Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon TolstoiЧитать онлайн книгу.
no me ha dicho usted en qué estaba pensando cuando entré. Dígamelo, se lo ruego –suplicó Vronsky, interrumpiendo su conversación.
Ana no contestó. Inclinando levemente la cabeza, le dirigía, con la frente baja, la mirada de sus brillantes ojos adornados de largas pestañas.
Su mano jugueteaba con una hoja y temblaba. Vronsky reparó en ello y en su rostro se expresó aquella sumisión, aquella obediencia ciega que tanto conmovían a Ana.
–Veo que le pasa algo. ¿Cómo voy a estar tranquilo sabiendo que sufre usted una pena que no comparto? Dígamela, por Dios –insistió.
«No le perdonaría si no comprendiese toda la importancia de… Vale más callar. ¿A qué probarle?», pensaba Ana, mirándole.
Y su mano y la hoja temblaban cada vez más.
–Se lo ruego, por Dios –insistió él.
–¿Se lo digo?
–Sí, sí, sí.
–Estoy embarazada –murmuró Ana lentamente, en voz baja.
La mano, que jugaba con la hoja, tembló más aún, pero ella no separaba la vista de él para ver cómo recibía la noticia.
Vronsky palideció; quiso decir algo, pero se interrumpió, soltó la mano de Ana y bajó la cabeza.
«Sí, ha comprendido toda la importancia de este hecho», pensó Ana con gratitud.
Y le apretó la mano.
Pero se engañaba creyendo que él había comprendido toda la importancia de aquella noticia tal como ella la comprendía.
En efecto, Vronsky, al oírla, experimentó diez veces más fuertemente que de costumbre la sensación de extraña repugnancia que solía poseerle con frecuencia.
Por otro lado, comprendió que la crisis que él anhelaba había llegado, que era imposible ocultar más los hechos al marido y que de un modo a otro se tenía que acabar por fuerza con aquel estado de cosas.
Además, la emoción de Ana se comunicó a él casi físicamente. Le dirigió una mirada acariciadora y sumisa, besó su mano, se incorporó y comenzó a pasear por la terraza en silencio.
–Sí –dijo al cabo, acercándose a ella–. Ni usted ni yo hemos considerado nuestras relaciones como una broma. Y ahora nuestra suerte está decidida. Hay que terminar –dijo, mirando en torno suyo– esta mentira en que vivimos.
–¿Terminar, Alexey? ¿Y cómo? –preguntó Ana, con voz temblorosa, iluminado el rostro por una débil sonrisa.
–Abandonando a tu marido y uniendo nuestras vidas.
–Ya lo están ahora –repuso ella, con voz casi imperceptible.
–Pero no del todo.
–¿Y qué podemos hacer, Alexey? Dímelo –repuso Ana, sonriendo con tristeza al pensar en la delicada situación en que se encontraban–. ¿Cómo salir de todo esto? ¿Acaso no soy la esposa de mi marido?
–Para todo hay salida. Es preciso decidirse –dijo Vronsky–. Cualquier cosa será mejor que vivir de este modo. Yo veo perfectamente cuánto sufres por todo: por el mundo, por tu hijo, por tu marido…
–Por mi marido, no –dijo Ana con ingenua sonrisa–. No le conozco, no pienso en él, no existe para mí.
–No dices la verdad. Te conozco. Sufres por él.
–Además, él no sabe nada –dijo Ana.
Y de pronto sintió que las mejillas, la frente, el cuello, se le cubrían de rubor.
Lágrimas de vergüenza acudieron a sus ojos.
–No hablemos de él –concluyó.
Capítulo 23
Varias veces había probado Vronsky, aunque no tan resueltamente como ahora, a hablar con Ana de su situación. Y cada vez encontraba la misma superficialidad y la misma ligereza de reflexión que ahora demostraba ella al contestar a la proposición que le hacía.
Se diría que existía algo que Ana no quería o no podía aclarar consigo misma, como si cada vez que empezaba a hablar de aquello la verdadera Ana se ensimismara y resultase otra mujer, extraña a él, una mujer a quien no amaba, a la que temía y que le rechazaba.
Pero Vronsky, hoy, estaba resuelto, pasara lo que pasara, a decirlo todo.
–Lo sepa o no su marido –manifestó con su tono habitual, firme y sereno–, a nosotros nos da igual. Pero no podemos continuar así, sobre todo ahora.
–¿Y qué quiere que hagamos? –preguntó ella, con su acostumbrada sonrisa irónica.
Había temido que Vronsky tomara a la ligera su confidencia y ahora se sentía disgustada contra sí misma, al ver que él deducía del hecho la necesidad absoluta de una resolución enérgica.
–Tiene que confesarlo todo a su marido y abandonarle.
–Bien: imagine que se lo confieso –dijo Ana–. ¿Sabe lo qué pasaría? Se lo puedo decir desde ahora –y una luz malévola brilló en sus ojos, tan dulces momentos antes–. «¿Conque ama usted a ese hombre y mantiene con él relaciones ilícitas? –y al imitar a su esposo subrayó la palabra "ilícitas", como habría hecho Alexey Alejandrovich–. Ya le advertí sus consecuencias en el sentido religioso, familiar y social… Usted no ha escuchado mis consejos. Pero yo no puedo deshonrar mi nombre… » –Ana iba a añadir: « ni el de mi hijo», pero no quiso complicar al niño en su burla, y añadió: «deshonrar mi nombre» , y alguna cosa más por el estilo. Continuó aún–: En resumen, con su estilo de estadista y sus palabras precisas y claras, me dirá que no puede dejarme marchar y que tomará cuantas medidas estén a su alcance para evitar el escándalo. Y hará, serena y escrupulosamente, lo que diga. No es un hombre, sino una máquina. Y una máquina perversa cuando se irrita –añadió, recordando a Alexey Alejandrovich con todos los detalles de su figura, con su modo de hablar, acusándolo de todo lo que de malo podía encontrar en él, no perdonándole nada por aquella terrible bajeza de que ella era culpable ante su marido.
–Ana –dijo Vronsky, con voz suave y persuasiva, tratando de calmarla–, de todos modos hay que decírselo y después obrar según lo que él decida.
–¿Y tendremos que huir?
–¿Por qué no? No veo posibilidad de seguir así, y no sólo por mí, sino porque veo cuánto sufre usted.
–Claro: huir… y convertirme en su amante –dijo Ana con malignidad.
–¡Ana! –exclamó él con tierno reproche.
–Sí –continuó ella–: ser su amante y perderlo todo.
Habría querido decir «perder a mi hijo», pero no le fue posible pronunciar la palabra.
Vronsky no podía comprender que Ana, naturaleza enérgica y honrada, pudiera soportar aquella situación de falsedades y no quisiera salir de ella. No sospechaba que la causa principal la concretaba aquella palabra «hijo», que Ana no se atrevía ahora a pronunciar.
Cuando Ana pensaba en su hijo y en las futuras relaciones que habría de tener con él si se separaba de su esposo, se estremecía pensando en lo que había hecho y entonces no podía reflexionar; mujer al fin, no buscaba más que persuadirse de que todo quedaría igual que en el pasado y olvidar la terrible incógnita de lo que sería de su hijo.
–Te pido, lo imploro –dijo Ana de repente, en distinto tono de voz, sincero y dulce, y cogiéndole las manos– que no vuelvas a hablarme de eso.
–Pero Ana…
–¡Jamás! Déjame hacer. Conozco toda la bajeza y todo el horror de mi situación. ¡Pero no es tan fácil de arreglar como te figuras! Déjame y obedéceme. No me hables más de esto. ¿Me lo prometes? ¡No, no: prométemelo!
–Te prometo lo que quieras, pero no puedo quedar tranquilo, sobre todo después de lo que me has dicho.
No puedo estar tranquilo cuando tú no lo