El imperativo estético. Peter SloterdijkЧитать онлайн книгу.
razón? Después de todo, ¿no había ya en el espléndido himno militante de los franceses un amenazante estribillo de extinción de inquietantes tintes racistas que quería que la sangre impura de los no galos regara los sagrados campos de la patria? ¿Quién habría puesto entonces, en aquel amanecer de la humanidad, algún reparo a esto? ¿Quién habría querido perturbar la música triunfal de las filosofías de la unidad y la reconciliación? Sólo mucho más tarde se abriría paso la idea de que todos los intentos de escenificar el Estado real con libretos de bella política tuvieron que terminar en atrocidades de una magnitud sin parangón. De hecho, la bella política, la praxis del abrazo universal y la absoluta inclusión, demostró ser, tan pronto como adquirió rasgos militantes, un sueño demasiado costoso. Los que despertaban se veían obligados a considerar sus relaciones de un modo objetivo y reconocer que, en el mundo real, toda inclusión totalizadora se paga con exclusiones reales. Y, conforme esta evidencia iba penetrando en las situaciones cotidianas de la sociedad, también la música de Beethoven, y especialmente la pieza donde la instrumentación y la vocalización del entusiasmo por el género humano llegaban al paroxismo, fue incorporándose a un movimiento histórico que dejaba de lado su significado fundamental o, mejor dicho, las fuentes de su élan.
Para entender mejor esto, es útil recordar que, desde el principio, la esfera estética parecía tener al menos dos dimensiones, pues no sólo lo bello era de su competencia sino también lo sublime, y lo sublime representó durante mucho tiempo la transición a lo real –o a la apariencia de lo real–. Como la impaciente e impura teoría constantemente quería trascender a la praxis, lo bello, ambicioso como era, necesitó urgentemente la transición a lo sublime –aunque se desvelara como terrible–. Por eso se empeñó desde sus comienzos la bella política en ser también política sublime. De hecho, lo bello no es más que el comienzo de lo terrible, pero no podemos estar seguros de que lo terrible desdeñe lo bello para destruirnos. Cuando el Estado entraba ceremonialmente en escena y necesitaba acceder a los corazones de los ciudadanos, lo hacía en su cualidad de Estado sublime, es decir, como administrador en situaciones serias. Puede llamarse sublime a lo que recuerda a los sujetos humanos la posibilidad de su aniquilación, sea la idea de lo infinitamente grande que nos habla, como lo sublime matemático, sea la percepción de las fuerzas elementales de la naturaleza ante las que nos sentimos ilimitadamente sobrepasados cuando lo sublime dinámico en ellas nos arrastra con su violencia irresistible. Pero antes de que el encuentro con estos factores tuviera una representación estética, era el Estado de la modernidad incipiente el que se presentaba teatralmente a sus súbditos y enemigos como un poder potencialmente mortal. Competía con la naturaleza como fuente de sublimes destrucciones. A menudo no dudaba en matar lo suficiente para dejar bien claro que era la más seria de las instancias. Por eso tuvo lo sublime que aparecer, en cuanto devino burgués, filosóficamente como reflejo estético de la libertad humana. Reflejaba nuestra capacidad para afrontar nuestra posible ruina y su amenaza –suponiendo que uno mantuviera su posición de espectador y se sintiera seguro ante las amenazas reales–. En esta posición puede el alma oscilar ente el abandono y la resistencia. Desde el siglo XVIII, el alma burguesa ha representado en sus medios artísticos al hombre que sucumbe a la naturaleza omnipotente. Fantasea sin cesar sobre lo que sería despeñarse en los Alpes, o zozobrar en el Atlántico, o ser invadido por el horror del inframundo en una finca rural del páramo escocés. En sus momentos más tremendos describe la muerte, representa al héroe en el momento de sucumbir a fuerzas poderosas y hundirse en lo espantoso, pero como ni los Alpes, ni el océano, ni los castillos encantados ingleses pueden cubrir su necesidad de causas de aniquilación, una y otra vez debe recurrir a la fuente original de lo sublime: el Estado sublime, en cuyas situaciones críticas, las guerras consecuentes a su política exterior, la noble aniquilación parece poco menos que garantizada, virtual y realmente. Y con esto tocamos un punto sensible en el que comienza nuestra perplejidad moderna y posmoderna ante la herencia de la cultura del entusiasmo. Hoy vemos con algo más de claridad que lo sublime funcionaba cual puente entre la resistencia del sujeto y su autoextinción voluntaria. La cultura burguesa hubo de afrontar en su época fundacional la enorme tarea de transferir lo sublime del Estado absolutista al Estado democrático. Una burguesía que reclamaba la nobleza, no podía sustraerse a este imperativo. ¿Cómo habría podido deshacerse de su condición sin ayuda de la ideología estética, que ponía en sus manos los medios para un contacto de lo bello con lo sublime?
Sabemos por recientes publicaciones que Beethoven era un experto en esta operación[5]. En el texto de su Fantasía coral, opus 80, se enuncia de la forma más clara la tarea de su tiempo y la recompensa por su ejecución: «Cuando se unen el amor y la fuerza / el favor de los dioses al hombre recompensa». El amor debe obrar como capacidad para cerrar con almas bellas el mejor contrato social; la fuerza es necesaria para afirmarse en el frente sublime y tener valor para presenciar un hundimiento. Sólo con esta idea podremos tener un concepto preciso del entusiasmo: para que brote la alegría en el mejor sentido burgués, lo bello debe ser sublime y lo sublime bello – y, en el punto donde ambos elementos equilibran la balanza, la política se disuelve en la emoción, y hasta la sociedad parece destinada a emanar su estatismo, incluidos sus medios de violencia, como una proyección espontánea de sí misma. En el Estado sublime, los voluntarios de su reclutamiento se adelantan: las lágrimas superan a las leyes; el corazón sobrepuja a los mayores impuestos. Quizá no haya en la historia de las artes ninguna obra que muestre en un plano tan elevado el equilibrio entre lo bello y lo sublime como la Novena sinfonía de Beethoven, especialmente en su finale coral, donde la celebración de la amistad y el hundimiento voluntario en el sublime todo se combinan de modo ejemplar. Esta música nos recluta para la bella totalidad. Si alguna vez una pequeña política de la amistad pudo encontrar un denominador común con el culto al Estado sublime de la era burguesa, aquí se puede experimentar el resultado.
Se ha llamado a la Novena sinfonía la Marsellesa de la humanidad, y se la ha empleado cual eterna ilustración; pero también ha sido identificada como emanación del alma alemana y, al menos en el sentido de un imaginario derecho de autor, se la ha repatriado como préstamo duradero de los alemanes a la humanidad. Reconocemos que ambas pretensiones tienen su fundamento, pues ambas expresan modos de la política del entusiasmo, y ambas se adhieren al ideal estético del siglo XIX, aquel populismo idealista que quería que lo sublime fuese tan popular como lo bello, que, por definición, podía estar universalmente seguro de su necesaria aceptación. La ideología estética puso el ascenso a lo sublime al alcance de todos del mismo modo que el servicio militar obligatorio democratizó la ocasión de perecer por el sublime Estado burgués, al que se llamaría patria. Refiriéndose a La Marsellesa, Hegel dilucidó en claros términos el poder político de la música sublime-popular:
Pero el auténtico entusiasmo tiene su suelo en la idea determinada, en el verdadero interés del espíritu del que la nación está llena y que sólo a través de la música puede elevarse a un sentimiento momentáneamente más intenso, al ser las notas, el ritmo y la melodía capaces de embargar al sujeto.
A continuación, el filósofo lamenta que entretanto se hayan creado situaciones en las que la música sola ya no es capaz de «producir esta valerosa disposición del ánimo y su desprecio de la muerte»[6]. De forma análoga, el moderno servicio militar ha generalizado, y al mismo tiempo degradado al pragmatismo, todo coraje:
Sólo el fin y el contenido da sentido a este coraje; […] el principio del mundo moderno, el pensamiento y lo universal, ha dado a la valentía una forma más genérica […] por lo que el coraje personal no aparece como cualidad personal.
Por eso inventó el mundo moderno las armas de fuego, que no sólo transforman el valor personal en algo más abstracto, sino que además integran el sacrificio del individuo a la totalidad en un acontecimiento impersonal de masas[7].
Que la síntesis de lo elevado y lo bajo fuese a la larga insostenible, lo demostró la ulterior evolución de la sociedad y su sistema artístico. El acontecimiento del siglo XX que fue capital en la historia de la cultura consistió –dicho sea con el ánimo de llevar al extremo nuestra fórmula– en que la síntesis