El imperativo estético. Peter SloterdijkЧитать онлайн книгу.
más que antes, y aun posteriormente, no sólo había arte bello sino también bella física, bella medicina, bella política y hasta bella religión, por cuestionables e insostenibles que estas formas híbridas fueran. Toda esta belleza desregulada era una efusión de la política del alma bella en la corriente universal venidera, embriagada por su capacidad de propagación, su afición a erigir postulados y su inclusividad universal, que aún espera su confirmación histórica. El entusiasmo se presenta como una metacompetencia en la captación de lo real; quiere ser el medio que es el mensaje, y ello con razón, pues quien está entusiasmado, lo está casi siempre con estar entusiasmado. El entusiasmo es presentado como la capacidad de contaminar la realidad de belleza –me permito apuntar que fueron necesarios ciento cincuenta años de paulatina desilusión antes de que la parte operativa de este programa pudiese estar nuevamente a la orden del día, esta vez con el título de diseño–.
La aquí sólo fugazmente indicada existencia de una política bella implica, pues, –repito mi tesis– el recuerdo de una época que nos queda lejana, de un tiempo en el que el idealismo alemán, como más tarde se denominaría, no era más que el comienzo de una andadura, una pretensión o, como ya los escépticos de entonces solían decir, un desbordamiento, un arrebato desafiante y, por ende, peligroso de traducirse en realidad. En el aspecto filosófico fue el idealismo una ambición lógica y ética que no retrocedía ante ninguna dificultad; en otras palabras: la empresa paradójica de hacer de la libertad el motivo central de una rigurosa construcción sistemática. No olvidemos lo que el idealismo debía ser en su dimensión moralmente plausible y socialmente vana: el intento burgués de alcanzar aquella distinción de la que antes se quería obstinadamente creer que era una cualificación imprescindible para toda legítima aspiración al ejercicio del poder. El idealismo quería hacerse imprescindible como un procedimiento que probaba que también la burguesía era apta para ejercer el poder y digna de ejercerlo si lograse participar de un tipo históricamente nuevo de nobleza. La nobleza no podía ser ya un estamento, sino una instancia propulsora. Se trataba de la nobleza del entusiasmo dispuesta a alcanzar metas nobles, es decir, universales y emancipatorias, relevantes para la humanidad. El idealismo era así el intento de dar preeminencia a la totalidad del mundo, una preeminencia que ostentaba un nombre ontológicamente ambicioso: el «sujeto», lo que subyace, o, en términos modernos, lo que básicamente actúa, lo que en el fondo ejecuta algo en cualquier situación. Cuando se piensa así, lo más alto es lo más ancho. Lo superior deberá ser en adelante lo que a todos conviene. Lo que antes era la más alta distinción, será en adelante característica universal y forma de trato cotidiana. El secreto de la política del entusiasmo es así la elevación de toda la sociedad al estado de nobleza –o, como Schiller dice en la primera versión de la «Oda»: los mendigos serán hermanos de príncipes–. Pero, si nobleza obliga, más lo hace ser sujeto. Nada es tan agotador como ser uno mismo principio. Una vez es el sujeto, el género cotidiano, presentado como productividad que define el mundo, otra como libre voluntad sin límites y finalmente como la capacidad para la hermandad universal. En el último concepto se alude a la buena voluntad con todo lo que tiene figura humana para formar una sola red de familias, comunicaciones y vidas, y hablar con una sola voz, una voz genérica, o más bien cantar; un sueño de inclusión tan noble como intransigente, cuyas pistas pueden seguirse por dos siglos hasta el exprimido idealismo alemán tardío de la reciente teoría crítica.
Al idealismo como entusiasmo por el género humano le es inherente un impulso que podríamos llamar la política de los coros. Pues ¿qué son, según esta concepción, las sociedades burguesas sino asociaciones políticas musicales en las que cada miembro tiene una voz, una voz cuya verdadera definición se encuentra en la consonancia, en el acuerdo de la existencia en una totalidad, en el género humano y sus secciones fruto de la voluntad divina, las naciones? Sólo en el contexto de tales totalidades sonoras tendría sentido lo que Schiller se propuso expresar en su oda A la alegría. Sólo cuando las naciones son prácticamente coros que esperan las notas de su música –y acaso el idealismo político no sea otra cosa que la decisión de no dudar de que lo sean– hay esperanza de que el entusiasmo, la alegría en la terminología de Schiller, triunfe sobre las fuerzas disgregadoras ahora llamadas –de manera un tanto superficial– modas, de las que sabemos que, por el contrario, designan principios, en sí estimables, del éxito en la sociedad moderna. De hecho, no basta con menos que un encantamiento para unir lo que la economía financiera ha separado. Un encantamiento tuvo que ser lo que quiso impedir que los sistemas parciales de la sociedad prosiguieran su camino hacia la diferenciación. Y, además, ¿cómo sin encantamiento se habría podido conseguir que millones de personas conservaran la calma cuando los poetas las invitaban a abrazarse? ¿Cómo aceptar sin encantamiento que el mundo sea algo alcanzable con un beso? Pero, repito: ¿qué es el idealismo sino esta última complacencia en una relación pretécnológica con lo universal? ¡Este beso al mundo entero! Esto tendría todavía algún significado si antes la tecnología de las comunicaciones hubiese ido tan lejos que fuese capaz de conectar todos los hogares y permitir los besos a distancia. ¡Pero qué esperar de un autor que quiere convencer a sus «hermanos», cabe suponer que lectores ilustrados, de que sobre el cielo estrellado habita un padre amoroso! ¿De dónde, uno se preguntaría, saca el joven idealista ese cielo estrellado, nuestro viejo firmamento, que ya en su época era, desde hacía más de doscientos años, una idea cosmológicamente obsoleta? ¿De dónde saca al padre amoroso, cuando ni su propio padre ni el soberano –el padre del pueblo– pueden servirle de modelos? ¿No acababa de huir de este último, trasladándose de Mannheim a Dresde, a casa de su amigo Körner? Sólo la alegría hacía esto posible; ella era la agente de la máxima cohesión y productora de espesos vapores; ella lograba algo que nunca más se creería posible; la Casa Alegría de venta por correspondencia era conocida por sus rapidísimas entregas.
Damas y caballeros: estos recuerdos no tienen intención de hacer retrospectivamente a la bella política objeto de burla. Antes bien, me propongo poner de relieve lo asombrosa que fue, su fuerza de arrastre y su capacidad, poco menos que incomprensible, de seducción. Sólo desde la gran distancia histórica ganada es posible estimar cuánta rutina autohipnótica fue ya entonces necesaria para cantar a la alegría tal como lo hizo el joven Schiller cual medio de total unificación. Podemos imaginar el grado de intencionalidad con que trató de ilusionar; alegría es la reflexión del concepto de entusiasmo que ha ido en busca de un público que aún no desea plenamente ser como debiera. Asombrados, y puede que también envidiosos, advertimos hasta qué punto los burgueses de aquella época eran capaces de cobijarse en su capacidad para pasar de lo real a lo hímnico. Qué cortos eran entonces los caminos directos del dúo con piano a la humanidad, y con qué rapidez se ascendía de la bebida al género humano. Pero, ¿quién podría hoy ignorar candorosamente los hechos como un alemán culto de 1800? ¿Quién poseería hoy la capacidad de destacar sólo lo bello y bueno con la esperanza de que lo real siga su ejemplo? Conocemos demasiado bien el fin de la historia de la cultura de la burguesía: se hundió, su orgullo la hizo imposible, y fue en el siglo XX asaltada y destruida por la realidad, pero no se puede negar que su parte más resistente fue esa música de cámara de la ilusión que en los mejores hogares se interpretaba delante de sus partituras –en caso necesario, también cuando el ilustre senador tenía cosas que hacer en su despacho, con la ayuda de asesores suyos al piano, que poco a poco dejaban atrás su inicial timidez junto a la dama de la casa que tocaba el violín–.
Damas y caballeros: permítanme decir unas palabras sobre la catástrofe de la bella política. Aquí puedo ser breve, porque en estas cosas podemos recurrir a un fondo de intuiciones común y de libre acceso. Los siglos XIX y XX fueron un test de utopías que, tras someterse a él, dejó patente para todo el que quisiera reconocerlo por qué los modernos «Estado libres», o, como ahora decimos, los sistemas democráticos no pudieron ofrecer un suelo fértil a la teocracia de la belleza de Hölderlin, fruto de la grecomanía. El único Estado bello que superó casi íntegramente el examen de la Historia es el reino de Sarastro, en el que no se conoce la venganza, al menos mientras se escucha el aria «In diesen heil’gen Hallen». Sólo en el escenario operístico es verdad que los príncipes abrazan a sus oponentes, e incluso estrechan a los que atentan contra ellos, hasta que el puñal cae de sus manos. Aunque, en todo caso, pronto darían que pensar estos versos amenazantes: «A quien estas enseñanzas no le agraden / no merece ser un hombre». Incluso en el escenario