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de blanco también, desde los zapatos á la gorra; es blanca la silueta de algún oficial de servicio que cruza; son blancos la cubierta, las bandas, los botes que penden de sus amarras encima de los salvavidas; son de un vaporoso azul-blanco de ópalo el cielo y el mar... y creyérase que somos almas y que vamos navegando infinitamente perdidos á través de un alma inmensa de celaje, de pureza.
Los gemelos me la agrandan y acercan hasta poder contar en el azul esmalte los diamantillos de la medalla de la Virgen que lleva al cuello. Única modesta alhaja que la adorna. No usa pendientes ni sortijas. Sus manos y su cara tienen la pálida mate lozanía de las gardenias, y sus labios, labios puros, que alientan muchas veces entreabiertos, son rojos, de un rojo sano de sangre de granada.
Unas veces, juzgándose absolutamente sin testigos, se instala en cualquier amplio sillón, saca de la escarcelilla un polissoir y llévase gran rato puliéndose las uñas; otras se tiende en un canapé y mira extasiada el horizonte. Perdió la otra noche un pañuelo y yo lo recogí y lo guardé; huele á delicadísimos perfumes. Es toda, elástica y armónica, el augurio de una aristocrática mujer; pero es también la niña de ternura y de pudor que ni en la soledad le consiente el más leve desorden al vuelo de su falda.
Ayer otras niñas más niñas subieron muy temprano. Corrían tirando al alto una moneda, y la moneda rodó metiéndose entre dos tablas del piso; se agruparon de bruces á sacarla; no podían, y una pequeñita lloraba. Las acorrió ella; se postró al suelo también, y con una tijerilla y acopio de paciencia las hubo de ayudar. El grupo, visto con mis zeiss, resultaba encantador; juntas las angélicas cabezas, tocábanse las sedas de los rizos y las manos. No la aventajaba ninguna en suavidad. Últimamente las contentó repartiéndolas monedas suyas... y besos, muchos besos.
¿Por qué no pude yo ir á unir á las inocencias de sus besos la inocencia de mis besos?... ¡Ah, qué pena es que siendo de tanto amor el beso de los niños, y creciendo con la edad el amor del beso, el afán de besar se convierta en crimen!
Mi admiración ideal placeríale á la pureza de este ángel. Pero, no...; cuidadosamente evitaré que la confirme. Entre sus quince años y mis veintinueve años, entre su candor y mi groserísima miseria, entre su calma virginal y mi atormentada situación de hombre casado y endiabladamente enfermo, no puede haber nada común.
Puede haber lo que no necesita ser manifestado por mí ni conocido por quien de modo tan gentil me lo produce: el consuelo de una hermana dulce, más pequeña que mi hermana, que no está aquí..., y la vergüenza y el asco de las pasadas brutalidades de mi vida.
No, no tiene por qué saber jamás la tribulación de repugnancias con que mi corazón llora ante ella; ni podría entenderla, ni el infesto de mi ser permitiríame reposar en la limpia nobleza de su hombro mi frente consternada.
¡Elena, hermana mía, cuánta transparencia de divina humanidad lloraba en el descanso de tu hombro!
Te recuerdo; recuerdo á nuestra madre en esta niña, y tengo que beber los breves minutos de ansias inefables en la copa del bochorno.
Harto breves—los minutos, la hora de comunión con lo ideal. Va saliendo el sol, y van apareciendo pasajeros que despiertan. Primero los niños, que se ponen á jugar y á reír con la alegría de la mañana...; después los curas, que secuestran á la niña hechicerísima con sus calmas evangélicas...; luego, poco á poco, los demás.
Dijérase que al día y al haz del buque llega el mundo en un inverso orden de moral imperfección.
Los últimos, allá á las once, son Eyllin, Placer y mis amigos.
Sino que yo los esquivo cuanto puedo.
O escalas arriba trepo á la cubierta de botes, poniéndome á departir con las olas y las nubes, ó ansiando emociones menos plácidas bajo á los entrepuentes de emigrantes.
Me conocen ya, en el de la proa, en el de la popa.
Cuando los contemplo desde la cubierta de cámara, como desde los miradores de un alcázar que diese á patios de leprosos, el cuadro ofréceseme cruel. Amontonados. Campamentos de locura y suciedad. De día, los que en su inmovilidad apretada caen fuera de los toldos, ampáranse del sol colgando mantas; de noche, algunos las transforman en hamacas, y la mayoría duerme en el suelo de madera, donde se han pisoteado los vómitos y el rancho. Monstruos, más que humanos seres. Cerdos, en su salaz aglomeración forzosa, más que varia humanidad. Babel en marcha, maldita por no se sabría qué Dios de los rencores; hablan todos los idiomas, abrúmanse de todas las ruindades y mezclan con una igual y gris promiscuidad sus vidas y sus almas.
Dan idea del aplastamiento, de la trituración por lo fatal. En vano mujeres jóvenes y bellas, familias honestísimas, que en la pobreza de su país habrán hecho de lo delicado religión de sacrificio (como la del ex acomodador de la Princesa), en un poco de limpieza y de paz querrían aislarse de la soez canallería: con el agua vertida alrededor, corren hasta ellos los detritus; con la copla ó la frase del rufián, la desvergüenza...; y el albo pañizuelo de la pulcra conviértese en guiñapo, y el pudor de la madre y de la virgen en rosa ajada por una lluvia de inmundicia en el estiércol. No lejos de la novia que mira triste en la estela que se pierde la endecha de su amor, van el ladrón y el asesino, que esquivan á la vez que añoran sus presidios torvamente, y el Sileno que grita sobre un tonel.
Todas las concupiscencias, todas las confusiones, todos los apetitos..., toda la condensación del caldo hediondo y negro de la amasada y destripada Humanidad. En la caldera de horror, las inocencias se han fundido; y así por las sombras y el sueño del montón oye la casta el sordo rugir de una lujuria entre un sátiro y una bestia, y así, anteanoche, fueron llevados á la barra dos hombres cuyos cuerpos yacentes se buscaban con viscosas reptaciones de lombrices...
El dolor se me clava en el corazón como una espada.
No había podido nunca imaginarme semejante violación de la humana dignidad. Pensar que con este cosmopolitismo de la crápula, que con esta espuma que Europa le da á la emigración, van muchos inocentes desdichados, muchos engañados..., me acongoja. Pensar aún que á tres metros por encima, que á una baranda por en medio vamos nosotros en festín de lujos, de mágicos salones, de músicas, de flores, de pereza..., me atosiga y me destroza.
¿Por qué esta injusticia tremenda entre los hombres, esta inútil necesidad de la crueldad?
No sé por qué.
No lo comprendo.
Con el espacio y los divanes y los manjares que nos sobran, esos infelices ahorraríanse la humillación de verse tratados de un modo tal por sus hermanos. Un pájaro, un lobo y hasta una hiena no están jamás así en su bandada, en su manada.
¡No lo comprendo! ¡No lo comprendo!... Y yo debería correr gritando por ahí: «¡Socorro! ¡Que se ahogan, que se asfixian aquí los decoros de la vida!»...
Mas como nadie habría de secundarme y me juzgarían un mentecato; como son tan humildes é ignorantes estas gentes que no suben á escupirnos y á arrogarnos por las bordas..., soy yo el que suele bajar á ellos para sufrir siquiera un poco su tormento.
Me conocen. Pero me rodean desaprensivos tal vez los menos acreedores de piedad, y les voy cobrando miedo. En pocos días les he repartido mil pesetas. Deben proceder de mi dinero el vino y las juergas en que les he advertido algunas veces...
Y huyo, huyo por fin de ellos y de mi presentimiento de sandez repartiéndoles limosnas.
Con una desorientación tremenda en punto á caridades y á filosófica moral, vuelvo á la cristiana indiferencia y á la estultez de mis congéneres. Allá los pobres, pues, con su penar, y los ricos á bailar y á reír en la molicie... hasta la hora del Infierno.
IV
El oleaje de almas y de cosas, que dijérase que para jugar caprichosamente con las vidas salta á