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Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon TolstoiЧитать онлайн книгу.

Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi


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comprendo… –dijo Vronsky.

      –Pues yo sí comprendo –interrumpió Ana– que te es penoso mentir, porque eres de condición honorable, y te compadezco. Pienso a veces que has estropeado tu vida por mí.

      –Lo mismo pensaba yo de ti en este momento –dijo Vronsky–. ¿Cómo has podido sacrificarlo todo por mí? No podré nunca perdonarme el haberte hecho desgraciada.

      –¿Desgraciada yo? –dijo Ana, acercándose a él y mirándole con una sonrisa llena de amor y de felicidad–. ¡Si soy como un hambriento al que han dado de comer! Podrá quizá sentir frío, tener el vestido roto y experimentar vergüenza, pero no es desgraciado. ¿Yo desgraciada? No, en esto he hallado precisamente mi felicidad.

      Oyó en aquel momento la voz de su hijo que se acercaba y, lanzando una mirada que abarcó toda la terraza, se levantó con apresuramiento.

      Sus ojos se iluminaron con un fulgor bien conocido por él, y, con un rápido movimiento, levantó sus manos cubiertas de sortijas, tomó la cabeza de Vronsky, le miró largamente y, acercando su rostro, con los labios abiertos y sonrientes, le besó en la boca y en ambos ojos y luego le apartó.

      Quiso marchar de la terraza, pero Vronsky la retuvo.

      –¿Hasta cuándo? –murmuró contemplándola enajenado.

      –Hasta esta noche a la una –contestó Ana.

      Y, suspirando profundamente, se dirigió, con paso rápido y ligero, al encuentro de su hijo.

      La lluvia había sorprendido a Sergio en el Parque grande y tuvo que esperar, con el aya, refugiado en el pabellón principal.

      –Hasta pronto –dijo Ana a Vronsky–. Dentro de poco tengo que salir para ir a las carreras. Betsy quedó en venir a buscarme.

      Vronsky consultó el reloj y salió precipitadamente.

      Capítulo 24

      Cuando Vronsky había mirado el reloj en la terraza de los Karenin estaba tan perturbado y tan absorto en sus pensamientos que había visto las manecillas, pero no reparó en la hora que era.

      Salió a la calle y, con cuidado para no ensuciarse con el barro que cubría el suelo, se dirigió a su coche.

      El recuerdo de Ana llenaba hasta tal punto su imaginación que no se daba cuenta de la hora ni de si tenía o no tiempo de ver a Briansky. Como sucede a menudo, no le quedaba sino un sentido instintivo de lo que tenía que hacer, sin que la reflexión entrase en ello para nada.

      Se acercó al cochero, que dormitaba a la sombra ya oblicua de un frondoso tilo, miró la nube de mosquitos que volaban sobre los caballos cubiertos de sudor y, después de haber despertado al cochero, saltó al carruaje y le ordenó que se dirigiese a casa de Briansky.

      Sólo después de recorrer unas siete verstas se recobró, miró el reloj, vio que eran las cinco y media y se dio cuenta de que iba con retraso.

      Había fijadas para aquel día varias carreras: las de los equipos de Su Majestad, las de dos verstas para oficiales, otra de cuatro verstas y al fin la carrera en que él debía tomar parte.

      Aún podía llegar a tiempo para la carrera, pero si iba a ver a Briansky muy difícilmente llegaría a tiempo y, desde luego, después de que toda la Corte estuviese ya en el hipódromo, Era algo improcedente. Pero había dado palabra a Briansky y resolvió continuar, ordenando al cochero que no tuviese compasión de los caballos.

      Llegó a casa de Briansky, se detuvo cinco minutos en ella y volvió atrás a todo trotar.

      La rápida carrera le calmó. Cuanto había de penoso en sus relaciones con Ana, lo indeciso que quedara el asunto después de su conversación, todo se le fue de la memoria y ahora pensaba con placer en la carrera, a la que llegaría a tiempo sin ninguna duda; y, de vez en cuando, la dicha de la entrevista que había de tener con Ana aquella noche pasaba por su imaginación como una luz deslumbradora.

      La emoción de la próxima carrera se apoderaba de él cada vez más a medida que se iba adentrando en el ambiente de ella, dejando rezagados los coches de aquellos que, desde San Petersburgo y las casas de veraneo, se dirigían al hipódromo.

      En su casa no había nadie: todos estaban en las carreras. El criado le esperaba a la puerta.

      Mientras se cambiaba de ropa, el criado le anunció que la segunda carrera había comenzado, que habían estado preguntando por él muchos señores y que el mozo de cuadras había ido ya dos veces a buscarle.

      Una vez vestido sin apresurarse, ya que nunca se precipitaba ni perdía su serenidad, Vronsky ordenó al cochero que le condujese a las cuadras.

      Se veía desde allí el mar de coches, de peones, de soldados que rodeaban el hipódromo y las tribunas llenas de gente. Debía de estar celebrándose la segunda carrera, porque en el momento que él entraba en las cuadras se oyó sonar una campana.

      Acercándose al establo, vio a «Gladiador», el caballo rojo de piernas blancas de su competidor Majotin, al que llevaban al hipódromo cubierto con gualdrapa de color naranja y azul marino. Sus orejas, merced al adorno azul que llevaba encima, parecían inmensas.

      –¿Y Kord? –preguntó al palafranero.

      –En la cuadra, ensillando el caballo.

      El establo estaba abierto y «Fru–Fru» ensillada. Iban a hacerla salir.

      –¿No llego tarde?

      All right, all right! –dijo el inglés–. Todo va bien.

      Vronsky miró una vez más las elegantes líneas de su querida yegua, cuyo cuerpo temblaba de pies a cabeza, y salió de la cuadra, costándole separar la vista del animal.

      Llegó a las tribunas en el momento oportuno para no atraer la atención sobre sí.

      La carrera de dos verstas acababa de terminar y ahora los ojos de todos estaban fijos en un caballero de la Guardia, seguido de un húsar de la escolta imperial que en aquel momento, animando a sus caballos con todas sus fuerzas, alcanzaba la meta.

      Desde el centro de la pista y desde el exterior, la multitud se precipitaba hacia la meta. Un grupo de oficiales y soldados expresaba con sonoras aclamaciones su alegría por el triunfo de su oficial y camarada.

      Vronsky se mezcló en el grupo, sin atraer la atención, casi a la vez que sonaba la campana anunciando el final de la carrera.

      El caballero de la Guardia, alto, cubierto de barro, que había llegado en primer lugar, acomodóse con todo su peso en la silla y comenzó a aflojar el bocado de su potro gris, que respiraba ruidosamente, cubierto todo de sudor.

      El corcel, moviendo los pies con esfuerzo, refrenó la marcha veloz de su enorme cuerpo. El caballero de la Guardia miró en torno suyo como despertando de una pesadilla y sonrió con esfuerzo. Un grupo de amigos y desconocidos le rodeó.

      Vronsky evitaba adrede los grupos de personas distinguidas que se movían pausadamente charlando ante las tribunas. Divisó a la Karenina y a Betsy, así como a la esposa de su hermano. Pero no se acercó para que no le entretuviesen. Mas a cada paso encontraba conocidos que le paraban, a fin de contarle los detalles de las carreras y de preguntarle la causa de que llegara tan tarde.

      Los corredores fueron llamados a la tribuna para recibir los premios y todos se dirigieron hacia allí.

      El hermano mayor de Vronsky, Alejandro, coronel del ejército, un hombre más bien bajo, pero bien formado, como el propio Alexey, y más guapo, con la nariz y las mejillas encendidas y el rostro de alcohólico, se le acercó.

      –¿Recibiste mi nota? –dijo–. No pude encontrarte.

      A pesar de la vida de libertinaje y, sobre todo, de embriaguez que llevaba, y que le había hecho célebre, Alejandro Vronsky era un perfecto cortesano.

      Ahora, al hablar con su hermano de aquel asunto desagradable, sabía que tenían muchos ojos fijos en ellos y, por tanto, afectaba un aspecto sonriente, como si estuviese bromeando con su hermano sobre cosas sin importancia.

      –La recibí y no comprendo de qué te


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