Tormenta de guerra. Victoria AveyardЧитать онлайн книгу.
enemigos, ¿sabes?
Mi familia se tensa al mismo tiempo y ensombrece la mirada, papá en especial. Pasa pensativo un pulgar por su mandíbula mientras aprieta los labios hasta formar con ellos una fina línea. Kilorn es menos reservado, un fuego verde crepita al fondo de sus ojos.
—¡Ah! —exhala, casi sonriente—, ya veo.
Bree parpadea.
—Yo no.
—¿Cuál es la novedad? —murmura Tramy.
Me inclino, ansiosa de hacérselo entender.
—No le entregaremos un trono a otro rey Plateado, al menos no por mucho tiempo. Los hermanos Calore están en guerra, agotan sus fuerzas peleando entre sí. Cuando venga la calma…
Papá baja la mano y la deposita sobre su rodilla. No paso por alto el temblor en sus dedos; lo siento en los míos también.
—…será más sencillo negociar con el vencedor.
—¡No más reyes! —deja escapar Farley—. ¡No más reinos!
Ignoro cómo será ese mundo, pero lo sabré pronto si Montfort es todo lo que me han prometido.
Y si creyera en promesas todavía.
No nos molestamos en salir a hurtadillas. Mamá y papá roncan como locomotoras y mis hermanos no son tan tontos para detenerme. Aunque la lluvia no ha amainado todavía, Kilorn y yo la desafiamos. Caminamos sin hablar por la calle de las viviendas y el único ruido lo producen nuestros pies al pisar sobre los charcos y la tormenta que retumba a la distancia. Apenas la siento; el relámpago y el trueno se dirigen a la costa. No hace frío y la iluminación de la base conjura la oscuridad. Marchamos sin rumbo fijo.
—¡Es un cobarde! —susurra él y da una patada a una piedra que provoca ondas en la calle húmeda.
—Ya lo dijiste —repongo—, y también otras cosas.
—Bueno, lo dije en serio.
—Tiene bien merecidos tus insultos —el silencio cae sobre nosotros como una cortina opresiva. Ambos sabemos que estamos en territorio extraño; mis enredos sentimentales no son su tema favorito y no quiero infligirle a mi mejor amigo más dolor del que ya le causé—. No es obligación que hablemos de…
Me interrumpe y posa una mano sobre mi brazo, con tacto firme pero amable. Las líneas entre nosotros están claramente trazadas y él me aprecia tanto que no las cruzará nunca. Tal vez ya ni siquiera siente lo mismo que antes. Yo he cambiado mucho en los últimos meses, quizá la chica a la que creía amar no existe ya. Sé lo que es eso, lo que se siente al querer a alguien que en realidad es un ser imaginario.
—Lo siento —dice—, sé lo que él significa para ti.
—Significaba —refunfuño y cuando intento apartarme, afianza su mano.
—No lo dije por error; él todavía significa algo para ti, aun si no lo admites.
No merece la pena discutir.
—Lo acepto —afirmo entre dientes; está tan oscuro que es probable que él no note que mi rostro se ha puesto rojo—. Le pedí al primer ministro que no le quite la vida —susurro; Kilorn lo comprenderá, tiene que hacerlo— al momento en que llegue nuestro triunfo. ¿Es debilidad eso?
Se le descompone el rostro. Las deslumbrantes farolas lo iluminan desde atrás y lo envuelven en un halo. Es un chico apuesto, si no es que un hombre ya. ¡Ojalá me hubiera enamorado de él y no de otro!
—No lo creo —responde—. Supongo que el amor puede explotarse, usarse para ser manipulado. Es su ventaja, pero jamás diría que amar a alguien sea debilidad. Vivir sin amor de ninguna especie es la verdadera debilidad, y el peor de los abismos.
Trago saliva, no siento ya que mis lágrimas sean tan apremiantes.
—¿Desde cuándo eres tan sabio?
Sonríe y mete las manos en los bolsillos.
—Ahora leo libros.
—¿Con ilustraciones?
Suelta una carcajada y echa a andar otra vez.
—¡Qué graciosa eres!
Igualo su paso.
—Eso dicen —contemplo su figura alargada con el cabello empapado, más oscuro por la lluvia, castaño casi. Es idéntico a Shade si lo miro de soslayo y de pronto echo tanto de menos a mi hermano que apenas puedo respirar.
No perderé de nuevo a nadie como perdí a Shade. Aunque es un propósito vacío, sin garantía alguna, necesito alguna clase de esperanza, por pequeña que sea.
—¿Vendrás con nosotros a Montfort? —lo interrogo sin poder contenerme. Es una pregunta egoísta, no tiene que seguirme dondequiera que vaya y no estoy en posición de exigirle nada, si bien tampoco quiero dejarlo aquí.
Sonríe en respuesta y mi angustia desaparece.
—¿Tengo permiso para hacerlo? Creí que era una misión.
—Lo es y yo te doy permiso.
—Porque no implica riesgos —replica, me mira de reojo y frunzo los labios en busca de una contestación aceptable. Es cierto, eso no implica casi ningún riesgo; no tiene nada de malo que yo no quiera que corra peligro. Me acaricia el brazo—. Entiendo —continúa—. No estoy listo aún para tomar por asalto una ciudad o derribar aviones a reacción. Conozco mis limitaciones, y lo que tengo en comparación con todos vosotros.
—Que no puedas matar a alguien con sólo chasquear los dedos no te vuelve inferior a nadie —repongo, casi vibrante por la súbita indignación. ¡Ojalá pudiera hacer una lista en este momento de todas sus virtudes, todo lo que lo hace valioso!
Avinagra su expresión.
—No me lo recuerdes.
Tomo su brazo y entierro mis uñas en la tela húmeda. Él no interrumpe su marcha.
—Hablo en serio, Kilorn —le digo—, ¿así que vendrás?
—Tengo que consultar mi agenda —le clavo el codo en el costado y se aparta de un salto, frunciendo el ceño—. ¡No, sabes que me magullo como un melocotón!
Le doy otro codazo por si acaso y reímos a más no poder.
Caminamos sin decir nada y esta vez el silencio no es tan asfixiante. Mis preocupaciones usuales se disipan, o por lo menos se ausentan un buen rato. Kilorn también es mi hogar, como mi familia; su presencia es un reducto de tiempo, un lugar en el que podemos existir sin consecuencias, sin nada antes ni después.
Al final de la calle una figura se materializa bajo la lluvia, en medio del claroscuro. Reconozco la silueta antes de que mi cuerpo pueda reaccionar.
Es Julian.
El desgarbado Plateado vacila un instante al vernos, lo que basta para que yo lo comprenda. Ya tomó partido y no fue por mí.
Un escalofrío me estremece de pies a cabeza. Ni siquiera Julian lo hará.
Cuando se aproxima, Kilorn me da un ligero golpe con el codo.
—Puedo marcharme —murmura.
Lo miro un segundo y saco fuerzas de él.
—No lo hagas, por favor.
Aunque sus cejas se fruncen por la preocupación, asiente vigorosamente.
Mi viejo tutor viste todavía sus largos mantos, pese a la lluvia, y sacude el agua de los pliegues de su ropa de un amarillo desvaído. Es inútil; llueve a cántaros y el agua alisa los rizos de su cabellera entrecana.
—Supuse que te encontraría en tu casa —dice por encima del siseante aguacero—, aunque la verdad es que esperaba que estuvieras indispuesta para que yo tuviera que regresar mañana y no sufrir esta