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El niño perdido. Thomas WolfeЧитать онлайн книгу.

El niño perdido - Thomas  Wolfe


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      LARGO RECORRIDO, 28

      Thomas Wolfe

      EL NIÑO PERDIDO

      TRADUCCIÓN DE JUAN SEBASTIÁN CÁRDENAS

      EDITORIAL PERIFÉRICA

      PRIMERA EDICIÓN: octubre de 2011

      DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez

      MAQUETACIÓN: Grafime

      © de la traducción, Juan Sebastián Cárdenas, 2011

      © de esta edición, Editorial Periférica, 2011

      Apartado de Correos 293. Cáceres 10001

       [email protected]

       www.editorialperiferica.com

      ISBN: 978-84-18264-45-0

      El editor autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

      PRIMERA PARTE

      La luz vino y se fue y vino de nuevo, las atronadoras campanadas de las tres de la tarde llenaron la ciudad entera de multitudinarios bronces, las suaves brisas de abril le arrancaron láminas de arcoíris a la fuente, hasta que el surtidor volvió a palpitar en el momento en que Grover entraba en la plaza. Era un niño serio de ojos oscuros, con una mancha de nacimiento en el cuello –parecida a una baya de color marrón– y una expresión amable en el rostro. Demasiado tranquilo, demasiado atento para su edad. Los zapatos gastados, las medias gruesas atadas a la altura de las rodillas, los pantalones cortos, rectos, con tres pequeños e inútiles botones a cada lado, la camisa de marinerito, la vieja y maltratada boina, que ya casi no tenía forma, apoyada de medio lado sobre aquella cabeza de cuervo, la sucia y deteriorada mochila de lona colgando del hombro, vacía de momento pero en espera de los papeles arrugados de la tarde. Aquel desaliñado y simpático atuendo hablaba por sí solo. Grover se giró y pasó junto a la cara norte de la plaza. En ese momento fue testigo de la unión entre el ahora y el para siempre.

      La luz vino y se fue y vino de nuevo, el gran surtidor de la fuente palpitaba y los vientos de abril esparcían por toda la plaza una suave telaraña de humedad. Inopinadamente, los caballos del cuerpo de bomberos repiquetearon en el suelo de madera y sacudieron abruptamente sus limpias y ordinarias colas.

      Los tranvías entraban en la plaza y se detenían por unos instantes, como juguetes rotos, en su vieja y conocida formación en ocho, cada quince minutos. Al otro lado, un carro tirado por un jamelgo cadavérico traqueteaba sobre los adoquines frente a la tienda del padre de Grover. La campana del edificio del Tribunal anunció solemnemente que eran ya las tres. Y todo siguió exactamente igual, como siempre.

      Grover observó con ojos serenos el angustioso entresijo de formas, la deteriorada amalgama de piedra y ladrillo, la mezcla de arquitecturas mal conjugadas que componía el diseño de la plaza, pero no se sintió perdido. Pues, «he aquí», pensó, «la plaza como siempre ha sido, la tienda de papá, el cuerpo de bomberos, el ayuntamiento, la fuente palpitando con su surtidor, la luz que viene y va y viene de nuevo, el viejo carro que pasa traqueteando, el jamelgo cadavérico, los tranvías que llegan y se detienen un cuarto de hora, la ferretería en la esquina, y junto a ella la biblioteca, con su torre y sus almenas a lo largo del tejado como si se tratara de un castillo antiguo, la hilera de viejos edificios de ladrillo en este lado de la calle, la gente que pasa y los carros que van y vienen, la luz que llega y cambia y que siempre vuelve y vuelve, y todo lo que viene y va y cambia en la plaza para que ésta siga siendo exactamente igual». Pensó: «He aquí la plaza que nunca cambia, que siempre seguirá igual. He aquí el mes de abril de 1904. He aquí la campana del Tribunal y las tres de la tarde. Y aquí está Grover con su bolsa de papel. Aquí está el viejo Grover, que está a punto de cumplir los doce años, he aquí la plaza que nunca cambia, aquí está Grover, aquí está la tienda de su padre y aquí está el tiempo».

      Pues eso le parecía el pequeño centro de su pequeño universo, producto de la mampostería accidental de veinte años, de la aglomeración azarosa de tiempo y propósitos truncados. Para él, en su interior, era el pivote del planeta, el núcleo granítico de la inmutabilidad, el lugar eterno donde todo confluía y pasaba, aquello que duraría para siempre y que nunca cambiaría.

      Pasó junto a la vieja casucha de madera de la esquina –aquella trampa inflamable donde S. Goldberg tenía su puesto de salchichas–, al lado estaba la tienda de Singer, con su reluciente exposición de máquinas nuevas y su fascinante calendario: los tremendos edificios de un rojo vibrante; el césped de un verde asombrosamente intenso; el adorable tren de carga con locomotora que parecía de juguete mientras serpenteaba por entre la perfección de miniatura de la campiña; la enorme cisterna del agua y el prado verde por todas partes. Delante de la fábrica había fuentes juguetonas y espléndidos bulevares repletos por el tráfico de centelleantes carruajes: orgullosos coches de dos asientos tirados por briosos caballos de cuello arqueado, que conducían cocheros provistos de chistera y disfrutaban encantadoras señoritas con sombrilla.

      Era un lugar adorable y Grover se sentía feliz con sólo mirarlo. Podía ser Nueva Jersey, Pennsylvania, Nueva York. Un lugar en el que nunca había estado, pero donde la hierba crecía más verde y los ladrillos eran más rojos, donde el tren de carga y la cisterna, además de los orgullosos caballos, en aquella espléndida simetría, incluyendo la naturaleza, superaban cualquier cosa que él hubiera visto jamás y le producían una agradable sensación. Era El Norte, El Norte, el reluciente y encantador Norte, el Norte de hierba verde, el establo rojo y las casas perfectas. El plácido y simétrico Norte, donde incluso los trenes de carga y las máquinas siempre parecían recién pintados. Era el Norte, donde incluso los obreros de las fábricas llevaban un reluciente mono azul tan adornado como el uniforme de un soldado; donde hasta los ríos eran azules como zafiros; donde no se veía un solo borde sin pulir en parte alguna. Era el Norte, el perfecto, lustroso, feliz y simétrico Norte. Era el Norte, la tierra de su padre, adonde iría algún día. Se detuvo un momento para mirar otro escaparate. Aquel paisaje fastuoso y tan bien fotografiado lo llenó, como siempre, de una sensación de confort y expectativas.

      También observó la brillante perfección de las máquinas de coser. Las observó y las admiró, pero no sintió alegría. Las máquinas lo deprimieron. Le evocaron el murmullo industrioso de las labores domésticas y las mujeres cosiendo, el entrevero de la puntada y la trama, el misterio del estilo y el patrón, el recuerdo de las mujeres inclinadas sobre el destello de una aguja, el telar a pedal y su runrún persistente. Sabía que en todo ello había cierto misterio que él nunca podría desvelar. No podía entender por qué las mujeres disfrutaban tanto con ello. Era un trabajo femenino, algo que provocaba en él una mezcla de aburrimiento y vaga tristeza, además de un calambre de horror pasajero, pues sus ojos siempre se precipitaban en dirección a la aguja brillante, aquella aguja que daba puntadas hacia arriba y hacia abajo, tan rápido que el ojo nunca podía seguirla. Y luego recordaba cómo su madre le contó que una vez se había atravesado el dedo con la aguja y, siempre, cuando pasaba delante de aquel lugar, le venía aquello a la mente, y por un instante estiraba el cuello y apartaba la mirada.

      Dentro de la tienda podía verse al señor Thrash, el encargado. El señor Thrash era alto y enjuto y nervudo. Tenía el pelo y el bigote rojos, y grandes dientes de caballo. Había fuertes músculos en su quijada, que el señor Thrash ponía a trabajar todo el tiempo. Y cuando trabajaban, sus dientes de caballo quedaban al descubierto, en una mueca fugaz. El señor Thrash parecía haber sido tensado sobre cables llenos de nervios: todos sus movimientos eran veloces e igualmente nerviosos. Aun así, Grover sabía que era bueno. A Grover le caía bien el señor Thrash. Había algo bueno y rápido y fuerte y rojo en él.

      El señor Thrash vio a Grover y sacó a relucir sus enormes dientes de caballo durante apenas una fracción de segundo y lo saludó con su mano de nudillos colorados antes de darse la vuelta como si hubieran tirado de él con un cable. Grover siempre se preguntaba cómo el señor Thrash había ido a parar a aquel trabajo para mujeres. Luego miraba la espléndida fotografía de la fábrica de Singer y pensaba


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