivos borrados?

      Ben se encogió de hombros.

      —Haz lo que tengas que hacer.

      —Muy bien. —Charlie apoyó las palmas sobre la mesa para poder sentarse—. ¿Ahora viene la parte en que tú te ofreces a olvidarte de esa falsa acusación de obstrucción a la justicia si yo no presento una denuncia por brutalidad policial?

      —Ya he desestimado la acusación de obstrucción a la justicia. —Su bolígrafo pasó a la línea siguiente—. Puedes presentar todas las denuncias que quieras.

      —Lo único que quiero es una disculpa.

      Oyó un ruido detrás del espejo, una especie de gemido de sorpresa. Durante los doce años anteriores, había presentado dos demandas contra el cuerpo de policía de Pikeville en nombre de sus clientes, con gran éxito. Seguramente Ken Coin creía que estaba contando ya el dinero que iba a sacarle al municipio, en lugar de llorar la muerte de la niña que había fallecido en sus brazos, o la del director que la había castigado a quedarse después de clase en vez de expulsarla merecidamente del colegio.

      Ben mantuvo la cabeza agachada. Tamborileó con el bolígrafo sobre la mesa. Charlie trató de no pensar en Huck haciendo lo mismo en la mesa de su aula.

      —¿Estás segura? —preguntó él.

      Charlie hizo un ademán dirigido al espejo, confiando en que Coin estuviera detrás.

      —Si cuando hacéis algo mal lo reconocierais, la gente os creería cuando decís que habéis hecho algo bien.

      Su marido la miró por fin. Recorrió su rostro con la mirada, fijándose en los daños. Charlie advirtió las leves arrugas que se formaban en torno a su boca cuando frunció el entrecejo, el profundo surco de su frente, y se preguntó si él veía aquellos mismos síntomas de envejecimiento en su cara.

      Se habían conocido en la facultad de Derecho, y él se había mudado a Pikeville para estar con ella. Planeaban pasar el resto de sus vidas juntos.

      Charlie dijo:

      —Kelly Wilson tiene derecho a…

      Ben la atajó levantando una mano.

      —Ya sabes que estoy de acuerdo con todo lo que vas a decir.

      Ella se recostó en la silla. Tuvo que recordarse que ni ella ni Ben compartían la mentalidad belicosa de Rusty y Ken Coin, que se resumía en la premisa «nosotros contra ellos».

      —Quiero una disculpa por escrito de Greg Brenner —dijo—. Una disculpa auténtica, nada de chorradas del tipo «Lamento que te sientas así», como si yo fuera una histérica y él un oficial de las SA.

      Ben asintió con un gesto.

      —Hecho.

      Charlie echó mano del impreso y agarró el bolígrafo. Veía las palabras borrosas, pero había leído muchas declaraciones de testigos: sabía dónde tenía que firmar. Garabateó su firma al final de la hoja y deslizó el impreso hacia su marido.

      —Confío en que cumpláis vuestra parte del trato. Rellena la declaración como creas conveniente.

      Ben fijó la mirada en el impreso. Sus dedos parecieron dudar junto al borde. No miraba la firma, sino las huellas marrones que habían dejado sus dedos en el papel blanco.

      Charlie pestañeó para despejarse la vista. Era lo más cerca que habían estado de tocarse en nueve meses.

      —Muy bien. —Ben cerró el portafolios. Hizo amago de levantarse.

      —¿Solo han sido ellos dos? —preguntó Charlie—. ¿El señor Pink y la…?

      —Sí. —Su marido dudó antes de volver a dejarse caer en la silla—. Uno de los bedeles atrancó la puerta de la cafetería. Y la subdirectora detuvo los autobuses en la calle.

      Charlie no quería pensar en la masacre que podía haber causado Kelly Wilson si hubiera empezado a disparar unos segundos después de que sonara la campana, y no antes.

      —Hay que interrogarlos a todos —prosiguió Ben—. A los chavales. A los profesores. Al personal.

      Charlie sabía que el municipio no disponía de medios para efectuar tantos interrogatorios, y menos aún para instruir un caso tan importante. El Departamento de Policía de Pikeville contaba con doce agentes a tiempo completo. Ben era uno de los seis letrados de la oficina del fiscal del distrito.

      —¿Ken va a pedir ayuda? —preguntó.

      —Ya están aquí —respondió su marido—. Acaban de llegar. La policía del estado y la oficina del sheriff. Ni siquiera hemos tenido que avisarlos.

      —Qué bien.

      —Sí.

      Pellizcó con los dedos una esquina de portafolios y tensó los labios como hacía siempre que se mordisqueaba la punta de la lengua. Era una vieja costumbre de la que no conseguía deshacerse. Charlie había visto una vez a su madre estirar el brazo sobre la mesa del comedor y darle una palmada en la mano para que parara.

      —¿Has visto los cuerpos? —preguntó.

      Ben no respondió, pero no era necesario. Charlie sabía que había visitado la escena del crimen. Lo notaba en el acento sombrío de su voz, en la curvatura de sus hombros. Pikeville había crecido mucho durante los últimos veinte años, pero seguía siendo una población pequeña, uno de esos lugares en los que la heroína representaba un problema mucho más grave que el asesinato.

      —Ya sabes que lleva su tiempo —comentó él—, pero les he dicho que levanten los cadáveres lo antes posible.

      Charlie


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