Inteligencia social. Daniel GolemanЧитать онлайн книгу.
Aunque Darwin consideró la empatía como un factor de supervivencia, la interpretación errónea popular de su teoría evolucionista enfatiza, como dijo Tennyson, «la Naturaleza roja de dientes y garras», una visión despiadada sostenida por los “darvinistas sociales”, según la cual la Naturaleza sacrifica a los débiles, distorsionando así la evolución como una forma de racionalización de la codicia.
Darwin consideraba que cada una de las emociones nos predispone a actuar de un determinado modo. Así, por ejemplo, el miedo nos paraliza y nos conduce hacia la huida; la ira nos moviliza hacia la lucha; la alegría nos prepara para el abrazo, etcétera, algo que se ha visto corroborado neuronalmente por los recientes estudios de imagen cerebral. En este sentido, la activación provocada por una determinada emoción estimula el correspondiente impulso a actuar.
La vía inferior permite que el sentimiento-acción nos lleve a establecer vínculos interpersonales. Cuando, por ejemplo, vemos que alguien está asustado –aunque sólo sea en su postura corporal o en el modo en que se mueve– se activan de inmediato en nuestro cerebro los circuitos relacionados con el miedo y, junto a este contagio, se activan también las regiones cerebrales que nos predisponen a realizar la correspondiente acción. Y lo mismo podríamos decir con respecto a otras emociones, como la ira, la alegría, la tristeza, etcétera. De este modo, el contagio emocional no se limita a transmitir sentimientos, sino que también prepara automáticamente al cerebro para ejecutar la acción correspondiente.31
Según una regla general de la Naturaleza, los sistemas biológicos emplean la mínima cantidad de energía, algo que el cerebro realiza estimulando las mismas neuronas cuando percibe una acción que cuando la ejecuta, una economía que se repite en todos los niveles del cerebro. En el caso especial de que alguien se halle en peligro, el vínculo percepción-acción convierte la ayuda en una tendencia natural del cerebro. De este modo, sentir con nos predispone a actuar por.
Hay datos que sugieren que, en la mayoría de las situaciones, el ser humano tiende a ayudar antes a sus seres queridos que a un extraño. A pesar de ello, sin embargo la sintonía emocional con un desconocido que se halla en apuros nos conduce a ayudarle del mismo modo que lo haríamos con nuestros seres más queridos. Así, por ejemplo, es más probable que las personas más entristecidas por el llanto de un niño de un orfanato, entreguen dinero o incluso ofrezcan al niño un hogar provisional, independientemente de la distancia social que los separe.
La predisposición que nos lleva a ayudar a los similares desaparece en el mismo instante en que nos hallamos ante alguien desesperado o en una situación problemática. En un encuentro directo con tal persona, el vínculo intercerebral primordial nos lleva a experimentar su sufrimiento como si fuera el nuestro y estimula, en consecuencia, nuestra acción.32 Y no olvidemos que ese enfrentamiento directo con el sufrimiento fue, en el inmenso período de tiempo en que la distancia interpersonal se medía en centímetros o en palmos, la regla.
Pero por qué, si el cerebro humano dispone de un sistema destinado a sintonizar con los problemas que experimenta otra persona y nos predispone a ayudarle, no siempre lo hacemos así. Son muchas las posibles respuestas que han puesto de relieve los numerosos experimentos realizados al respecto en el campo de la psicología social. Pero la más sencilla de todas tal vez sea que la vida moderna va en contra de eso y nos relacionamos a distancia con los necesitados, lo que implica que no experimentamos la inmediatez del contagio emocional directo, sino tan sólo la empatía “cognitiva” o, peor todavía, que nos quedamos en la mera simpatía y, si bien sentimos lástima por la persona, no experimentamos su desasosiego y nos mantenemos a distancia, lo que debilita así el impulso innato a ayudar.33
Como señalan Preston y De Waal: «En la era del correo electrónico, los ordenadores, las frecuentes mudanzas y las ciudades dormitorio, el equilibrio se aleja cada vez más de la percepción automática y exacta del estado emocional de los demás en cuya ausencia es imposible la empatía». Las distancias sociales y virtuales que caracterizan la vida han generado una anomalía que hoy en día consideramos normal. Y esa distancia impide el desarrollo de la empatía, sin la cual el altruismo es imposible.
En muchas ocasiones se ha dicho que el ser humano es naturalmente bondadoso y compasivo con algún que otro ribete esporádico de maldad, pero esa afirmación no se ha visto, hasta el momento, corroborada científicamente y la historia parece empeñarse, en muchas ocasiones, en contradecirla. Pero ahora invito al lector a hacer el siguiente experimento: imagine el número de personas que, en todo el mundo, podrían haber cometido hoy en día un acto antisocial, desde la simple descortesía y el engaño hasta la violación y el homicidio, y convierta ese número en el sustraendo de una fracción en cuyo minuendo coloca el número de actos antisociales que realmente ocurren a diario, lo que nos proporciona una tasa de maldad potencial que todo el mundo puede comprobar que tiende a cero cualquier día del año. Si, por el contrario, coloca en el minuendo el número de actos bondadosos realizados un determinado día, la ratio bondad/maldad será siempre positiva (un dato que por lo general se nos escamotea y presenta como si lo cierto fuera precisamente lo contrario).
El investigador de Harvard Jerome Kagan propone el siguiente ejercicio mental de cara a subrayar un aspecto muy concreto de la naturaleza humana, es decir, que la suma total de la bondad es muy superior a la de la maldad: «Aunque los seres humanos hayan heredado un sesgo biológico que les permite sentir ira, celos, egoísmo y envidia y ser duros, agresivos o violentos, también disponen de un legado biológico todavía más fuerte que les inclina hacia la bondad, la compasión, la cooperación, el amor y el cuidado, especialmente hacia los más necesitados». Este sentido ético integrado es –según Kagan– «uno de los rasgos biológicos distintivos de nuestra especie».34
Con el descubrimiento de los circuitos neuronales que ponen la empatía al servicio de la compasión, la neurociencia proporciona a la filosofía un mecanismo para explicar la ubicuidad del impulso altruista. No estaría de más, pues, que los filósofos dejasen de centrarse exclusivamente en buscar explicaciones reduccionistas a los actos desinteresados y tratasen de explicar asimismo las innumerables ocasiones en que, por el contrario, los actos crueles se hallan ausentes.35
5. NEUROANATOMÍA DE UN BESO
Todavía conservan muy vivo el recuerdo de su primer beso, un hito muy importante de su relación. Eran viejos amigos, pero una tarde en que habían quedado para tomar té y estaban hablando de la dificultad de encontrar pareja, se miraron detenidamente durante una larga pausa. Luego, cuando estaban a punto de despedirse, sus miradas volvieron nuevamente a cruzarse y se vieron impulsados, por una fuerza misteriosa, a fundir sus labios en un beso. Años después siguen ignorando quién tomó esa iniciativa, pero aún recuerdan perfectamente el impulso que les unió.
Quizás ese tipo de mirada constituya el necesario preludio neuronal de un beso. Los descubrimientos realizados por la neurociencia actual han puesto de relieve la existencia de una conexión neuronal directa entre los ojos y la corteza orbitofrontal (una estructura cerebral esencial para la empatía y el ajuste emocional), un hallazgo que parece corroborar la poética idea de que los ojos son las ventanas del alma y nos permiten atisbar los sentimientos más recónditos de otra persona.
Mirar de manera directa a los ojos de una persona nos vincula estrechamente a ella, porque –por reducir un momento muy romántico a su dimensión más neurológica– establece un vínculo entre nuestras cortezas orbitofrontales (COF), en especial sensibles a señales tales como el contacto visual. A fin de cuentas, estos circuitos neuronales sociales desempeñan un papel fundamental en el registro del estado emocional de los demás.
Como sucede con la ubicación geográfica de las propiedades inmobiliarias, el lugar que ocupa una determinada estructura cerebral posee una importancia extraordinaria. Por este motivo, la corteza orbitofrontal, situada inmediatamente detrás y por encima de las órbitas oculares (de ahí el prefijo “orbito”), ocupa un lugar estratégico en la encrucijada que hay entre la parte superior de los centros emocionales y la parte inferior del cerebro pensante. Si el cerebro fuese un puño, la corteza cerebral se hallaría en el sitio ocupado por los dedos, los centros