La buena hija. Karin SlaughterЧитать онлайн книгу.
¿Alguien que traía a su padre a casa?
—Mierda, dentro de dos segundos van a ver mi camioneta. —Zach las empujó hacia el bosque azuzándolas con la escopeta como con una pica para ganado—. Daos prisa si no queréis que os pegue un tiro aquí mismo.
«Aquí mismo».
Charlie se puso rígida. Otra vez le castañeteaban los dientes. Por fin lo había entendido. Sabía que se encaminaban hacia su muerte.
—Hay otra solución para esto —dijo Sam.
Le hablaba al de las zapatillas, pero fue Zach quien soltó un bufido desdeñoso.
—Haré lo que quieran —continuó, y oyó la voz de su madre junto a la suya—. Cualquier cosa.
—Menuda mierda —respondió Zach—. ¿Te crees que no voy a hacer lo que me dé la gana de todos modos, zorra estúpida?
Sam lo intentó otra vez.
—No le diremos a nadie quién ha sido. Diremos que no se quitaron los pasamontañas y que…
—¿Estando mi camioneta en la puerta y tu madre muerta? —Zach soltó otro bufido—. Vosotros los Quinn os creéis tan listos que pensáis que siempre vais a saliros con la vuestra.
—Escúcheme —le suplicó Sam—. De todos modos tienen que marcharse de la ciudad. No tiene por qué matarnos a nosotras también. —Volvió la cabeza hacia el otro—. Por favor, piénselo. Lo único que tienen que hacer es atarnos. Dejarnos en un sitio donde no nos encuentren. De todos modos tienen que marcharse. No querrán mancharse aún más las manos de sangre.
Esperó una respuesta. Todos esperaron.
El de las zapatillas de bota carraspeó antes de contestar:
—Lo siento.
La risa de Zach tenía una nota triunfal. Pero Sam no podía darse por vencida.
—Dejen marcharse a mi hermana. —Tuvo que callarse un momento para poder tragar la saliva que se le había acumulado en la boca—. Tiene trece años. Es solo una niña.
—A mí no me lo parece —replicó Zach—. Tiene unas buenas tetitas.
—Cállate —le advirtió el otro—. Lo digo en serio.
Zach hizo un ruido de succión con los dientes.
—Ella no se lo dirá a nadie —insistió Sam—. Dirá que han sido unos desconocidos. ¿Verdad que sí, Charlie?
—¿Un negro? —preguntó Zach—. ¿Como ese al que tu padre ha sacado de la cárcel?
—¿Igual que le sacó a usted por enseñarle la pilila a un grupo de niñas pequeñas, quiere decir? —le espetó Charlie.
—Charlie, por favor, cállate —le suplicó Sam.
—Deja que hable —dijo Zach—. Me gustan un poquito peleonas.
Charlie se quedó callada. Guardó silencio mientras se internaban en el bosque.
Sam la seguía de cerca, estrujándose el cerebro en busca de un argumento que los convenciera de que no tenían por qué matarlas. Pero Zach Culpepper tenía razón. El hecho de que la camioneta estuviera aparcada junto a la casa lo cambiaba todo.
—No —susurró Charlie para sí misma. Lo hacía constantemente: exteriorizar una discusión que estaba teniendo lugar dentro de su cabeza.
«Por favor, corre», le rogó Sam en silencio. «No pasa nada, puedes irte sin mí».
—Muévete. —Zach le clavó el cañón de la escopeta en la espalda para que apretara el paso.
Las agujas de los pinos se le clavaban en los pies. Se estaban adentrando en el bosque. El aire era allí más fresco. Sam cerró los ojos: era inútil esforzarse por ver. Dejó que Charlie la guiara entre los árboles. Las hojas crepitaban. Pasaron por encima de troncos caídos y cruzaron una estrecha corriente de agua que seguramente era un aliviadero de la granja que iba a parar al arroyo.
«Corre, corre, corre», le suplicó Sam a su hermana dentro de su cabeza. «Corre, por favor».
—Sam… —Charlie se detuvo. Rodeó con el brazo la cintura de Sam—. Hay una pala. Una pala.
Sam no entendió. Se llevó los dedos a los párpados. La sangre seca los había sellado. Presionó con cuidado, esforzándose por abrir los ojos.
La luz suave de la luna arrojaba un resplandor azulado sobre el calvero que se abría ante ellas. Había algo más que una pala. Al lado de un agujero abierto en el suelo se veía un montículo de tierra recién removida.
Una fosa.
Una tumba.
Concentró la vista en el negro agujero mientras la situación se le aparecía con toda nitidez. Aquello no era un atraco, ni un intento de intimidar a su padre para que perdonara una deuda. Todo el mundo sabía que el incendio de su casa había dejado a los Quinn en una situación muy precaria. La pelea con la compañía de seguros. Su expulsión del hotel donde se alojaban. Las compras en las tiendas de segunda mano. Evidentemente, Zachariah Culpepper había dado por sentado que Rusty trataría de salir a flote exigiendo a sus clientes morosos que le pagaran sus facturas atrasadas. No iba desencaminado. Una de aquellas noches, Gamma le había gritado a Rusty que los veinte mil dólares que le debía Culpepper podían sacarlos de la ruina.
O sea, que todo se reducía a una cuestión de dinero.
O, peor aún, de estupidez, porque las facturas pendientes no habrían muerto con su padre.
Sam sintió bullir de nuevo su ira anterior. Se mordió la lengua con fuerza, hasta notar el sabor de la sangre. No era de extrañar que Zachariah Culpepper llevara toda la vida entrando y saliendo de la cárcel. Como sucedía con todos sus golpes, el plan era malo y su ejecución chapucera. Cada traspié que habían dado, cada metedura de pata, los había conducido a aquel lugar. Habían cavado una tumba para Rusty, pero como Rusty llegaba tarde porque siempre llegaba tarde, y como ese día, por primera vez, se habían saltado el entrenamiento de atletismo, ahora aquella tumba sería para Charlie y para ella.
—Muy bien, grandullón. Ahora te toca a ti. —Zach se apoyó la culata de la escopeta en la cadera, se sacó del bolsillo una navaja y la abrió con una mano—. Un disparó haría demasiado ruido. Usa esto. Cruzándoles la garganta, como harías con un cerdo.
Su cómplice no cogió la navaja.
—Venga, como acordamos —insistió Zach—. Tú te encargas de esta y yo de la pequeña.
El otro no se movió.
—La chica tiene razón. No tenemos por qué hacerlo. Lo de hacerles daño a las mujeres no entraba en el plan. Ni siquiera tenían que estar aquí.
—¿Y qué?
Sam agarró a Charlie de la mano. Estaban distraídos. Ahora podía huir.
—Lo hecho, hecho está —continuó el de las zapatillas de bota—. Pero no tenemos que empeorar las cosas matando a más gente. A gente inocente.
—Santo Dios. —Zach cerró la navaja y volvió a guardársela en el bolsillo—. Ya hablamos de eso en la cocina, tío. No tenemos elección.
—Podemos entregarnos.
Zach agarró la escopeta.
—Ni hablar.
—Me entregaré yo. Que me echen a mí las culpas de todo.
Sam empujó suavemente a Charlie para darle a entender que era hora de ponerse en marcha. Pero su hermana no se movió. Se agarró con fuerza a ella.
—Y una mierda. —Zach le clavó un dedo en el pecho a su compañero—. ¿Crees que voy a cargar con una acusación de asesinato porque tú tengas cargo de conciencia de repente?
Sam soltó la mano de su