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Sí sé por qué: Novela. Felipe TrigoЧитать онлайн книгу.

Sí sé por qué: Novela - Felipe Trigo


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el teniente de fragata. Bendigo las expansivas hidalguías de este hombre que trata á todo el mundo.

      Fué hace cinco tardes. Salíamos del comedor, y los dos sacerdotes franceses, el P. Reims y el P. Ranelahg, uniéronse á nosotros. Nos sentamos, y al poco las dos personas en cuya aparición yo no cesaba de pensar se acercaban sonriéndonos..., ó, á mejor decir, sonriendo á sus antiguos conocidos, puesto que ambas, y la niña especialmente, no pudieron reprimir un cambio de la jovialidad á la contrariedad al advertirme; pero, como antes á los curas, mi presentación se hizo inevitable; Lambea (ajeno, por lo demás, á la emoción de las llegadas), formuló:

      —El señor Alvaro Adamar. La señora Leopolda Río Hoffmeyer, y su hija, la señorita Rocío.

      Extremé mi corrección para borrar el mal efecto. Me quedé un poco aparte en la tertulia. La dama, los sacerdotes y el teniente de fragata hablaban en francés. Rocío (¡diáfano nombre!), también callada, turbadísima por lo que juzgaría en mí amaño de tenorio, mirábase los pies y me arrojaba ojeadas de recelo; estaba pálida; era tanta su emoción... que yo, incapaz de compaginarla con el simple temor de la libertad de una chicuela amenazada por un impertinente, incurrí un segundo (lo debo confesar) en la sospecha de que fuese lo contrario: el recóndito vibrar de una niña que por primera vez se siente galanteada por un hombre.

      Pero deseché mi petulancia. Se hallaba ella junto á mí, ambos aislados de la conversación de los demás, y todavía ante la sorpresa de los nombres españoles y del español empleado en la presentación por el marino, no obstante encontrarnos hablando con franceses, á una pregunta mía respondió que era española, de Barcelona, aunque había vivido en Nueva Orleans casi siempre.

      Toda despreocupación é ingenuidad, la coquetería no asomaba á su gesto ni á sus ojos; quise hacerla hablar de los teatros y de la vida elegante de Nueva Orleans, y me respondió del colegio y de juegos infantiles: monjas, las madres; y ella patinaba en el parque del convento. Pasó en seguida un gato junto á nosotros, y le llamó con un rápido gui-rí, gui-rí gui-rí, del cual hubo de explicarme que es el modo con que en Nueva Orleans se sustituye nuestro clásico mis, mis...; le cogió, le acarició; luego un gran papel que cruzó volando, tirado sin duda desde el puente, hízola correr á la borda para verle flotar sobre las aguas... Allí permaneció. Maldito si yo parecía importarla lo que el gato ó el papel—y ello, en final de cuentas, prodújome alegría, porque en la fraternal amistad con esta niña, no busca mi alma, no debe buscar absurdas intrigas imposibles...

      Un momento más de atención de la mamá al notarme por la chiquilla abandonado; preguntas sobre si voy al Uruguay ó la Argentina; lamentaciones acerca de las sales disipadas de un pomito roto que sacó de la escarcela, porque sufre mucho de los nervios y no podría reponerlo en el vapor..., y, ¡ah!, preciosa coyuntura para acercarme al camarote y volver ofreciéndola otro pomito de los que yo embarqué con mi antineurasténica provisión de morfinas y bromuros... Y como el marino, cuya inquietud no le deja pasar diez minutos en un sitio, se levantó y se despedía, juzgué discreto acompañarle...

      Me completó las noticias. Las nobles pasajeras no son parientes ni tienen nada que ver con el P. Reims y el P. Ranelahg; conociéronse de haber vivido algunos días esperando el embarque en el mismo hotel de Barcelona; muy religiosas las dos, simpatizaron con los dignos sacerdotes. Leopolda es de origen francés-argentino y viuda de un negociante catalán que murió en Nueva Orleans hace tres años; ella y la hija han vuelto á Barcelona para arreglar asuntos familiares, y piensan fijar la residencia en Buenos Aires, donde tienen intereses.

      ¡Bravo!... Al día siguiente Leopolda se apresuró á agradecerme el tranquilo sueño logrado con mis sales; me habló extensamente de sus nervios; y yo, picado en la manía que iba ya casi olvidando, la hablé de mi neurastenia.

      Sus nervios, mi neurastenia y mis sales de Labanda han sido, pues, el nexo de nuestros egoísmos necesarios á toda intimidad; y, ahora, en la blanca gloria de nuestro despertar de las mañanas, puedo unas veces dejar que la voz melodiosa y lenta de la madre apacigüe mis angustias, y puedo otras con la hija vagar por la cubierta, mirando como á través de su inocencia las crestas de ámbar de las olas y contemplando el candor de su inocencia misma cuando ella observa á través de mis gemelos los buques que nos cruzan.

      A las seis suena diariamente una campana; mi niña amiga despídese de mí con una graciosa reverencia para ir á misa, al fondo de atrás de la cubierta, donde apenas si suelen concurrir más que las monjas, algunas pobres emigrantes y algún rudo marinero; póstrase de hinojos cerca del altar..., y yo, viendo la guirnalda rubia que la forman en la espalda sus dos trenzas tejidas en arco por las puntas, desde lejos, y también por reverencia á ella de rodillas, hacia ella continúo la adoración de la que adora á la Purísima con fervores que la postran retorcida contra el suelo. Al anochecer vuelvo en la terraza del bar á reunirme á ellas y los venerables sacerdotes. Y aún, algunas noches, después de la comida, concurro á la tertulia de los cuatro, en la baja cubierta, hasta la hora de dormir.

      A la tertulia singular de calma y abandono; á la tertulia sin tertulia. Todos arriba se recogen al baile del salón, y esta niña y esta madre y estos curas bondadosos prefieren la fiesta de callada paz de las estrellas. Raramente hablan. La limpieza de sus almas predispuestas á la amplia comunión con los espacios, redímelos de esa mezquina necesidad social que se llama la conversación, tramada siempre de envidias y ruindades. Saber hablar constituye sin duda un don preeminentísimo; pero lo constituye todavía más alto el saber callar.

      Por eso, antes quizá que por el temor á importunarlas demasiadamente, no estoy á todas horas junto á ellas; desconfío de que yo sepa callar en el grado de prudencia necesario; dudo en mí de esta superioridad de hombre, que es casi de Dios; por no permanecer mudo, pensando así pecar de descortés, le diría á Rocío... que me parece de arcángel su belleza, que admiro su exquisita sensibilidad, sus gustos infantiles, su talento—ó lo que es igual, diríala cortesísimas sandeces. Fuérzome, pues, á la violencia del silencio, que no es violencia en los demás, y de tan exagerado mi temor, llego á ignorar si él constituye un mérito ó, al revés, un defecto que subraya más el locuacísimo Lambea cada vez que llega á la «tertulia sin tertulia». Entonces cambia todo de improviso: trae constantemente algo que contar, algo que comentar y discutir..., y quién sabe si á Rocío yo no le resulto aburrido demás en el contraste.

      El silencio de ella, en verdad, discreto colmo de su inglesa educación, no parece presuponer indiferencia á lo que sepa hacerla oir cualquiera amenamente: lo noto en cómo escucha al P. Ranelahg si éste explícale á la madre algún misterio del libro de oraciones; asimismo lo advertí ayer con motivo de una discusión entre los Padres y Lambea: versó sobre el crimen de Roma—tema eterno y testarudo del vapor, por lo mismo que á nadie nos importa, y traído también á la espiritualidad de esta reunión por el simpático marino—; él se ha hecho un argumento de fortuna contra la creencia general de que no será aprehendida la condesa, y lo repite en todas partes: «La Montsalvato, con la atención fija del mundo entero, con sus fotografías reproducidas por millones y millones de periódicos, con su espléndida beldad de reina llamativa, encuéntrese donde se encuentre, en París, en Londres, en un barco hacia Nueva York por mitad del Océano, no se escapará, no podrá escaparse». Lambea cree que antes del final de nuestro viaje la sabremos detenida; y á la objeción del P. Ranelahg, robustecida por el otro Padre y por Leopolda, relativa á que justamente el convencimiento que tendrá la criminal de no poder pasar inadvertida la hará ocultarse en el fondo de la tierra, Lambea, lógico, replica y prueba que no, que lo de «ocultarse» se dice mejor que se efectúa..., puesto que no se trata de un agujero del campo ó de una peña donde nadie, y menos una hermosísima mujer, haya de vivir como una loba...

      ¡Ah, sí, qué aguda atención infantil la de Rocío!... Seguí las emociones de su cara, intensas, hondas, que la crispaban á veces de vibraciones de terror..., y no sé si porque me daba enojo el no acertar nunca de tal modo á entretenerla, ó porque me diese pena, pena, ver su alma estremecida con tales infamias, sufrí escuchando al charlatán.

      Claro es que he confirmado que á Rocío no la interesa el crimen sino por la absorción que pudiese igual ocasionarla un relato de ladrones


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