El Precio Del Infierno. Federico BettiЧитать онлайн книгу.
era bastante tranquila, al menos así se lo parecía a Stefano. Se extendía durante casi tres kilómetros a lo largo de la vía Emilia y tenía aproximadamente unos treinta mil habitantes, incluyendo las distintas aldeas.
Stefano vivía en la avenida de la Repubblica.
San Lazzaro di Savena era la clásica ciudad en que se sabía todo de todos, o casi, sobre todo del recién llegado, que en este caso era justamente él.
Todos sus conciudadanos estaban muy felices de haberlo conocido dado que era un excelente policía, por lo que se decía por ahí. En especial la señorita Emma Simoni, su vecina de edificio y de puerta.
Cuando se lo encontraban por la calle todos le agradecían lo que hacía por la ciudad. A veces, si desaparecía durante un período de tiempo por cuestiones de trabajo, a su vuelta la gente sentía curiosidad por la razón de su ausencia. Y él respondía dentro de los límites de lo posible y de lo permitido.
Si sabía que Stefano estaba en casa Emma lo invitaba enseguida a tomar una taza de té o incluso a comer. Su especialidad eran las pizzette a base de beicon y tomate fresco. Naturalmente a él le gustaban mucho.
Desde que Stefano se lo había dicho ella le daba siempre una docena en una pequeña caja de plástico azul. A veces Stefano llevaba unas pocas a la comisaría de policía de Bologna. También Alice, en cuanto se comió una de ellas, se enamoró de aquellas exquisiteces.
Cuando tenía problemas con su pistola de calibre 38, Stefano se pasaba por la armería de Antonio Pollini, en vía Mezzini, que estaba en la otra parte de la avenida de la Repubblica. El señor Polloni era un hombre no muy alto con el pelo corto y perilla.
Al poco tiempo de residir en San Lazzaro Zamagni se había hecho amigo también de Luigi Mazzetti, propietario de la ferretería de modestas dimensiones justo enfrente de su casa.
Se había dado cuenta que vivía en una hermosa ciudad fuera del caos, decía é, y estaba muy contento por ello.
No podía vivir en una ciudad superpoblada como Bologna, así que se había puesto a buscar algo más tranquilo y finalmente lo había encontrado.
Alice y Stefano llegaron a casa de ella.
–Vamos a la cocina –dijo Alice.
Se dirigieron ambos hacia la frase que Alice le había recordado a Stefano en la comisaría.
De manera asombrosa….había desaparecido.
Ya no estaba. Se había desvanecido en la nada.
Alice no sabía explicárselo. Estaba perpleja y si no la hubiese visto con sus propios ojos no se lo habría creído.
–Te prometo que estaba –dijo Alice.
– ¿Estás segura de no haberte equivocado? Quizás has dormido poco esta noche y estás cansada.
–Estoy segura al doscientos por cien –respondió Ally.
–En mi opinión harías bien en tomarte unos días de descanso –le dijo Stefano.
–Te he dicho que estoy segura, es más, segurísima. Te prometo que esta mañana estaba. Era justo aquí donde estamos nosotros dos –repitió convencida la muchacha.
–De acuerdo, imaginemos que tienes razón. ¿Pero cómo explicas el hecho de que ya no esté? –preguntó Stefano con curiosidad.
–No sabría qué responder. La desaparición de la frase también me asombra, así que no sé qué decirte –respondió Alice.
–Yo ahora me marcho, descansa un poco.
Alice asintió.
Stefano salió y ella fue a tumbarse en el sofá del salón. Pasados veinte minutos desde que se había quedado sola…sonó el teléfono.
– ¿Di…? –Alice no terminó la palabra y colgó.
Tenía miedo de que fuese de nuevo aquella voz. Que fuese de nuevo la Voz.
¿Y si no hubiese sido la Voz sino alguien que la necesitaba?
No sabía responder.
Se tumbó de nuevo en el sofá y poco después sonó de nuevo el teléfono.
¿Qué debería hacer? ¿Responder? ¿Esperar a que dejase de sonar? Era un bonito dilema
Después de unos segundos de dudas decidió responder.
– ¿Diga?
–Encontrémonos…decídete. No tengas miedo. No debes tener miedo.
– ¿Quién eres? –preguntó ella.
–Nos conocemos bien, yo diría más…muy bien…
– ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
–Eso no importa.
Alice colgó el teléfono de nuevo.
Nos conocemos muy bien. Encontrémonos. A la mierda. Sea quién sea es un capullo tocapelotas. ¿Quién es? ¿Qué carajo quiere de mí? A la mierda. No puede seguir tocándome las narices de esta forma. Si me entero de quién es y lo encuentro, le parto el culo. Vete a la mierda, imbécil. Así te murieses en este momento, maldito cabrón. Si no me dejas dormir esta noche juro que te busco y no paro hasta tenerte frente a frente, y luego te descargo en medio de los huevos un cargador entero, y si no llega, le disparo uno detrás del otro. Vete a la mierda.
Era casi de noche. Quiso comer un poco, así que se fue a la cocina. Abrió el frigorífico y sacó un poco de aquellas exquisitas pizzette de Emma Simoni que le había llevado Stefano de San Lazzaro esa mañana. Quizás eso le hubiera subido la moral durante un momento si no hubiese visto…aquella frase. Aquella jodida frase.
Era idéntica a la del día anterior.
¡Nos veremos!
¡Seremos felices juntos!
Estaba todo en el mismo orden que el día anterior, una frase idéntica en todo, sin ninguna diferencia.
– ¡Stefano! –gritó Alice tan fuerte que casi se queda sin voz.
Llegó hasta el teléfono y llamó a la comisaría esperando encontrar allí al compañero.
Por desgracia, para ella, la telefonista del departamento de homicidios dijo que él ya se había ido a casa y que regresaría al día siguiente.
Alice comenzó a despotricar contra su mala suerte y pensó que quizás lo encontraría en el apartamento de Bologna. Llamó a ese número pero él no estaba; entonces debería estar en San Lazzaro. Debía encontrarlo a toda costa. Lo necesitaba con urgencia para contarle lo que había sucedido. Pero, ¿cómo encontrarlo?
Sólo sabía que vivía en San Lazzaro di Savena pero no conocía ni la dirección ni el número de teléfono ni nada más que pudiese ayudar a encontrarlo.
Sin embargo debía descubrir la manera de hacerlo. Cualquier maldito modo, con tal de hallarlo.
Seguramente no conseguiría dormirse pero lo intentó. Había pasado ya más de media hora y ella no se había dormido, entonces decidió levantarse.
Debía encontrar a Stefano Zamagni y, a su tiempo, juntos localizarían a Santopietro.
Desvelada subió al coche y partió para San Lazzaro di Savena.
La carretera estaba oscura pero, de todas formas, concurrida, quién sabe porqué. Quizás había alguna fiesta en Bologna. Quién sabe. Pero…
No se rompió más la cabeza y se concentró en conducir, esquivando a los imprudentes que viajaban a una hora tan tardía.
– ¡Imbécil, mira por dónde vas! –gritó.
Y luego frases como: no te eches encima, gilipollas, quédate en tu sitio, o, imbécil deja de conducir y vuelve a casa. Esta la forma en que se producen los accidentes.
Estaba encolerizada con todos y con todo, siempre debido a aquel tipo que le llamaba casi de noche, nunca de día.
– ¡Me