El niño perdido. Thomas WolfeЧитать онлайн книгу.
en la siguiente puerta, delante de la tienda de música. Grover siempre sentía que debía pararse frente a aquellos lugares donde había cosas perfectas y relucientes. Le encantaban las ferreterías y los escaparates llenos de precisas herramientas geométricas. Le gustaban los escaparates llenos de martillos, sierras y garlopas. Le gustaban los escaparates con azadones y rastrillos nuevos, intactos picaportes de perfecta madera blanca con la marca del fabricante firmemente estampada y nítida. Le gustaba ver una caja de herramientas llena de herramientas nuevas, listas para ser estrenadas. Le encantaba ver esa clase de cosas en los escaparates de las ferreterías y se refocilaba sin pudor delante de ellas, y soñaba que algún día él mismo poseería un conjunto de piezas semejante.
Le gustaban los lugares que olían bien. Le gustaba meterse en las caballerizas públicas para ver qué ocurría allí dentro. Le gustaban los suelos de listones gruesos de las caballerizas, tallados, amasados y triturados por los cascos de los caballos. Le gustaba ver a los negros con los caballos, cómo cepillaban los caballos con una almohaza, cómo palmeaban sus relucientes grupas, gruñendo en su jerga para caballos, «¡Sooo, vete p’allá!». Le gustaba ver cómo los negros les quitaban el arnés y los sacaban de las varas de las calesas. Le gustaba la manera en que los caballos caminaban sobre el suelo de madera, con una especie de andar majestuoso y a la vez agarrotado. Y le gustaba el modo casual con que el caballo levantaba su fina cola y dejaba caer un bolo hecho de cereales. Le gustaba ver todas estas cosas.
También le gustaban las pequeñas oficinas que había junto a las caballerizas públicas. Le gustaban las pequeñas y sórdidas oficinas, con sus ventanas mugrientas, sus pequeñas estufas de hierro forjado, sus suelos de listones, su maltratada y minúscula caja fuerte, sus sillas chirriantes con espaldares hechos de barriles cortados. Su olor a caballos, a arneses, a cuero curado con sudor. Su tropa de hombres rubicundos, de aspecto saludable, con pantalones de piel, malhablados, siempre a punto de prorrumpir en estridentes carcajadas.
Éstas eran las cosas que le gustaban a Grover. No le gustaba, en cambio, el aspecto de los bancos, las oficinas de bienes raíces o las aseguradoras de incendios. Le gustaban las farmacias con sus olores penetrantes y limpios, le gustaban los escaparates de las farmacias con enormes frascos de líquidos de colores y pelotas blancas que subían y bajaban. No le gustaban los escaparates llenos de medicinas y bolsas de agua caliente, pues de algún modo lo deprimían.
Le gustaban las barberías, los estancos, pero no le gustaban los escaparates de la funeraria. No le gustaba el secreter, ni el diploma, ni la planta en la maceta, ni el helecho colgante. No le gustaba el aspecto sombrío del lugar que había más allá del escaparate. No le gustaba la funeraria y, por tanto, nunca se detenía frente a ella.
Tampoco le gustaba el aspecto de los ataúdes, aunque le parecían elegantes y ostentosos. A pesar de ello, le gustaban los pianos, aunque los pianos siempre le recordaban un poco a los ataúdes. No le gustaba el olor de los ataúdes, pero le gustaba el olor de un gran piano. Le recordaba a su hogar, y al olor encerrado y ligeramente rancio del salón, que a él le gustaba mucho. Le recordaba al salón y a la alfombra del salón, que era gruesa y marrón y estaba descolorida, y a la que cada mañana, sin falta, le quitaban el polvo meticulosamente. Le recordaba al candelabro de cristal, con sus diminutas cuentas de vidrio pulido, y al modo en que éstas resplandecían y chocaban entre sí cuando alguien las tocaba.
Le recordaba a las frutas artificiales sobre el mantel del salón, con la tapa de cristal que las cubría, le recordaba a la estantería de antigua madera oscura, con su repisa de mármol jaspeado que su padre había tallado con sus propias manos, y a la enorme Biblia, tan grande y pesada que él a duras penas podía levantarla, le recordaba al voluminoso álbum con tapas de metal, a los daguerrotipos de su padre cuando era niño, todos los hermanos, las hermanas y las otras personas retocados sutilmente en las mejillas con una pincelada de color rosa.
Le recordaba al estereoscopio y a todas las imágenes que nunca se cansaba de mirar, a solas en las tardes silenciosas, contemplando una y otra vez a través del estereoscopio Gettysburg, Seminary Ridge y Devil’s Den, las formas repantigadas de estos lugares, con sus tonos grises y azules.
Y, finalmente, le recordaba al gran piano del salón, su imponente superficie pulida y brillante, su magnificencia sepulcral, su bondadoso y dulce aroma. Le recordaba cómo, antes de que se hiciera demasiado mayor para semejantes niñerías, disfrutaba acurrucándose bajo el gran piano y quedándose allí sentado sobre la alfombra, oliéndolo todo, pensando, sintiendo, extrayendo de todo aquello una impresión de soledad y fervor, de aislamiento y orgullosa suficiencia, una especie de oscura comodidad. Grover no sabía por qué.
Así que siempre se paraba delante de las tiendas de música y pianos. Ésta era una tienda espléndida. Y en el escaparate había un perrito blanco sentado, con la cabeza gravemente inclinada hacia un lado, un perrito blanco que nunca se movía, que nunca ladraba, que aguardaba con atención frente al embudo resplandeciente de un altavoz para escuchar «la voz de su amo»: un altavoz siempre mudo y las formas relucientes de los grandes pianos, un aire de esplendor y riqueza. Y, a un lado, un mostrador, detrás del cual se encontraba el señor Markham.
A Grover también le gustaba el señor Markham. Era un hombre bajito y vivaz, y todo lo que tenía que ver con él era muy vigoroso y limpio. Tenía un pequeño bigote también vivaz, bien podado y grisáceo. Su pelo era igualmente gris, y se lo dejaba crecer espeso y abundante. Pero de algún modo hasta su pelo parecía bien podado y vigoroso, como si cada uno de sus cabellos saliera por su cuenta, limpio, potente y firme. Y el rostro del señor Markham… Sus rasgos eran también pequeños y limpios y vivaces y muy delicados. Era un yanqui y tenía la manera de hablar yanqui: pulcra y limpia y llena de limpia decisión. Cuando atendía a alguien solía hacerlo con los dedos arqueados sobre el mostrador y la cabeza inclinada con garbo, de medio lado, mientras escuchaba las peticiones del cliente. Después, tras haber escuchado todo lo que tenían que decirle, asentía rápida, vigorosamente, con un gesto más propio de un pájaro, y decía en tono profesional: «Ajá», de un modo muy parecido al que tienen los dentistas cuando te permiten escupir. Entonces se ponía rápida y enérgicamente a cumplir su cometido, consiguiendo la pieza de música que el cliente le había pedido.
Nunca parecía dudar de nada. Si tenía el disco, lo sabía al instante, y sabía exactamente dónde encontrarlo: lo buscaba enseguida, al instante, sabía el sitio exacto en el que se encontraba. Y si no lo tenía, meneaba la cabeza de la misma manera veloz, con una sonrisa amable ligeramente salpicada de pesar, con un: «Lo siento, pero ahora no disponemos de esa pieza». Todo lo que el señor Markham hacía, era así: limpio, certero y vivaz. Un hombrecillo gracioso. Con Grover era complaciente y simpático. A Grover le caía bien. Le gustaba pararse frente a la tienda y mirarlo, verlo allí, con sus dedos arqueados, inclinando la cabeza como un pájaro, escuchando al cliente.
Al lado estaba la tienda de Garrett, y Grover también tenía que hacer una parada.
Era un lugar estupendo, una tienda maravillosa y amplia, que atravesaba la manzana entera, hasta la calle de atrás, un sitio lleno de olores agradables. El enorme barril de pepinillos dulces estaba a la izquierda, y un poco más al fondo había otro barril aún más grande para los pepinillos agrios con eneldo. Y en el mostrador, a la derecha, siempre un queso enorme, redondo y amarillo, con un gran tajo en forma de V limpiamente seccionado. A su lado estaba el molinillo de café, y al lado del molinillo de café, las básculas. Y detrás del mostrador había grandes cestos con café, cereales y arroz, grandes cestos que se derramaban en abundancia. Y a ambos lados, hasta la altura del techo, las estanterías donde podía admirarse una apabullante cantidad de cosas, mermeladas y conservas, salsas y encurtidos, ketchup, sardinas y salmón enlatados, latas de tomate, y maíz y guisantes, cerdo y judías. Y todo lo que uno pudiera llegar a desear, y mucho más de lo que uno jamás hubiera probado, más de lo que uno hubiera podido siquiera imaginar o consumir. Suficiente, pensó Grover, suficiente para una ciudad. Suficiente, o eso le parecía, para alimentar a todos y cada uno de los habitantes de una ciudad.
En la parte trasera había un enorme montón de sacos de harina y grandes tiras de beicon colgadas en fila, como listones de madera.
Y más allá de todo esto había unas ventanas altas y estrechas, no muy limpias y custodiadas por rejas de hierro. Las