La buena hija. Karin SlaughterЧитать онлайн книгу.
de Gamma se pudría junto a los armarios porque la policía había olvidado llevárselo.
Seguramente se debía al trozo de diente que encontró al fondo de un armario. ¿Qué más se habrían dejado?, cabía pensar.
—Tu coche está aparcado detrás de tu despacho —dijo Ben—. Han cerrado el colegio, de momento. Seguramente no volverá a abrir hasta la semana que viene. Ya ha llegado una unidad móvil de televisión, de Atlanta.
—¿Por eso no viene mi padre? ¿Porque se está atusando el pelo?
Sonrieron los dos un poco: sabían que a Rusty nada le gustaba más que verse en televisión.
—Ha dicho que tengas paciencia —dijo Ben—. Cuando le he llamado. Es lo que ha dicho: «Dile a mi chica que tenga paciencia».
Lo que significaba que Rusty no iba a precipitarse a acudir en su auxilio. Que daba por sentado que su hija podía arreglárselas sola en una sala llena de robocops mientras él acudía corriendo a casa de los padres de Kelly Wilson y les hacía firmar su acuerdo de honorarios.
Cuando la gente hablaba de la grima que le daban los abogados, era en Rusty Quinn en quien pensaba.
—Puedo hacer que un coche patrulla te lleve a tu despacho —le ofreció Ben.
—No pienso subirme a un coche con ninguno de esos capullos.
Ben se pasó los dedos por el pelo. Tenía que cortárselo. Llevaba la camisa arrugada y a su chaqueta le faltaba un botón. Charlie quería pensar que su vida se estaba viniendo abajo sin ella, pero Ben siempre había sido muy descuidado para esas cosas, y era más probable que ella le tomara el pelo diciéndole que parecía un vagabundo hípster que cogiera aguja e hilo para coserle un botón.
—Kelly Wilson estaba detenida y había sido reducida —dijo—. No se estaba resistiendo. Eran responsables de su seguridad desde el momento en que la esposaron.
—La hija de Greg va a ese colegio.
—Igual que Kelly. —Charlie se inclinó hacia él—. Esto no es Abu Ghraib, ¿de acuerdo? Kelly Wilson tiene el derecho constitucional a que se la procese conforme a la ley. Decidir sobre su destino es cosa de un juez y un jurado, no de una pandilla de policías justicieros a los que se la pone dura darle una paliza a una adolescente.
—Estoy de acuerdo. Todos estamos de acuerdo. —Ben pensó que su mujer hablaba en realidad para el gran Oz que se escondía detrás del espejo—. Una sociedad justa es una sociedad que se aviene a los mandamientos de la ley. No puede ser uno bueno si se comporta como un canalla.
Estaba citando a Rusty.
—Iban a darle una paliza —insistió ella—. O algo peor.
—¿Y tú te ofreciste a sustituirla?
Charlie sintió una especie de quemazón en las manos. Sin detenerse a pensar, comenzó a rascarse la sangre seca, que caía formando bolitas. Sus uñas eran diez medias lunas negras.
Miró a su marido.
—¿Has dicho que has tomado declaración a nueve testigos?
Ben asintió con la cabeza una sola vez, de mala gana. Sabía a qué obedecía la pregunta.
Ocho policías. Y la señora Pinkman no estaba ya allí cuando le rompieron la nariz, lo que significaba que la novena declaración era la de Huck. Es decir, que Ben ya había hablado con él.
—¿Lo sabes? —preguntó.
En ese momento, solo había una cosa que importara entre ellos: si Ben sabía o no por qué había ido al colegio esa mañana. Porque si Ben lo sabía, lo sabría todo el mundo, lo que significaba que ella había encontrado otra forma singularmente cruel de humillar a su marido.
—¿Ben? —preguntó.
Él se pasó otra vez los dedos por el pelo. Se alisó la corbata. Tenía tantos tics que nunca podían jugar a las cartas, ni siquiera a los juegos más sencillos.
—Cariño, lo siento —musitó Charlie—. Lo siento muchísimo.
Alguien llamó rápidamente a la puerta antes de abrir. Charlie confió momentáneamente en que fuera su padre, pero quien entró en la sala de interrogatorios era una mujer negra de edad madura, vestida con traje pantalón azul marino y blusa blanca. Tenía el cabello corto y negro entreverado de blanco, y llevaba colgado del brazo un bolso ancho y ajado, casi tan grande como el que Charlie solía llevar al trabajo. Una tarjeta plastificada colgaba de un cordón, alrededor de su cuello, pero Charlie no alcanzó a leerla.
—Soy la agente especial Delia Wofford —dijo—, de la Oficina de Investigación de Georgia. ¿Es usted Charlotte Quinn? —Estiró el brazo para estrecharle la mano, pero cambió de idea al ver la sangre seca—. ¿La han fichado?
Ella hizo un gesto afirmativo.
—Por el amor de Dios. —Delia Wofford abrió su bolso y sacó un paquete de toallitas húmedas—. Use todas las que necesite. Puedo comprar más.
Jonah volvió con otra silla. Delia señaló la cabecera de la mesa, indicando que era allí donde quería sentarse.
—¿Es usted el capullo que no ha permitido que esta mujer se asee? —le preguntó al policía.
Jonah no supo cómo reaccionar. Seguramente nunca había tenido que rendir cuentas ante una mujer, con excepción de su madre, y de eso hacía mucho tiempo.
—Cierre la puerta al salir. —Delia despidió a Jonah con un ademán al sentarse—. Señora Quinn, procederemos con la mayor brevedad posible. ¿Le importa que grabe la conversación?
Charlie negó con la cabeza.
—Como guste.
Delia tocó varios botones de su teléfono para poner en marcha la grabadora y a continuación comenzó a vaciar su bolso depositando varios cuadernos, libros y papeles sobre la mesa.
La conmoción cerebral impedía a Charlie leer lo que tenía delante, de modo que abrió el paquete de toallitas y empezó a limpiarse. Se frotó primero entre los dedos, desalojando motas negras que caían flotando al suelo como cenizas de una fogata. La sangre se le había metido en los poros. Sus manos parecían las de una anciana. De pronto la venció el cansancio. Quería irse a casa. Quería darse un baño caliente. Quería pensar en lo que había ocurrido, examinar todas las piezas, reunirlas, meterlas en una caja y guardarlas en una estantería bien alta para no tener que volver a verlas nunca más.
—¿Señora Quinn? —Delia Wofford le ofreció una botella de agua.
Charlie estuvo a punto de arrancársela de la mano. Hasta ese instante, no se dio cuenta de la sed que tenía. Engulló la mitad del agua de la botella antes de que la parte lógica de su cerebro le recordara que no era buena idea beber tanta agua teniendo el estómago revuelto.
—Perdón. —Charlie se llevó la mano a la boca para amortiguar un eructo.
Evidentemente, la agente había visto cosas peores.
—¿Lista?
—¿Está grabando?
—Sí.
Charlie sacó otra toallita del paquete.
—En primer lugar, quiero información sobre Kelly Wilson.
Delia Wofford tenía experiencia suficiente como para disimular su fastidio.
—La ha examinado un médico y se encuentra bajo vigilancia permanente.
No era a eso a lo que se refería Charlie, y la agente lo sabía.
—Hay nueve factores que tiene que considerar antes de decidir si conviene procesarla como a una mayor de edad y…
—Señora Quinn —la interrumpió Delia—, deje de preocuparse por Kelly Wilson y empiece a preocuparse por usted. No me cabe duda de que no querrá pasar aquí ni un segundo más